Ayer, las agencias eligieron dos hechos –entre tantas cosas importantes que pasaron en el mundo– para convertirlos en noticias maravillosas, de esas que te hacen disfrutar del periodismo, abrir cada cable como si fuera la ventana de la nave espacial que da al Universo. Una fue la doméstica manifestación de quinieleros (sic) en la Plaza de Mayo, algo sencillamente extraordinario. La otra noticia, vinculada con lo que le está pasando al mundo en Alemania desde el 9 del corriente, fue el anuncio realizado ayer por la máxima autoridad futbolera ucraniana, el empresario industrial Hryhory Surkis, quien en vísperas del debut de su equipo en el Mundial ofreció a su plantel 800 mil euros (un millón de dólares) por cabeza como premio en el caso de que salgan campeones. Nadie ofrece más...
También es cierto que, en apariencia, nadie arriesga menos que el sagaz directivo: apenas un rato después de enterarse de la noticia de lo que podrían embolsar, Shevchenko y sus atontados compañeros se comieron un 0-4 con España de los que no se olvidan. Así, desde ayer, nadie en el mercado de las apuestas paga más que Ucrania campeón. Si el rápido Surkis está dispuesto a desembolsar un palo verde para cada uno de los 23 si ganan, seguro que ya apostó otro palo 100/1 a mano patriótica. Los dolidos manifestantes de ayer en Plaza de Mayo, quinieleros vocacionales y no simples timberos proveedores del Estado, podrían explicarlo mejor.
Pero la cuestión ucraniana –decadencia futbolera con ostentación empresaria capitalista en paralelo– invita a reflexionar, si cabe, ucrónicamente, suponer qué hubiera pasado si las cosas no fueran como han resultado ser. Si –por ejemplo– no hubiera caído “el comunismo real” hace casi dos décadas y la URSS no se hubiera atomizado y Ucrania no fuese sola solita su alma como ahora al Mundial sino integrada en la descomunal patota de repúblicas soviéticas que solía...
En principio, sospecho que ayer las cosas habrían sido un poco diferentes. No el resultado, tal vez; pero acaso la actitud, cierto aire (cálido) de relajación que se respiraba en el estadio de Leipzig no habría sido tal. El técnico Blokhin seguramente no se hubiera resignado a la humillación tras media hora de partido, meneando con leve sonrisa la cabeza, sentado en el fondo del banco y sin dar indicaciones. Tampoco los mediocampistas hubieran perdido todas las pelotas divididas con semejante comprensiva aceptación. Y acaso Shevchenko se hubiera tirado de cabeza un par de veces en lugar de dar un saltito de compromiso.
Es decir: si ayer pudimos comprobar acaso saludablemente que los estímulos materiales, como decía el compañero Guevara, no lo son todo ni mucho menos, es probable que la posibilidad de terminar en Siberia –tan lejos de Odessa, de Kiev y de las cálidas orillas del mar Negro– por haber llegado tarde en un cierre o por comerse un gol a dos metros del arco habría motivado/preocupado un poco más a los muchachos terminados mayoritariamente en enko. En fin, habrían pasado de sudar caliente a sudar frío. No es negocio.
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