En algún momento del segundo tiempo después de la media hora, cuando creo que todavía estábamos 2-0 pero ya habíamos perdido la pelota, en el extremo izquierdo de la defensa argentina, contra el banderín del corner, Sorín y Riquelme atoraron a un rival. Juampi, de espaldas al arco propio, Román, de espaldas al centro del campo, el rival, defendiéndola de cara al banderín, los tres en un metro cuadrado: uno por uno. Forcejeo y –en cierto momento–, Juampi le pega fuerte para adentro, la pelota da en Riquelme y es córner para ellos... No fue algo lindo de ver.
Aunque entretenido y tenso, no fue lindo de ver, en general, lo que se vio ayer en Hamburgo. Costa de Marfil es un buen equipo, con una actitud de ir a buscar superior a sus posibilidades de resolver. Argentina, en cambio, mostró más capacidad para resolver que actitud de ir. Los grandes equipos –ninguno de los dos acreditó pasta de eso ayer– suman actitud de ir y capacidad de resolver. “Actitud de ir” no quiere decir sólo atacar sino imponer el juego en el terreno y la modalidad que le permita controlarlo, demostrar superioridad en la red, como en el boxeo. Y de eso, nada. Argentina, se dirá, tuvo más “oficio”. Puede ser. No es un elogio que nos vuelva locos de alegría.
El partido fue emotivo, tuvo todos los ingredientes de un Mundial, sufrimos y nos alegramos, festejamos –por suerte, y bienvenida sea– al final. Y así quedamos: contentos por haber ganado, pero un poco decepcionados por el cómo. Argentina fue un equipo cauteloso y especulador, que mostró mucho más miedo de ser sorprendido que convicción respecto de lo que podía hacer. Algo que se mostró tanto en la posición en el campo de los jugadores elegidos, como en el uso de la pelota cuando la tuvo y en los cambios que hizo José en diferentes momentos del partido.
Fue evidente que el miedo a perder resultó más fuerte que la necesidad de ganar. Es decir: parece que, sobre todo, era necesario no perder. El objetivo se consiguió y, teniendo en cuenta otros arranques de Mundial, no estuvo para nada mal. Lo hubiéramos firmado antes de comenzar. Pero aunque el resultado se logró, no creo que “las cosas hayan salido bien”, en tanto se correspondieran con lo que se había planificado. Es decir: Argentina jugó feo no porque quiso hacerlo así sino porque no pudo, no supo o no lo dejaron hacerlo como José esperaba que jugase. Sólo en pocos momentos se hizo lo que se quería hacer: el comienzo del segundo tiempo, por ejemplo. Un ratito en que se pudo abrochar el 3-0 y justificar hacia atrás la ventaja excesiva sacada en el primero. Después, el 2-1 final se pareció más a lo que sucedió en la cancha, aunque si sobre la hora nos empataban nadie podía llorar demasiado.
Hubo en general buenas actuaciones individuales. Sobre todo, y sintomáticamente, del medio para atrás –Ayala, perfecto; el Pato, tranquilizador–; y del medio para adelante: Crespo y Saviola usaron bien lo poco que les llegó. Y sin embargo el todo no alcanzó para redondear una actuación convincente. Eso indica que fue el sistema, el concepto de juego lo que no se logró imponer. El primer dato es que en líneas generales Argentina no tuvo la pelota (o la tuvo poco) y no podemos suponer que se deseara eso. Es decir: no la recuperó sino muy cerca de su propio arco y –lo que es más grave– cuando la tuvo no la usó bien. Prácticamente no metió contragolpes efectivos y, cuando quiso retener, congelar, buscar pausadamente, excepto en muy pocos momentos, vaciló, terminó arriesgándola, perdiéndola en lugares incómodos. Algo que ya había pasado en amistosos –contra Croacia, contra Inglaterra– en que la pretensión de tocar sin atacar para “mantener el resultado” parecía más una manifestación de impotencia que una elección táctica consciente. Algo de eso hay.
Si la soberbia inconsciente es pésima consejera, el miedo no lo es menos. Riquelme con pocas opciones de pase –que no sean para atrás– como las que le propone el esquema con Maxi y Mascherano retrasado como hoy, sirve poco. Poner a Palacio en los últimos quince sin ajustar una línea coherente de aprovisionamiento y compañía es un falso recurso de contra. Así, lo que nos alegra e ilusiona no sólo es que hayamos ganado sino –sobre todo– que lo hayamos hecho sin usar los recursos mejores y más genuinos que se quedaron en la idea y en el banco: esos petisos que se juntan, se buscan y encaran. Y que por cábala ni siquiera vamos a nombrar: brillaron por su ausencia.
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