Cuando al Mundial le quedan apenas horas de vida, recordar qué fue el primero celebrado en Asia lleva a otro tema: el de la amabilidad de los anfitriones. Desde Seogwipo a Seúl y desde Oita a Sapporo, recorrer Corea/Japón 2002 fue como deslizarse por un suave sendero recubierto de gestos amables de sus habitantes.
Ser extranjero en el Mundial fue siempre un beneficio. Muchas veces el idioma era barrera, pero siempre hubo forma de solucionarlo. Gestos, sonrisas, improvisados intérpretes, mímica: todos los métodos fueron probados y siempre alguno resultó exitoso.
Recorrer las ciudades del interior surcoreano sorprendió por la espontaneidad hacia el visitante. “¿De dónde es usted?”, y siempre una sonrisa. Y muchas veces, un regalo. Bastaba entrar a una panadería para comprar un par de croissants que el visitante recibía un juego de tazas. Llevar a revelar unas fotos para salir con un pañuelo de seda.
“¿Por qué?”, era la pregunta. “Porque estamos contentos de tenerlo aquí.”
Los japoneses, por naturaleza más reprimidos, también intentaron casi siempre ayudar al visitante. Y el Mundial parece haber dejado huella en las nuevas generaciones.
El viernes, tras el entrenamiento de Brasil en Yokohama, un nutrido grupo de periodistas brasileños subió a un autobús de línea. Al ver que compartían el viaje con brasileños, varios adolescentes de entre 13 y 15 años comenzaron a gritar entusiasmados “¡Ronaldo number one!” (Ronaldo número uno).
La respuesta no se hizo esperar: “¡Nippon number one!” (Japón número uno). El clima, de alegría y confraternización sinceras, fue otra demostración de que el deporte puede barrer con casi todas las fronteras, y aunque no se mida en millones de dólares, ése fue uno de los mejores goles de Corea del Sur y Japón.