DIALOGOS › ANDRé COMPTE-SPONVILLE, LA NUEVA MIRADA DE UN VIEJO DISCíPULO DE ALTHUSSER
Compte-Sponville es uno de los pocos filósofos que han logrado conectarse con el gran público. Asume su materialismo, pero defiende la espiritualidad laica y la “alegre desesperanza” en un tiempo de muchas preguntas y pocas respuestas.
› Por Milagros Pérez Oliva *
–En El alma del ateísmo, usted confiesa que ha tenido como una necesidad imperiosa, una especie de urgencia de hablar de espiritualidad. ¿Por qué?
–Tuve una urgencia personal, de tipo existencial, porque la vida es corta y pensé que sería una pena esperar a estar muerto para tener una vida espiritual, sobre todo si, como yo, creés que después de la muerte no hay nada. Pero también hay una urgencia social porque creo que estamos amenazados por dos peligros simétricos: por un lado, el fanatismo, el integrismo y el oscurantismo, y por otro, el nihilismo. Y tengo la impresión de que la civilización occidental no sabe muy bien qué hacer ante estos dos peligros.
–Sabemos bien qué es el fanatismo religioso, pero ¿qué es hoy el nihilismo?
–Como sabrá, nihil en latín significa nada, así que los nihilistas, para mí, son las personas que no creen en nada, que no respetan nada, que no tienen ni valores, ni principios, ni ideales. Hay un novelista, Michel Houellebecq, un autor con talento aunque bastante sórdido y antipático, que me parece interesante porque hace una descripción nihilista de una sociedad nihilista. En su última novela, por ejemplo, el personaje principal, que es el propio autor o al menos se le parece mucho, dice (es una expresión vulgar; lo siento mucho): “A mí sólo me interesa mi polla, nada más”. Un nihilista es eso: alguien al que no le interesa nada más que su pequeña trivialidad, sea el sexo, el dinero, el lujo. Lo que nos tiene que dar más miedo es que no tengamos nada que poder oponer al fanatismo de unos y al nihilismo de los otros. Combatir a Bin Laden o al Opus Dei con las posiciones de una sociedad como la que describe Houellebecq nos lleva al desastre. Por eso he decidido luchar contra los dos adversarios: contra el fanatismo, obviamente, pero también contra el nihilismo.
–El nihilismo renuncia a los valores, pero el fanatismo intenta apropiárselos. Frente a ambos defiende usted una espiritualidad laica. ¿En qué consiste?
–En la defensa de los grandes principios que la historia ha seleccionado como valores de progreso, desde el “no matarás” del cristianismo hasta los valores de igualdad y libertad de la Ilustración. No se trata de inventar una nueva moral, sino de transmitir la moral que hemos recibido y que se ha ido elaborando a lo largo de milenios. Han sido milenios de historia acumulada en los que cada generación ha transmitido a sus hijos lo que en su opinión era lo mejor de aquello que habían recibido, y esto ha terminado por conformar una civilización.
–En una de sus conferencias hizo un símil que me gustó especialmente: “La moral es a la civilización lo que los genes a la biología”.
–Así es. Yo cuando leo los evangelios, estoy de acuerdo en lo esencial con sus postulados morales, igual que cuando leo a Platón, Aristóteles, Epicuro o a los estoicos. Lo que sería una pena es que, por el hecho de no creer en Dios, como es mi caso, prescindamos de esa herencia, porque eso conduce al nihilismo y echa leña al fuego de los fanáticos, que dirán que la única manera de escapar del nihilismo es la religión. No es necesario creer en Dios para estar ligados a unos valores morales.
–Las diferentes iglesias están muy enfrentadas, pero hay algo en lo que coinciden y se apoyan: hacer frente al laicismo. ¿El nuevo fanatismo religioso es una demostración de debilidad o de fuerza?
–Creo que ambas cosas. Primero, una demostración de debilidad, de angustia ante la idea de que algo está a punto de terminar, obviamente la influencia masiva de la religión. Pero también es una reacción de fuerza, porque está claro que nos hemos equivocado al pensar que el problema había desaparecido. En mi época universitaria se consideraba que la religión era una vieja luna que se había dejado atrás. Cuarenta años después, la vieja luna sigue ahí. Es cierto que esta forma de fanatismo se da especialmente en el mundo musulmán, pero también, aunque menos grave, en ciertas reacciones integristas de la Iglesia Católica.
–En España las sufrimos mucho últimamente. ¿No cree que con esta actitud la Iglesia corre el riesgo de resucitar el anticlericalismo?
–Sería un error basarse en esto para declararle la guerra a la religión, porque para mí el adversario no es la religión. Que la gente crea o no en Dios a mí no me molesta en absoluto; de hecho, muchos de mis amigos son cristianos. Los adversarios son el fanatismo y el nihilismo. Y es muy importante no equivocarse de adversario, porque si se lucha contra la religión en general, se está metiendo a todos los creyentes en el mismo saco que los fanáticos, que es lo que quieren estos últimos, obviamente. Yo lucho contra los fanáticos y contra el oscurantismo, pero me considero aliado de todos los espíritus libres, abiertos y tolerantes, crean o no en Dios.
–Desde el materialismo histórico inicial, ¿cómo ha evolucionado su pensamiento?
–Sigo siendo materialista, y también racionalista y humanista, si quiere calificarme con palabras terminadas en ista. ¿Qué significa ser materialista? Significa que pienso como Epicuro y como Marx también, que todo lo que existe es material, que no hay un Dios inmaterial ni un alma inmaterial, y que lo que piensa en mí es el cerebro. Pero también soy humanista, no un humanista especulativo que celebra la grandeza de la naturaleza humana, en la que no creo, sino un humanista convencido de que, dado que no existe un Dios, la humanidad es lo más preciado que tenemos y hay que preservarla a pesar de sus debilidades.
–Me sorprendió mucho la parte de su libro en la que habla del sentimiento oceánico. ¡Narra usted una experiencia trascendente que tuvo en un bosque! ¿Cómo se llega a ese estado?
–Desde que se publicó el libro he recibido muchísimas cartas y he hablado del tema con mucha gente. Hay dos categorías de personas: unas que me han dicho que se han alegrado mucho porque había descrito con palabras unas experiencias que ellos también habían vivido, pero no sabían cómo expresar, y otras que me han dicho que nunca han experimentado nada parecido. Así que saqué la conclusión de que este sentimiento oceánico es una experiencia que no es única ni excepcional, pero que tampoco es universal, porque hay millones de personas que la han experimentado y millones que no.
–¿Y qué es exactamente?
–La expresión “sentimiento oceánico”, como usted sabe, ya la utilizaba Freud, quien a su vez la tomó prestada de su amigo el escritor Romain Rolland, para describir experiencias místicas, esto es, lo que ahora los psicólogos definen como estados modificados de la conciencia. Este sentimiento oceánico se caracteriza por una sensación de misterio y de naturalidad indisociables, una sensación de plenitud, de unidad, de simplicidad, de eternidad, de serenidad. Pero esto no tiene lugar en el encuentro con un ente superior, no estoy hablando de la trascendencia. Es lo que yo denomino “mística de la inmanencia”, la sensación de ser uno con la naturaleza, uno con el todo. Romain Rolland lo denominó “sentimiento oceánico” porque somos uno con todo, como la ola o la gota de agua son uno con el océano.
–A las personas educadas en el materialismo las pone nerviosas oír hablar de espiritualidad, y más en estos términos, ¿no?
–Sí, sí que suele pasar. En mi caso, quizás he tenido la suerte de haber sido primero cristiano y luego ateo, y estoy más familiarizado. Algunos amigos míos son materialistas, por así decirlo, desde que nacieron, suelen ser hijos de comunistas. Y cuando veo a mis amigos ponerse nerviosos hablando de estas cosas, pienso que les falta algo: una dimensión poética. No hay que confundir religión con espiritualidad. Ese es un error que cometen a veces tanto los creyentes como los ateos: pensar que sólo si se profesa una religión se puede tener espiritualidad.
–Usted conoció a Louis Althu-sser, que fue una autoridad del pensamiento marxista. También lo fue Nikos Poulantzas. Algunos de los intelectuales que pertenecen a esa generación tuvieron un final trágico, como el propio Althusser. Poulantzas se arrojó desde lo alto de un edificio, y Gilles Deleuze se suicidó también. Algunos han visto en estas muertes trágicas una metáfora sobre el ocaso de un pensamiento.
–Yo no comparto esta idea, porque es cierto que Poulantzas se suicidó como usted dice, pero Gilles Deleuze se suicidó porque estaba muy, muy enfermo: le dolían mucho los pulmones y ya no podía respirar. Y cuando la vida se vuelve demasiado difícil, el suicidio puede ser una reacción saludable. El se suicidó muy viejo y muy enfermo, lo que no fue el caso de Poulantzas, que se suicidó joven y, por lo que sé, a causa de una depresión. Y también es diferente el caso de Louis Althusser, que estranguló a su mujer y tuvo un final de vida extremadamente infeliz.
–¿Cómo recuerda la figura de Althusser?
–Fui alumno y amigo suyo y sentía mucho afecto por él. Creo que su principal mérito fue intentar explorar lo que resultó ser un punto muerto, tomarse totalmente en serio la idea de que el marxismo era una ciencia y que a partir de él se podía elaborar una filosofía. Althusser lo intentó, con el talento que todos sabemos que tenía, y no lo consiguió. Resulta trágico pensar que se ha estado trabajando 50 años para llegar prácticamente a nada. En Althusser confluía además otra dimensión, que era su enfermedad. Como usted sabrá, sufría un trastorno maníaco-depresivo...
Lo que ahora se catalogaría como trastorno bipolar.
–¿Se lo trataban?
–Sí, estaba en tratamiento, pero tenía una desventaja muy grande: que no reaccionaba a las sales de litio, que era entonces el único medicamento eficaz. No sé si lo sometieron además a electrochoques, creo que sí, pero el caso es que el tratamiento no surtió efecto y no impidió que matara a su mujer en una fase maníaca aguda. Ni le impidió tampoco ser consciente de ese horror durante los diez años que sobrevivió al asesinato.
–Usted lo acompañó hasta el final...
–Sí, nos veíamos muy a menudo. Y de hecho tuvimos una relación más cercana después de que asesinara a su mujer que antes, porque antes era mi profesor, nos tuteábamos y sentía mucha admiración por él, pero había cierta distancia. Después nos acercamos mucho. Era un amigo maravilloso y el hombre más triste que jamás he conocido.
–El propio Althusser escribió después un libro con uno de los títulos también más tristes, L’avenir dure longtemps. La idea de que el futuro no se acaba nunca es terrible, ¿no cree?
–Sí, es cierto. El hecho de que se encontrara en un punto muerto filosófico no era la causa de su patología mental, está claro; no era infeliz sólo por eso. Pero creo que la sensación de haber fracasado en la filosofía debió de acrecentar mucho su sufrimiento.
–Usted se define a sí mismo como un hijo de Mayo del ’68. ¿Qué queda de todo aquello? ¿Cómo lo ve ahora?
–La verdad es que tengo una postura bastante ambivalente. Guardo un recuerdo maravilloso porque fue una gran suerte vivir aquel momento con 16 años. Me siguen fascinando esos meses de mayo y junio que vivimos, pero no tanto los 40 años que les siguieron. A mí me gustaría decir que Mayo del ’68 estuvo bien, pero que ya se ha terminado. Nicolas Sarkozy se ha propuesto erradicar, abolir, todo lo relativo a Mayo del ‘’68, pero yo digo que lo que hay que hacer es superarlo. Porque, en el fondo, fue una crisis de adolescencia de la sociedad francesa. Y podemos decir que hemos tenido suerte, porque la mayoría de estas crisis son tristes y lúgubres, mientras que la nuestra fue festiva y alegre. Pero hay que superarla, y sólo hay dos formas de hacerlo: volver a la infancia, al infantilismo, o seguir creciendo para alcanzar la madurez.
–La verdad es que no se vislumbra un pensamiento tan fuerte, capaz de despertar tantas ilusiones.
–Yo no creo que aquel pensamiento fuera tan fuerte. La paradoja es que se basaba en categorías políticas del siglo XIX, porque Marx es un escritor del XIX, y los de la generación del ’68, que eran más bien libertarios, acabaron adorando a dictadores como Lenin, Stalin, Mao. Aquel pensamiento ha fracasado porque era malo, es así de simple: Marx se equivocó, Lenin se equivocó y Stalin aún más, o al menos de una forma más criminal.
–Si estas ideologías han fracasado, ¿qué significa hoy ser de izquierdas?
–Fundamentalmente estar del lado de los más pobres y de los más débiles. Pero ¿qué hace que mejore la situación de los más pobres? ¿El Estado, como suele decir la izquierda, o la economía de mercado? Pues depende: en Francia, curiosamente, tenemos la idea de que ser de izquierdas es estar a favor del Estado, y ser de derechas, a favor del mercado. Pero, ¡ojo!, si el mercado favorece a los pobres más que el Estado, ser de izquierdas es estar a favor del mercado.
–¿Usted cómo se define?
–Como liberal de izquierdas: de izquierdas porque he llegado a la conclusión de que el objetivo de la política es ayudar a los más débiles, a los más desfavorecidos; pero liberal, porque incluso para los más pobres, la economía de mercado es más favorable. Ahora bien, no se puede contar con el mercado para que haga justicia: es el Estado el que tiene que regular el mercado para conseguir que los más pobres también tengan su oportunidad. Creo que la economía de mercado ha triunfado, pero aunque sea fantástica para crear riqueza, nunca ha sido suficiente para crear una civilización, ni siquiera para crear una sociedad que sea humanamente aceptable. Necesitamos que el Estado se ocupe de lo que no se puede vender, es decir, de lo esencial.
–En su libro La felicidad, desesperadamente defiende que para ser feliz es mejor desear únicamente lo que depende de nosotros mismos.
–Los estoicos distinguían entre lo que depende de nosotros y lo que no. Y es mejor desear aquello que depende de nosotros, porque en ese caso querer significa actuar, que desear aquello que no depende de nosotros, porque entonces hay que contentarse con esperar. Obviamente, uno encuentra más felicidad en la acción que en la esperanza, porque si deseas lo que no depende de ti, tendrás miedo de que no suceda. El camino hacia la felicidad es el camino de la acción, del amor.
–Comparto lo que dice en La vida humana cuando afirma que el amor más fuerte que hay es el amor por el hijo.
–Sí, es verdad, ese amor es el que está por encima de todos. Al menos es lo que yo he vivido. Uno puede estar enamorado, querer a sus amigos, a sus padres, pero creo que el amor más fuerte es el que sentimos por nuestros hijos, el único que es incondicional. Y desde este punto de vista, que Dios sea padre en la tradición cristiana no es una casualidad, aunque en mi opinión, si hubiera sido madre, habría sido aún mejor. Pero no hay nada como el amor por el hijo, y creo que la humanidad debe su supervivencia a cinco mil años de amor maternal.
–También ensalza el amor de la madre, aun cuando esa madre no sea, como la suya misma, perfecta; “incluso cuando sea una madre patológica”, dice en el libro. ¿A qué se refiere?
–Mi madre era depresiva y alcohólica. Sufría un tipo de histeria (bueno, yo esto no lo supe hasta mucho más tarde) que se convierte en depresión al entrar en los 40 o los 50, cuando la seducción aparece ya como algo imposible. Al volverse depresiva, como la relación con mi padre tampoco iba bien, empezó a beber. El alcoholismo es en sí mismo un síntoma neurótico, y la mezcla histeria-depresión-alcohol define un cuadro claramente patológico. Pero al mismo tiempo nos quería, al menos a mi hermano y a mí, porque mi hermana era una persona más difícil, con pasión.
–¿Podía percibir ese amor por encima de todos los problemas?
–Claro, me pasé toda la infancia temiendo morir antes que ella porque no sabía cómo podría sobrevivir sin mí. Intentó suicidarse dos veces cuando éramos pequeños, y en la tercera, cuando ya éramos mayores, lo consiguió. Nos ocupábamos mucho de ella, pero estaba enferma. Y al final se suicidó. Cuando me oyen hablar del amor maternal, la gente me dice: “Tú has debido de tener una madre maravillosa”. Yo he tenido una madre que me ha querido más que a nadie, aparte de mi hermano. Y eso es algo que pasa casi siempre: las madres quieren a sus hijos más que a cualquier otra persona. Eso es lo que más me conmueve de este amor: que es el amor más excepcional que hay, porque nadie me ha querido nunca como ella, y al mismo tiempo es el más banal, porque hay miles de millones de mujeres que quieren a sus hijos del mismo modo.
–En su libro dice que cuando tenía 20 años creía que le había pasado todo... pero lo peor aún estaba por llegar. ¿A qué se refería?
–A los 20 años yo era muy, muy desgraciado porque aprendí a amar en el marco de la infelicidad de mi madre. No soportaba que mi madre fuera infeliz, pero lo era, y por tanto, yo también, y además mis padres se llevaban horriblemente mal. Así que pensaba que lo peor ya había pasado porque creía que lo peor había sido mi infancia. Pero me equivoqué porque de mayor perdí a mi primer hijo, una niña, a las seis semanas, y eso fue mucho peor que lo que había vivido en mi infancia. Luego perdí a mi madre de aquella manera. Cuando te ocurren estas cosas, sientes una pena atroz. Quizá por la familia tan difícil en la que crecí, he sido siempre más sensible que otros a la fragilidad de la existencia. Pero en general vivo en lo que en términos filosóficos denomino “la alegre desesperanza”: una vez que hemos entendido que hay cosas que no podemos controlar y que sólo nos espera la muerte, nos damos cuenta de que lo mejor que podemos hacer es disfrutar al máximo de la vida que tenemos.
- De El País, de Madrid. Especial para Página/12.
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