Ya está, felices por haber pasado. Y con justicia (si eso existe). Porque el resultado estuvo bien; incluso el suizo nos debería haber dado el gol anulado por un offside que no fue, y que era una jugada bárbara. Pero no anduvimos bien en general, y su-frimos, eh... Hasta que el grito y la alegría reventaron en el living y, a los abrazos, nos sacudimos las tensiones y amarguras como el perro que se saca el agua revolviéndose furiosamente después de la mojadura. Ya está dicho: no conozco felicidad más desgraciada.
El liberador zurdazo de Maxi fue de otro partido. De otro partido del equipo argentino –que no pateó jamás de afuera– y de otro partido suyo, ya que la Fiera Rodríguez no estuvo como en los anteriores. Precisamente, justo en el momento en que embocó esa maravilla decíamos –éramos varios, ya totalmente sacados en casa– que hacía rato que no aparecía. Un rasgo, la capacidad evanescente, que –sobre todo durante el primer tiempo y ese interminable bajón de la mitad del segundo– compartió ayer reite-radamente con Cambiasso y con el luego resucitado Mascherano. Y sufrimos por eso. Y nos quejamos duro. Porque ayer, con toda la sinceridad con que sonrío ahora y festejo vino en mano, y veo a los jugadores felices y me veo a mí tan feliz también, confieso que he puteado. ¿A quién? Al televisor, como siempre. Y a Pekerman, claro. A quién si no.
Y así debe ser, supongo. Nos desesperábamos cada vez que veíamos tanto fondo verde sin camisetas criollas, tantos vacíos, tanto mexicano suelto, el equipo tan largo, la pelota tan insegura... Y sobre todo, literal exclamación colectiva: ¿Cuándo carajo vas a hacer los cambios, José? Y no es una pregunta retórica, porque no se entiende qué estuvo esperando el entrenador durante esa primera media hora del segundo tiempo. ¿Que nos embocaran? ¿Era necesario sufrir tanto cuando había obvias alternativas superadoras en el banco? La pregunta completa es: José, querido, ¿qué esquema, táctica o especulación justifica que dos jugadores como Messi y Tévez –que son de lo que hay pocos a nivel universal–, que desequilibran en el mano a mano en los últimos veinte metros de terreno, no jueguen más minutos de los que juegan? ¿Los estamos guardando? ¿Para qué? ¿Para que lleguen más frescos al próximo mundial?
Es cierto: confieso que he puteado. Con la misma libertad con que me alegro y festejo, digo que así como no hay dos partidos iguales, tampoco hay dos jugadores iguales. Y ahí empiezan a tallar las convicciones, los principios, los lugares desde los que creo que debemos pensar: no es el desarrollo de los partidos lo que hace necesario el ingreso de determinados jugadores, sino que son las acciones de ciertos jugadores las que determinan el trámite de los partidos. No es saludable entonces, creo, prescindir en demasía de jugadores determinantes. ¿Eh, José?
Y ya está, me voy a festejar. La bronca puntual nada tiene que ver con la amargura empedernida. Estamos ahí, los jugadores pusieron todo y ganamos. Vamos, Argentina todavía, que hay con qué.
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