DEPORTES › EJEMPLO DEL FUTBOL COMO MOVILIZADOR PARA LA INTEGRACION DE LOS NIÑOS EN RETIRO
Unos 300 chicos de la Villa 31 juegan al fútbol todos los días, como excusa para organizarse y encontrarse, en un galpón que les cedieron a fuerza de entrenamiento, de la mano de los vecinos que intentan gambetear al paco. Entre rumores de urbanización y amenazas de erradicación está el juego, la cultura y la historia de un barrio con 70 años de potrero.
› Por Nacho Levy
A la vista de tanto ciego y al oído de tanto sordo, late grande y fuerte el corazón de la Villa 31, sobre los baldosones de la canchita del playón, la tierra del potrero de Güemes o el cemento del galpón, donde más de 300 pibes y pibas se entrenan en un centro educativo que utiliza al fútbol como red de rescate en un río contaminado por los mismos que ahora quieren vaciarlo. Justo ahí, sobre las valiosas superficies que Mauricio Macri imagina para grandes proyectos inmobiliarios de hasta 6 mil dólares el metro cuadrado, se ha creado un movimiento deportivo y social, para fortalecer a un barrio de 70 años de historia y cultura con un fútbol de inclusión y contención, por sus chicos y por una comunidad que ha defendido sus viviendas ante los militares, como ahora pone la pierna para trabar contra el paco y los desalojos.
“Hace 10 años que usamos al fútbol para que quienes están del otro lado de la línea imaginaria de Libertador vean que nuestros pibes no son como se imaginaban, y para enseñarles a los nuestros que los de afuera son iguales a ellos, sólo que tuvieron otra suerte y nacieron en otro barrio, con acceso a otra educación”, explica Marcelo Mansilla, uno de los tres fundadores de la Asociación Civil Por el Futuro de los Chicos junto a Iván Cansino y a Chacho Mendoza, designado secretario de Deportes de la Villa 31. “Desde el 2004, cuando constituimos la Asociación, Iván quedó a cargo de los entrenamientos, Chacho de la logística y yo de buscar recursos”, agrega.
Poco importa en los planes de erradicación si las hijas de Marcelo tocan el clarinete y el violín gracias a una orquesta comunitaria, o si cada ladrillo de su casa lo consiguió juntando cartones “en la época de la crisis”, sin abandonar su compromiso social. “Nunca dejamos de entrenar, y hemos puesto plata de nuestros bolsillos, aun en ese momento.”
Poco importa, porque desde lejos no se ve. Se ve bien la 31 desde la terraza del Sheraton, pero no las piernas escarchadas de los pibes que van a entrenar con shorts un día de este invierno. Se ve, incluso, desde algún rascacielos de Recoleta, el techo de chapa del galpón de entrenamiento, pero no se lo puede ver a Iván Cansino volver de su trabajo desde Merlo a las seis de la tarde y ponerse a entrenar a todas las categorías, todos los días, hasta las 10 de la noche. Quizá por eso, para él, “es muy duro pensar que una topadora podría tirar abajo este galpón, con el cual los chicos se sienten muy identificados. Incluso, muchos meriendan acá, porque llegan con hambre. No sé qué sería de estos pibes, desparramados por todos lados”. La misma pregunta se hace María Chávez, una de las jugadoras: “Si botan a la gente, ¿a dónde vamos a ir?... Acá hay más niños que adultos, y no interesa si son peruanos, bolivianos o paraguayos. Todos nos ayudamos”. Al despegar en un avión de Aeroparque, al salir un micro de Retiro o al cruzar el peaje de la Autopista Illia en auto, también puede verse la villa, pero es imposible advertir que esos 70 pibes que van hacia el subte con Chacho, Iván y Marcelo se tomarán luego un tren y caminarán 15 cuadras para jugar un torneo en Guernica. “En la opinión pública está instalada la mirada que tienen de nosotros muchos medios, y ahí no se ve nada de todo esto, porque vende más la delincuencia y porque, para echarnos, hay que contar lo malo. Pareciera que no importara la gente, ni cómo fue que llegó al extremo de vivir en estas condiciones. Sólo tienen en mente el negocio, y al erradicar el barrio tan sólo estarían llevando el problema, o sea a nosotros, a otro lado, donde seguiríamos sufriendo la misma discriminación.”
Para llenar los vacíos del Estado, los vecinos eligen a los delegados de cada manzana, que son en total 58, entre los cuales se reparten las responsabilidades en diferentes áreas. Y si bien sobran reclamos o acusaciones de corrupción, no hay presidente y las decisiones se intentan tomar por consenso, en reuniones que se realizan cada 20 días. Mendoza, delegado de la manzana número 9, sostiene que “el proyecto de erradicar al barrio es una paparruchada. No puede venir un tipo que cagó a todo el país a tirarnos junto al Riachuelo para que no lo molestemos, ni a decir que ‘esta gente vive de arriba’. ¿Gracias a quiénes nació él en esa cuna de oro? Gracias al hombro del pueblo y a los impuestos que todavía debe el padre. Yo entiendo que otros vecinos prefieran irse cuando les abran un maletín, pero yo quiero mi lugar acá”.
Con los pibes, Chacho habla igual de claro, sobre todo, de la droga: “El fútbol es nuestro trampolín para llegar a las familias. Trabajamos con chicos adictos y también en la prevención, porque Argentina era un país de tránsito para la droga y ahora es un país de estacionamiento. Acá la pasta base está matando a nuestros chicos. Los mata”.
Para darle batalla a la amenaza de sus pibes, los vecinos apostaron a esta organización futbolera, que según detalla Chacho, “todos los fines de semana moviliza a casi 300 jóvenes. Algunos van a Racing, otros a Independiente y otros se entrenan en un predio de Argentinos Juniors, todos los sábados. Y también participamos de la Liga de Fútbol Popular, para promover nuestros valores”.
Del presupuesto que se espera para la gran inversión en policía, Cansino destinaría algo a otro tipo de seguridad: “Faltan recursos para ampliar la contención. Acá uno es padre, hermano, psicólogo, entrenador... Y los sábados a la tarde, todos juntos limpiamos el galpón”. Es mucho más que una escuela de fútbol, es un fútbol de escuela, como grafica Mansilla: “Nosotros apuntamos a que los chicos puedan reinsertarse en la sociedad, que nos niega oportunidades. Creo que podríamos llegar muy lejos si cada persona, como lo hicimos nosotros acá, sin ser nadie, aportara su granito de arena, en vez de ver pasar las cosas”.
Sobra el trabajo voluntario, aunque el salario no alcance. Mientras otros negocian con el futuro de su pasado, “el 75 por ciento de la gente labura, y el resto, que no consigue empleo por vivir acá, se la rebusca vendiendo tortillas o pan casero, en la feria”, explica Mendoza, que llegó a Retiro en 1989, tras trabajar como cocinero en las ollas populares de la 31. “En mi otro barrio estaba siempre en la esquina, y acá me hicieron sentir importante. Fue fabuloso.”
Desde entonces, como delegado, no sólo coordinó las colonias y actividades deportivas, sino que también peleó por el agua en cada casa. Y vio triplicarse a sus vecinos en 10 años, mientras se iban achicando las calles, “hasta convertirse en pasillos”. Así y todo, no quiere que lo arranquen de donde creció, regándose solo, y pide que “por favor, quienes no conozcan esta realidad, no se alegren por la desgracia de los pobres, ni ante 16 mil chicos que se quedarían sin techo. Eso es muy triste”.
Ahí, acá, donde conviven Chacho, Iván, Marcelo, la bandera del padre Mugica y la historia de tantos vecinos empujando a tantos pibes, hay metros cuadrados de identidad, de lucha y de dignidad que no pueden barrerse ni aplastarse, porque son frutos comunitarios, aunque estén sembrados en tierras fiscales.
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