Mié 23.07.2008

DEPORTES • SUBNOTA  › OPINIóN

Un conflicto en el que escasea la inocencia

› Por Pablo Vignone

La FIFA no acepta que los gobiernos nacionales estén por encima en materia de legislación y aprieta, normalmente, con la popularidad del fútbol para lograr su cometido. Sus continuas amenazas de intervención frente a la injerencia política esconden la arrogancia de ese presunto derecho de obrar y sentirse más allá de las leyes. Pero la FIFA, también, tiene su techo: como una de las asociaciones deportivas internacionales miembros del Comité Olímpico Internacional (COI), no puede atacar esos intereses. Esa evidencia, clara pero dolorosa para los popes de Zurich, es parte de este conflicto en el que escasea la inocencia.

Desde la creación de los Mundiales, en 1930, la competencia futbolística en los Juegos siempre fue de un tono menor mientras se respetó la categoría amateur de los deportistas, razón por la cual generalmente eran los países del Este los que se apropiaban de las medallas: entre 1948 y 1980, el bloque soviético ganó 23 de las 27 medallas en juego. Sólo Suecia logró el oro en ese período, en Londres ’48. Luego fueron Hungría (en 1952, 1964 y 1968), la Unión Soviética (en 1956), Polonia (1972), Alemania Oriental (1976) y Checoslovaquia (1980) los que se adueñaron del oro.

Mucho antes de que estallara la fiebre por ganar todo lo que hubiera en juego (y que motivó que el técnico de la Argentina en Atenas fuera el propio Marcelo Bielsa, técnico de la Selección mayor, como lo había sido Daniel Passarella en Atlanta 1996), la Argentina pudo haberse quedado con el oro durante ese período, en la era profesional. Fue cuando César Menotti armó un muy buen equipo que logró cómodamente el Preolímpico en Venezuela, en enero de 1980; luego, la dictadura de Videla se alió con el boicot de James Carter a los JJ.OO. de Moscú, pese a que la Unión Soviética era su principal comprador de granos, y ese conjunto se quedó sin chance de triunfo.

En la FIFA ya tronaba Joao Havelange y su prédica de fútbol recaudador, bajo cuya lógica se multiplicaron los Mundiales; de rebote, la ligaron los Juegos: tampoco era aceptable para los campeones de la libre empresa reunidos en torno de Juan Antonio Samaranch, el presidente del COI que empaquetó los Juegos a medida de los sponsors, que los torneos de fútbol fueran conquistados siempre por los países comunistas. Así que el tándem FIFA-COI permitió que, a partir de los Juegos de Los Angeles –¡oh, casualidad!–, en 1984, los equipos pudieran ser integrados por profesionales que no hubieran jugado aún en Mundiales, y Francia ganó entonces el oro con un equipo juvenil.

Pero la URSS se quedó con la medalla dorada en Seúl 1988 y, entonces, el tándem ideó una nueva reglamentación para Barcelona 1992: la categoría Sub-23. Con la posibilidad de sumar tres jugadores en el plantel por encima de ese límite, el torneo olímpico fue elevado a la categoría de Mini-Mundial, aunque sigue siendo –por la misma razón explicada en el primer párrafo– el único torneo de carácter relativamente ecuménico cuyos resortes económicos no controla la FIFA sino su único poder superior.

Ahora bien: “Desde 1992, la puesta a disposición de los jugadores Sub-23 siempre ha sido aceptada por los clubes. Este principio debe aplicarse de nuevo”, explica hoy la FIFA. Sin embargo, no puede invocar el carácter de obligatoriedad de la norma.

Es cierto, además, que en 1992 los clubes europeos no contaban, todavía, con la cantidad de futbolistas de países del tercer mundo que tienen hoy; entonces, a la Ley Bosman le faltaban tres años para tomar cuerpo. Cuando los clubes comenzaron a ponerse ariscos con la idea de pagar los contratos de sus jugadores no comunitarios para que los usufructuaran las Asociaciones Nacionales en sus selecciones –y cobrando cachets de hasta un millón de dólares–, se creó la legislación de las “fechas FIFA”, un calendario oficial sobre el que rige la obligación de ceder a los futbolistas convocados por su seleccionado; una obligación que –se sabe y los ejemplos abundan– no es automática. Pero los Juegos Olímpicos, que no son propiedad de la FIFA sino del COI, no pudieron ser incluidos, obviamente, dentro de esas “fechas” especiales.

Aquí, la FIFA encuentra, nuevamente, su techo. Aunque pida “respetar el espíritu olímpico”, no puede presionar más allá ni invocar legislación pertinente, y clubes como el Barcelona, el Real Madrid (que ideó una treta para no cederle a Robinho a Brasil) o los alemanes de la Bundesliga (como el Werder Bremen, que se quejó ante la Corte Arbitral del Deporte por la “escapada” de Diego, o el Schalke 04, que quiere sancionar a Rafinha, otro “rebelde”) se cobran revancha en un juego en el que ninguno de los actores es inocente. Salvo el que más importa en esta historia: Lionel Messi.

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