DEPORTES › OPINION
› Por Diego Bonadeo
La intuición masculina –los “hermanos de género”, CFK dixit, también la tenemos– hacía suponer aun sin conocerlo, ni saber demasiado de él, que Ramón Cabrero era de leche de la buena. Ni estridente ni mediático, el técnico de Lanús no parece adscribir a la comparsa del careteo, ni a las respuestas caseteadas del tipo de “todos los rivales son difíciles”. Hasta su discreción y buen gusto en el empilche lo hacen creíble. Pero, como siempre se escribe desde columnas como ésta, juegan los jugadores, no Cabrero. Y como en el caso de Marcelo Bielsa y más allá del juego, el aporte de este entrenador alejado de los puteríos de albañal de tantos de sus colegas, pasa por el mensaje, tanto como por como juega Lanús, que quizá por institución merece ser campeón más que por fútbol, en este torneo tan olvidable como muchos de los anteriores. Acuciado por las preguntas obvias y convencionales de algunos pseudocomunicadores respecto de la posibilidad de que Lanús no gane el campeonato que tiene casi al alcance de la mano, una vez más Cabrero se pintó de cuerpo entero: “No, fracaso es otra cosa”.
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