Las críticas de los incrédulos. La lealtad futbolística. La identidad de los jugadores argentinos, su narrativa, sus adversarios favoritos. Interrogantes sobre un golazo delegativo. La tozudez de Pekerman y una hipótesis sobre su sustentabilidad. Y, ¿por qué no?, una defensa de la fiesta de cada cuatro años.
› Por Mario Wainfeld
La Selección Argentina no brilló en su partido inicial, pero ganó. Es suficiente, máxime si se recuerda que el único comienzo brillante de un certamen fue en Estados Unidos ‘94 (goleada contra Grecia) y no desembocó en un buen final: terminamos eliminados, con las piernas cortadas. Costa de Marfil es, en los papeles, el rival menos letal del grupo de la muerte, pero tres puntos son tres puntos. La ilusión continúa, las discusiones acerca de la táctica y de los cambios hechos u omitidos por el técnico monopolizarán las próximas horas. El Mundial está en marcha, queda poco espacio para otros debates en el Agora. Será difícil contradecir esa tendencia. Roberto Lavagna debería dosificar su ofensiva política de las últimas semanas, Néstor Kirchner deberá asumir que sus invectivas en el atril poco o nada repercutirán en las tertulias de café. El fútbol y la nación, esos dos inventos de la modernidad que conmueven a las masas y turban a las elites, se entreveran como cada cuatro años. El portento durará en toda su dimensión, hasta que la Argentina sea eliminada o gane la final. Al que le guste que se divierta. Al que no, alpiste.
Los refutadores de leyendas tienen sobrados argumentos para cuestionar los mundiales, razones que la explosión de las comunicaciones y el merchandising engordan torneo a torneo. Hay demasiado dinero en juego, la tele impone lenguajes y códigos, se abusa de las identificaciones entre la patria y combinados deportivos. El patrioterismo –otrora monopolio de demagogos, tiranos o como máximo de relatores iletrados– ahora se privatiza y se trasnacionaliza. Una cantidad pasmosa de empresas foráneas se proclaman fanáticas de la selección nacional y atiborran los medios de publicidades monotemáticas. Nada o casi nada queda del potrero lúdico en un mundo sponsorizado con jugadores que valen millones de euros, con técnicos de semillero que buscan pibes en preescolar. La alienación, la subversión de prioridades, el embanderamiento banal son razones potentes de quienes no miran por tevé.
Es así. “El fútbol –dicen en esa línea los sociólogos brasileños Ruben Oliveri y Ariel Sardier Damo– no le altera la vida a casi nadie, a lo sumo la de unos pocos que hacen de ello su medio de subsistencia.” Y, sin embargo.
Ver las calles porteñas vacías, sentir temblar los edificios con los gritos de los goles de Crespo y Saviola hace pensar que esa mirada tan crítica peca de materialista ahistórica. Es que los refutadores de leyendas traspapelan lo esencial, del mismo modo que una película porno sustrae lo básico del amor, o aun del sexo. Ninguna imagen congelada, ninguna disección de un fenómeno de fascinación masiva está a la altura del suceso mismo. Ni los argumentos a favor de la pasión futbolística, que son igualmente pobres que los reproches. Igualmente, vayamos por uno de ellos.
Fiel a los colores
El mejor, a los ojos de este cronista, es la lealtad. La bandería futbolística, sea nacional o de club, se adquiere de una vez y para siempre, con su carga de padeceres a cuestas. Muchos alegan que el fútbol es el opio de los explotados (Eric Hobsbawm proponía, con mejor prosa, que es “la religión laica de los proletarios”), pero no dan cuenta de que la identidad futbolera reparte felicidad y tristeza con policlasismo ignorado en otros órdenes de la vida. Y que es una escuela de vida, que adoctrina a bancarse lo que a cada uno le toca.
Algunos dueños de la tierra son masoquistas, hinchas de clubes chicos. Miguel Angel Broda puede ser un paladín de la injusticia en materia social y económica pero se banca la malaria como cualquier otro hincha de Atlanta. Jamás se le pasaría por la cabeza trasvestirse a Boca porque esmás eficiente o a cualquier otro team mejor gerenciado. Carlos Menem podrá ser un oportunista pero ni pensó abandonar a River en sus 18 años sin campeonatos ni lo hará ahora en pleno apogeo boquense.
Concomitantemente, el fútbol (como la Fiesta de Serrat) empareja en el trato cotidiano a los extremos más remotos del trato social. El último cadete de una multinacional tiene derecho a mofarse del CEO más CEO después de un clásico que enfrente a sus clubes, el ordenanza le puede hacer burlas al ministro.
Patria, identidades
A los críticos les gusta descubrir que el deporte nacional nació en Inglaterra, aunque algunos de ellos son partidarios de trasplantar la democracia representativa oriunda de Francia o de Estados Unidos. Fuera de broma, discutir que el fútbol es el deporte nacional invocando un código de aduana o un remoto copyright carece tanto de rigor como de gracia.
La mezcla entre fútbol, bandera y patria puede adquirir velozmente magnitud insoportable, en especial cuando obedece a fines mercantilistas. Ese afán de capturar y domesticar a la pasión de multitudes no termina de describirla ni de deslegitimarla.
La identidad futbolística se construye con mitos, olvidos y sustracciones. La identidad no es una radiografía o una foto, sino una narrativa edificante que requiere, como la patria en los relatos populistas, la definición de enemigos a la altura.
Los argentinos, para tener identidad, hemos elegido dos adversarios en la cancha que dicen mucho de cómo somos. O de lo que nos creemos. Son Inglaterra, ya se dijo, el inventor del juego. Y Brasil, la comarca que practica el mejor fútbol del mundo. Pavada de contendientes, para definir nuestras pretensiones. A veces da gana de preguntarse en ese o en otros terrenos si no nos hubiera valido más ser más humildes, como Trinidad y Tobago que ayer festejó un empate contra Suecia como si hubiera ganado una final.
Algunos moralistas reprueban la fascinación nacional por la mano de Dios, ese gol que leen como parte de un ethos antiinstitucional. En verdad, el mejor gol de la historia para la hinchada argentina es el otro, aquel en que Maradona esquivó a tories y laboristas por igual, la magna corroboración imaginable del mito. Tal vez, en una vuelta de tuerca más compleja, habría que interrogarse por qué ponemos arriba de todo a una jugada individual (el pase inicial fue burocrático, carente de interés) y no colectiva como la del cuarto gol de Brasil a Italia en México ’70. En Brasil eran casi todos cracks y la tocaron todos antes de que Carlos Alberto la anidara en la red. Diego lo hizo todo solo. Tal vez elegimos ese gol genial, individualista o al menos delegativo, sencillamente porque, ay, es el mejor que supimos conseguir. Extrapolar conclusiones corre por cuenta del lector.
Relatos
Los argentinos hemos elegido creer que la esencia de nuestro fútbol es la habilidad eximia de nuestros jugadores. Soy un convencido de que ese autorretrato es parcial, omisivo de una parte importante de la realidad. Que los mejores cuadros argentinos se caracterizan tanto por los dotados (como Juan Román Riquelme, Leonel Messi, Tevez o Pablo Aimar en esta selección) cuanto por hombres aguerridos y batalladores como Juampi Sorin. Jugadores cuyo temple es su mejor valor. Que siempre tienen los dientes apretados, que vociferan durante y después del himno, que se atropellan para tirar un outball como si fueran el sargento Cabral corriendo a socorrer a San Martín debajo del caballo. Esa visión del mix, cabe reconocer al autor, no es la dominante. La narrativa argentina adora transmitir el mito del héroe sutil, dotado con la pelota. Muyespecialmente con la selección, pues las tribunas de los clubes suelen ser muy maquiavélicas, aceptar (o promover) que el fin justifica los medios, bartoleando la pelota o defendiéndose con doce jugadores.
Diego Maradona fue el ídolo perfecto, el que sintetizó todos los relatos: un genio con la pelota, una tenacidad a toda prueba y encima lograba resultados. En México, ‘86 fue un ser superior creando. En Italia ‘90 sobreponiéndose a la adversidad, a sus lesiones, a la tribuna en contra, a los pataduras que lo entornaban.
La actual Selección podría aunar a cuatro o cinco jugadores de mucha clase, de aquellos que se supone son la argentinidad al palo: Riquelme, Aimar, Saviola, Tevez, Palacio. José Pekerman no parece estar muy tentado de experimentar esa alquimia, sino de confiar más bien en uno o dos como hacen casi todos los equipos locales. Y como también hizo la Selección Argentina de 1986 donde no sobraban los elegidos.
De cara al mito fundacional, la Argentina debió decepcionar ayer en Hamburgo. No jugó bien, no dio baile, no tuvo especial vocación ofensiva, como sí mostró la muy generosa selección local, que propició un gran espectáculo. Las mayores virtudes del equipo de la AFA fueron las jugadas con pelota parada, el despliegue inteligente de Saviola y la enorme profesionalidad de todos sus defensores, incluido el querible arquero de Boca que tanto pone en juego en Alemania. Riquelme jugó con cuentagotas, pero entre las gotas estuvieron las asistencias previas a los goles y a un cabezazo de Ayala que (a varios miles de kilómetros del rectángulo de juego) dio la impresión de haber entrado.
En un país donde muchos protagonistas son demasiado seguidistas de la opinión pública, José Pekerman desafió la voz de la tribuna retaceando a Messi y a Tevez. Será perdonado esta vez porque muy pocos se plantan firmes frente al tren de la victoria y porque Saviola en la cancha le dio razón. Pero sufrirá mucho si reincide en hacer oídos sordos al ulular del tablón y sus dirigidos muerden el polvo.
Sin jugar “la nuestra” pero sin acudir a tretas sucias, con más suerte que la que tuvo en todo el certamen anterior, Argentina va primera. Hasta el viernes todo serán debates en el marco de serenidad que da tener la panza llena. El futuro es arduo, Serbia y Montenegro se caracteriza por tener una defensa muy cerrada, los expertos en estadísticas refieren que no les marcan goles desde los lejanos tiempos en que vivía el general Tito. Pero de acá al viernes media un campo. Este domingo, un feliz domingo con el partido ya ganado, primará la distensión en muchos hogares argentinos.
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