DEPORTES › OPINION
› Por Diego Bonadeo
Años atrás no era demasiado inhabitual que para invitar a reuniones ciertas familias, tanto oligarcas (cortadas para pobres y cosidas para ricos) como aristócratas (en muchos casos, todo lo contrario, esto es cortadas para ricos y cosidas para pobres) recurrieras a lo que se llamaba Guía azul para puntear en su listado los apellidos. Los que no figuraban difícilmente podían participar del convite. Típica cultura de los “rastacueros” en un caso o de “restos de la antigua opulencia” en el otro. La Sociedad Rural y el Jockey Club fueron paradigmas. También algunos clubes. Inclusive de colectividades. Un poco lo que se da en llamar “derecho de admisión”.
Con el crimen de los últimos días en un boliche de Lanús pareció instalarse fuertemente la posibilidad de derogar el “derecho de admisión”, por considerárselo claramente discriminatorio. Mientras tanto, trampeando de hecho o de derecho, los barrabravas del fútbol siguen sueltos y/o bien disfrazándose, o patoteando en oleadas en los accesos con la habitual complicidad policial, o levantando actas con escribanos exigen que la admisión les sea admitida. Todo amparado en el “todo pasa”.
Tan es así que pese al escándalo del sábado en la cancha de Deportivo Morón, solamente por citar la más grosera de las incidencias, y pese también a que alguien –ya casi uno no recuerda quién– y no hace tanto afirmó que el fútbol se paraba al primer incidente, la fecha del fin de semana se cumplió completa.
Los chicos tienen discriminado el acceso a los boliches por portación de piel, pelo, cara, tatuajes, aritos o lo que sea. Los barras, que consiguen cambiar la sede de la final, tienen garantizado el acceso a las canchas por tener púas, merca, fierros, apariciones mediáticas e influencias.
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