DIALOGOS › GABRIELA POLIT DUEñAS ANALIZA LAS REPRESENTACIONES CULTURALES DEL NARCOTRáFICO EN LATINOAMéRICA
Entre la filosofía, la ciencia política y la literatura, a Gabriela Polit Dueñas la desvelan el poder y sus formas. Específicamente, el poder narco y las narrativas del universo violento. Aquí explica cómo se construye y lee el narcotráfico, qué se dice cuando se habla de narcos, cómo se representan culturalmente esas violencias.
› Por Soledad Vallejos
–¿Por qué ir a Sinaloa?
–Quise ver cómo funciona el campo cultural: qué significa escribir, qué significa ser artista en una ciudad donde sales y ves muertos en la calle. Me topé con una ciudad donde el nivel de violencia está tan naturalizado y es tantísimo que puede haber un patoterito en la calle, que normalmente alguno le diría “salí de acá” y nadie le dice nada. Todo el mundo les tiene temor. Imponen una forma muy violenta de actuar y la gente la tiene muy naturalizada. Chicos de la universidad me llevaron a dar un tour, me decían: “Maestra, éste es el narcotour”, como chiste pero...
–Esos chicos tal vez nacieron cuando ese mundo no existía.
–No es tan así. En México la producción de marihuana y heroína existía ya en el siglo XIX: campesinos que lo hacían como un ingreso extra, no en tanto actividad super delictiva.
–Pero el mundo narco no es lo mismo, ¿no?
–La palabra narcotráfico se acuña en el ’50 y pico. Antes de eso el que cultivaba amapola era un gomero (lo que sale de la amapola es como una goma, sale una bola y tienes que hacer determinado proceso del cual sale la morfina y si sigues un poco más sale la heroína). Hay prácticas residuales que vienen de ahí. Los chicos, mis alumnos, decían con cierta naturalidad, por ejemplo, “mi abuelo sembraba mota –que es marihuana– y fumaba”. O “en los ’70 el negocio de mis tíos anduvo mal, entonces mi tío por una época hizo una carga para despuntar el negocio”. La situación ha cambiado y ahora ya no hay cómo hacer eso. Pero empieza a haber un discurso que lo criminaliza y a partir del cual cambia. Hay hechos históricos que lo convierten en esto que vemos: primero, en los ’70, hubo una Operación Cóndor en el norte, en México, que fue lo que siguió a la matanza en Tlatelolco y estuvo a cargo del mismo grupo militar. Esa zona, por entonces, estaba muy bien organizada en sindicatos, organizaciones gremiales, había un movimiento estudiantil, entonces se reprimió ese sector y también las siembras de marihuana. Fue la primera vez que hubo una incursión del ejército con miras a acabar con las siembras. De hecho, los grupos dedicados al negocio ilícito sufrieron un bajón enorme. Pero en la década siguiente, o sea un par de años después, repunta el negocio con un mercado de cocaína que había crecido enormemente en el norte, con los colombianos que ya no podían ingresar la droga por Miami y empiezan a usar la frontera, con un know how que venía desde mucho antes. Piensa que México es un país con un estado único, en el que no se puede pensar cómo se van armando los grupos dedicados al negocio ilícito si no se contempla la estructura de poder que le va sosteniendo, no como soporte pero sí que le va marcando pautas. Quiero decir que no se puede pensar en mafias sin una relación con el poder, y que allí era centralizado. Lo que sucede ahorita en México es que ese poder único y centralizado que era el PRI, se está fragmentando, multiplicando y democratizando. En Sinaloa hay, primero, una memoria muy traumática de la Operación Cóndor, porque fue un desastre en derechos humanos, sobre todo en las zonas rurales. Y después esto hizo que se reciclara la diversificación del poder político a partir de los ’90: también sucede al interior de los grupos dedicados al negocio ilícito, porque ahora quieren cooptar la cocaína que empieza a venir de Colombia. En Colombia, en cambio, está Pablo Escobar, que buscaba el monopolio de la cocaína a nivel mundial. Los grupos dedicados al negocio ilícito resurgen mucho más armados porque saben que es mucho más difícil meter la droga pero que, por tanto, se vuelve un negocio mucho más rentable. Entonces, acotando: ésta es la situación de México, donde me concentro en Sinaloa, y me voy acotando a Culiacán, que es una ciudad de 20 mil habitantes, todavía con un referente muy rural y donde todo el mundo tiene un pariente, un amigo, el amigo de un amigo, alguien vinculado con ese mundo. Quiero decir que no es una realidad ajena.
–La presencia de lo narco atraviesa toda la experiencia cotidiana.
–Sí, la violencia está naturalizada, pero no en ver el muerto en la calle, sino en otras formas muy sutiles de violencia.
–¿Como cuáles?
–Es una ciudad donde vas al mall y dices: “¿Cómo en esta ciudad hay Versace?” Ves un parque automotor alucinante, muchachitos de 18 años manejando una Hammer con música a todo volumen, que se estacionan y corchan una calle... ¡y nadie les dice nada! En ese sentido hay un código que ellos van imponiendo. Pero hay además una industria cultural alrededor: en términos de la ropa, del diseño, del santo que adoran, que te compras el llaverito de un peso pero también en Los Angeles venden el llaverito con diamantes por 10 mil dólares. Creo que mismo el trabajo de los sociólogos, o el mío, es parte de una producción cultural que va acompañando todo esto. De manera que eso es México. Y lo que a mí me interesaba ver era cómo se hace. Es impresionante: hay un centro de cultura parcialmente financiado por el Estado de Sinaloa, y la ciudad tiene una oferta cultural alucinante. Hay conciertos, talleres, teatro, todo porque los intelectuales y los artistas estamos en Gramsci: o sea, el intelectual orgánico que quiere crear un espacio en que la cultura sea otra cosa. No en términos de clase pero sí de incorporar a los jóvenes a referentes que sean un poco distintos.
–¿Funciona? ¿Hay respuesta a esa oferta?
–Los talleres están siempre llenos y la gente trabaja a full. En Medellín, en cambio, es distinto, porque la historia de la droga en Colombia en distinta. Allí empieza a finales de los ’60, cuando los grupos de los cuerpos de paz llegaron a la zona del norte de Colombia, a La Guajira, y al parecer ellos mismos trajeron la marihuana, o había cierta marihuana local y se empieza a producir la mejor marihuana del mundo, la Santa Marta Golden. Y claro, La Guajira siempre fue un departamento con cierta cultura del contrabando, del traficar –no olvidemos que está allí la frontera con Panamá– cigarrillos, electrodomésticos... Comienza allí el tráfico con la marihuana, y enseguida empieza la cocaína. La cocaína se vuelve prohibida a partir de los ’20. Claro, había un montón de gente de Perú vinculada con esa industria y que de pronto se queda como ilegal, con lo cual muchos de ellos empiezan a traficar. Fue Chile, según cuenta Paul Gootenberg en Andean Cocaine. The making of a global drug, el puerto de salida. Pero con Pinochet se corta todo. Entonces en ese rato Colombia, que había vivido una profunda depresión económica, en realidad un país industrializado, muy rico y con una ubicación geográfica súper privilegiada... empieza a ser un lugar donde circula. Pero en Colombia históricamente no hay producción de coca, los productores son Perú y Bolivia. No había plantas de coca, que fueron muy controversiales desde la época de la colonia, porque los españoles se dieron cuenta de que era un montón de cosas: entre los aymaras, los del Alto, los quechuas, es fundamental a su estructura organizacional, a su sistema de valores, de creencias. Pero claro, como hay minas en Perú y Bolivia, los españoles no quieren eliminar la coca... En Colombia, en cambio, la producción de coca no es una cuestión ancestral, histórica: es totalmente nueva y ahora el país es uno de los principales productores.
–¿Se tomó deliberadamente la decisión de montar una industria?
–Exactamente. Entonces es interesante ver cómo el fenómeno del narcotráfico en Colombia, que es un país con una historia de violencia muy larga, pero en donde el narco irrumpe y se vuelve la explicación de todas las violencias. Recordemos que es algo armado ad hoc. Eso hace que también en su representación aparezca de esta forma. Se empieza a hablar de narco en los ’80, porque Pablo Escobar, que ya quería ser quien dominara el mercado mundial, pone a su mano derecha en un partido local para las elecciomes como suplente, y ahí la elite política empieza a reaccionar. (Al respecto hay novelas, como Delirio, de Laura Restrepo, donde algún personaje plantea que la clase alta se mantuvo en el poder pero la plata ya no venía de sus industrias o de sus tierras sino del narcotráfico. Había mucha plata. Y también una novela preciosa, Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo. Esos textos son del 2004 y 1994.) Pero entonces el ministro de Justicia de Belisario Betancur dice “mi misión como ministro es acabar con el narcotráfico y vamos a extraditarles”. Hay muchas versiones, pero se dice que se juntaron los narcos de las diferentes zonas y que fue decisión de Escobar, al parecer, matarle al ministro. Y dicen que fue el error de Pablo porque a partir de eso no había diálogo posible. Así empezó la peor época en Colombia y lo que se llamó el Cartel de Medellín. Los chicos que matan al ministro son dos muchachitos de las villas, de las comunas como se dice allá, y empieza a circular el término sicario. Entonces hay una superproducción de lo que se llamó la “sicaresca”, sobre todo en cine (por ejemplo con la película de César Gaviria, Rodrigo D. No futuro). Y hubo muchas novelas, muy malas muchas, pero no todas (La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo es de esa época).
–Pero el sicario repele tanto como fascina, tiene cierto glamour.
–Sí, porque además, en las novelas cuando aparece está sumamente erotizado. Es una ambigüedad, porque el drama de mucha literatura latinoamericana ha sido cómo representar al otro, es esta pregunta constante en Latinoamérica acerca de quiénes somos. Acá la complejidad es: ¿cómo representas a este que además es un asesino, y que es un asesino a sueldo? En mucha de la literatura que surge como crónicas, el muchacho éste aparece diciendo: “lo mío es un trabajo, cobro de acuerdo a quien tengo que matar, si es un juez tengo que cobrar mucho, ojalá no me toque una señora y un chico cualquiera”. Pero son relatos que aparecen, ¿no? Por otra parte, que sea el sicario el que se convierte en la cara del fenómeno dice mucho. Mirar desde lo cultural el tema del narcotráfico me permite, primero, comparar lo distinto que es. Porque todo el mundo dice México y Colombia son parecidos, o cosas como “ahora se vive la colombianización de México”, y creo que lo cultural justamente apunta a señalar las profundas diferencias que tiene el fenómeno en cada lugar, porque la construcción tiene que ver con personajes locales, con idiosincrasias locales, con estereotipos locales. Y ahí vas viendo cómo la historia es totalmente distinta.
–Además de las noticias aquí también llegaron productos colombianos, como la telenovela Sin tetas no hay paraíso, el libro de la amante de Pablo Escobar...
–Es que esa representación que mencionás es justamente la que más éxito comercial tiene, son como las noticias a lo Hollywood, que nos hacen pensar que el narcotráfico es una industria a súper escala... pero eso es lo que se consume masivamente en el mercado. En muchos lugares, hay prácticas locales que son viejas, residuales, y hay memorias, como esto de las zonas de contrabando histórico y que es una cultura parte de la sobrevivencia. No se trata de un acto super delictivo para ellos. Ahora, el estereotipo de esta literatura hiperrealista nunca muestra primero estos matices, y además es muy fácil clasificar al posible criminal, cuando para que exista una empresa de narcotráfico tienes que tomar en cuenta los dos lados: el poder y... dónde se lava la plata. Por otro lado, se suma que actualmente hay cierta necesidad en la gente no de consumir literatura o cine sino de consumir lo real: es como la página de sociales, un “a ver qué dice la mujer de Pablo...”.
–Son productos tan rentables que forman parte de la oferta de los grandes grupos.
–Hay una industria cultural que lucra con esto. Y también la industria académica, que vengo a ser yo, aunque no lucro. En México la industria del narcocorrido es enorme, y en Sinaloa, por ejemplo, los intelectuales locales tienen una relación muy ambigua con eso. Por un lado, hay cosas que están ahí desde siempre: los corridos y la exaltación a este varón macho que todo lo puede, que finalmente es la cultura norteña. Pero eso, que está ahí va degenerando en otras formas mucho más violentas, donde aparece este tipo diciendo que si mato es porque todo lo puedo. La industria es muy fuerte y lucra mucho. Entonces las producciones culturales propiciadas por los intelectuales, con esas salas y centros culturales, no tienen un sesgo clasista o moralista, es sencillamente una resistencia a ese impacto industrial y comercial. Lo mismo pasa en Colombia: mucha gente se queja de estas novelas, ¿pero cómo es posible que la vida de este tipo de pronto se vuelva un best seller? Genera esa cosa de fascinación con lo prohibido, con lo malo, pero están muy estereotipados los personajes. O sea, el narco no es Pablo Escobar, es un montón de otras cosas más que hay que mirar, pero nosotros en la televisión, en Sin tetas... por ejemplo, consumimos eso: el sicario aparece hipersexualizado, porque es la única manera de graficarlo. Se ha escrito mucho desde la crítica literaria sobre cómo a la hora de representar a ese otro la sexualidad te permite acercarte y a la vez determinarlo como otro. Entonces si ves lo que marcó la sicaresca (que mezcla la palabra sicario con la palabra picaresca), encuentras que aparece este personaje como híper sexualizado.
–¿Y cómo engancha eso con el discurso de la seguridad y la inseguridad urbanas?
–Es que el narco se va volviendo ese otro claramente. Más allá de la realidad de la expansión del narcotráfico y los consumos y los nuevos mercados, a nivel de la construcción simbólica el discurso del narcotráfico sirve para criminalizar todo. ¿Dónde están los narquitos? En las villas o las comunas, ahí están los sicarios. Pero lo interesante sería saber, por ejemplo, cómo este colombiano que murió en el yate llegó acá, quiénes son sus enlaces argentinos, sus contactos, qué otros muertos debe haber alrededor de ese muerto. O sea, si ese chico hubiera sido argentino, por ahí a nadie se le habría ocurrido vincularlo con el narcotráfico. Es muy fácil decir cómo el narco es eso otro que nos pasa, cuando no es así, porque tiene que haber vínculos muy fuertes con lazos locales. Pero desde los medios se puede articular esa cosa de “nos llegaron los colombianos”, “oh, qué terrible, nos llegó el narco”. Y desde esa misma lógica el narcotráfico sirve muy bien para enganchar con el tema de la seguridad: no te hace pensar en la desigualdad, por ejemplo. No estoy negando lo otro, pero lo que estoy diciendo es que resulta útil. Para pensar en la cuestión de seguridad en los países latinoamericanos hay que pensar cómo vive la gente de la villa. Y sí, de pronto se dan paco. Y sí, de pronto cuando te afanan están llenos de paco y están sacados, pero eso no es porque el narcotráfico de Colombia te invadió, sino porque tienes una historia de desigualdad. De alguna manera el narcotráfico te da una oportunidad para todos estos discursos.
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