DEPORTES
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Un partido de vedettes
› Por Gustavo Veiga
Son como esas vedettes histéricas, ampulosas, que ventilan en público sus miserias. A diferencia de sus físicos cincelados en mil y una noches de pasarelas o de sus curvas pavimentadas a pura silicona, ellos trajinan sus cuerpos sobre el verde césped o la cinta de algún gimnasio. Tienen parecido cartel, aunque los nombres de ellas aparecen en los oropeles de los teatros y los de estos muchachos, son la fuerza de venta de una TV que vive de sus proezas.
Cómo decirlo: cuando se refieren a árbitros, colegas o personajes que no gozan de su gracia, hacen bastante conventillo. La función incluye hasta arañazos o trompadas al que está de espaldas, en lo posible. Acaso se sienten presionados por un fútbol que se lo devora todo, inclusive a ellos. Y entonces acometen contra el primer blanco que tienen a mano. Son burdos, groseros, hasta balbucean incongruencias que nadie tomaría en cuenta a no ser porque juegan el deporte preferido de los argentinos y lo hacen por mucha plata.
Se quejan de nada o no, en rigor se quejan de cosas que una mayoría silenciosa está condenada a digerir casi sin remedio. Andan en autos importados, en ocasiones hacen ostentación de su buen pasar, descansan en hoteles cinco estrellas en vísperas de grandes finales o de cualquier partido –qué más da–, y encima, a menudo logran la condescendencia de los demás: esos hinchas que pagan su entrada o el abono del cable, religiosamente, para ver de qué modo se dan unas piñas televisadas.
Los jugadores de River y Boca saben que hay decenas de cámaras dispuestas a filmarlo todo –hasta si se refriegan un moco–, pero no reparan en ellas. Son como esos desconocidos pensionados del programa Gran Hermano que, a donde vayan, siempre tendrán una lente detrás que divulgará de qué están hechas sus entrañas. Sonrían, los estamos filmando, debería rezar esta noche un cartel en el estadio Monumental. Quizá, así, se darían cuenta de que los papelones no quedan almacenados en un video hogareño; viajan por satélite a todo el mundo, como condimento indispensable de un circo itinerante que no detiene su rueda.
A estos ídolos de pantalones cortos no les faltan coberturas a sus blasfemias. El sábado pasado, un jugador que no es de Boca ni de River, hastiado por una expulsión que no creyó merecer, disparó a boca de jarro ante el grabador de un periodista: “El árbitro es un delincuente”. Un par de palabras aleccionadoras lo disuadieron de una escalada posterior. Se dio cuenta y pidió que no saliera nada publicado. Así se hizo y el pibe, de apenas veinte y pico, evitó una posible demanda.
Sería saludable por un tiempo que retiremos los micrófonos. Como para ahuyentar a los que tienen licencia para agraviar o pegar sin más condición que su impunidad. La impunidad que les brinda una fama efímera. Tan sólo eso.
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