DEPORTES › OPINION
› Por Pablo Vignone
No hace mucho, en esta misma página, Daniel Guiñazú escribió: “La sensacional victoria de Estudiantes ante Sporting Cristal por la Copa Libertadores es hija de la mejor virtud que exhibe el futbolista argentino: su carácter, su raza ganadora. Podrá jugar bien, regular o mal. Podrán incluso hasta bailarlo (...) Pero nadie podrá llevárselo por delante. Desde el fondo de sus entrañas, brota una sed de victoria imposible de apagar y que lo hace único, distinto a cualquier otro en el mundo”.
Las victorias de River, la semana pasada, y Vélez, en la noche del martes, reavivaron prontamente la cuestión, como acusa Diego Bonadeo aquí nomás. Pero también echan una luz distinta sobre el temperamento del jugador argentino cuando le llega la hora del transplante. Porque, ¿esas reacciones no tendrán más que ver con el emplazamiento escénico, sazonado de entorno casi uterino, abonado por un microclima interno con aliento a épico, que con las características intrínsecas del futbolista?
A modo de contraprueba, se puede citar lo que sucedió el 12 de junio de 2002, en Miyagi, Japón, cuando la Selección Argentina tenía que dar vuelta el partido ante Suecia para pasar a la segunda ronda del Mundial. No hace falta recordar el, todavía doloroso para la mayoría, final de la historia. La diferencia básica es doble: la Argentina no jugó, como Estudiantes, River o Vélez, apañada por la sombra familiar de un estadio propio, referencial, y hacía rato que esos jugadores habían dejado de mamar cotidianamente la idiosincrasia tan local que invita a sobreponerse a la adversidad, ese “lo arreglamo’con alambre” que en Europa, donde jugaba el ciento por ciento de aquel equipo del 2002, es un anacronismo. Como si, actuando en ese medio, se dispusiera naturalmente de muchos medios anteriores para saciar esa sed de victoria.
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