DIALOGOS › LAS FRONTERAS, LA DISCRIMINACIóN Y EL RACISMO, SEGúN ALEJANDRO GRIMSON
En un diálogo vacilante y heteróclito, Alejandro Grimson (doctor en antropología) explica la evolución de los problemas fronterizos argentinos, útil para analizar de qué manera se fue construyendo el imaginario social nacional y para denunciar, al fin y al cabo, una peligrosa proliferación de fundamentalismos culturales a nivel mundial.
› Por Leonardo Moledo y Nicolás Olszevicki
–Comencemos hablando sobre las fronteras, que es uno de los tantos temas a los que usted se dedicó. Además sospecho que hablar de ese espacio híbrido con un antropólogo (disciplina híbrida si las hay) va a terminar induciéndonos a tener un diálogo híbrido, que suelen ser de lo más interesantes.
–Efectivamente. Bueno, mi tesis doctoral fue sobre las zonas de frontera entre Brasil y Argentina y las transformaciones que se dieron con los procesos de integración del Mercosur.
–A ver...
–Una de las cosas claras es que siempre hubo relaciones comerciales de todo tipo, sobre todo de carácter informal (porque los Estados solían desalentar el comercio conjunto). Cuando se funda el Mercosur, en el ’95, se da un proceso de formalización de esas relaciones comerciales que, de alguna manera, atenta contra las relaciones informales históricas.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: aparecen los Estados diciéndoles a las paseras paraguayas que se conviertan en exportadoras, para traer cosas de un país a otro. Lo que eran relaciones informales de muy larga data se convierten en relaciones formales. De esta manera van cambiando mucho las relaciones internacionales. Hace 50 años, los políticos locales de la zona de frontera entre Argentina y Brasil no hacían ningún convenio, ni ningún evento formal binacional, pero comían muchos asados juntos. En este momento, hacen muchísimas comisiones, instituciones y convenios, pero se conocen poquísimo entre ellos. Hoy hay mucha institucionalidad pero muy poca informalidad en las relaciones fronterizas.
–Hay una película uruguaya muy linda, El baño del Papa, que trata justamente de eso: de la vida de un pueblito fronterizo que se basa en las relaciones comerciales informales. La frontera es un lugar bien curioso, donde incluso se habla un lenguaje particular... ¿no?
–Depende dónde. Entre Argentina y Brasil hay una frontera de 1000 kilómetros, con lo cual se dan varias situaciones diferentes. Si uno va desde el norte de Monte Caseros, hay una frontera que a los militares les encantaba porque estaba llena de regimientos del Ejército (lo cual, para ellos, significaba que habían tenido éxito en la nacionalización de la gente que vivía allí). En lugares más cercanos a Misiones la situación cambia: ya no hay ciudades importantes, e incluso hay frontera seca, sin ríos, en Bernardo de Irigoyen-Dionisio Cerqueira (lo cual volvía loca a la geopolítica militar, preocupada por detener los posibles ataques del país limítrofe). Como la hipótesis de conflicto, en ese entonces, era con Brasil, era un espacio sumamente problemático.
–Y eso llevó a que el Estado argentino no desarrollara infraestructura, por el temor a que sirviera de vía de ingreso al ejército brasileño...
–Claro. En algunas áreas, de todos modos, se invertía mucho y en otras no se invertía nada. A partir del retorno de la democracia en los dos países, las cosas cambiaron. Pero el cambio de dirección no deja de ser paradójico, porque si bien ahora uno se para en Paso de los Libres y no para de ver containers que vienen hacia Buenos Aires, ese movimiento comercial sigue sin dejar nada en la zona propiamente fronteriza.
–¿Y el comercio informal no se hace más?
–Sí, claro que se hace. Mientras haya diferencia cambiaria va a haber contrabando hormiga. Salvo que, por ejemplo, esas personas que contrabandean tengan acceso a un trabajo menos riesgoso y que les asegure la subsistencia a fin de mes. El asunto es que, en general, no tienen esa opción. Argentina es un país muy paranoico con las fronteras, y me parece que eso tiene que ver con tener un territorio tan amplio y una población tan pequeña. A tal punto que podemos parar a todos los argentinos con un arma en los miles y miles de kilómetros de frontera y, aun así, no estaría controlada. El tráfico hormiga no es algo elegido por las personas, son más bien llevadas a hacerlo, no les queda otra. Yo he visto, en los ’90, licenciados en comercio exterior haciendo menudeo en Paso de los Libres.
–Lo cual permite una vida muy limitada.
–Sí, y además, muy inestable.
–¿Y en las otras fronteras qué pasa?
–La frontera con Paraguay es una frontera con un grado de desigualdad descomunal: la idea del no man’s land, de que está todo permitido, de que es un caos, se mantiene. Y hay una gran paradoja: los fronterizos argentinos hablan de que quieren integrarse, pero no justamente con los que tienen enfrente (es decir, con los paraguayos). Hay una visión muy degradada de los paraguayos por parte de amplios sectores de la población.
–¿Y la frontera con Bolivia?
–Bueno, en un sentido es similar a la de Paraguay, pero aún con más prejuicios. Yo me dediqué a estudiar la situación boliviana en Buenos Aires y la conclusión es que los bolivianos son vistos por las clases medias y altas como los de menor escala en la jerarquía interétnica. Están por debajo de los paraguayos, y esa percepción social se traslada a la zona de La Quiaca. Además, hay que tener en cuenta que Bolivia es uno de los Estados más fracasados del siglo XX. El intento más democrático que tuvieron, a mitad de siglo, fracasó rotundamente. La Argentina, por su parte, se organizó sobre la base de la exclusión.
–¿La exclusión de quiénes?
–De sectores importantísimos de la población: los negros e indios, que son ignorados por el discurso hegemónico. Lo cual es curioso, porque acá, proporcionalmente, hay más personas que se consideran indígenas que en Brasil. El asunto es que en Argentina, en la construcción de la identidad nacional, nos hicimos famosos por una frase: “Los mexicanos (o los peruanos, o los bolivianos) descienden de los indios y los argentinos descienden de los barcos”. Tanto México como Perú tienen el imaginario nacional creado sobre la base del mestizaje. En Brasil, la idea del mulato (la mezcla entre afro y europeo) es una idea central. En Estados Unidos, que no tiene esa noción, el mulato se transforma automáticamente en negro.
–Ultimamente hay otros grupos que empiezan a ser discriminados, además de los bolivianos, que son los chinos y los coreanos. ¿Qué pasa con ellos?
–Bueno, hay estudios que muestran que ha habido mucha incomprensión de sus mundos, de sus culturas, de sus lógicas de acción, y eso significó la construcción de un estereotipo (donde ya la distinción entre chinos y coreanos es un grado de sofisticación). De todos modos, el boliviano sigue siendo el más degradado: mientras que los sectores medios altos no tienen ningún inconveniente en visitar el barrio chino y comprar el pescado en los supermercados, jamás irían a la fiesta boliviana de Nuestra Señora de Copacabana, que es un evento cultural increíble, en el barrio que rodea a la cancha de San Lorenzo. El problema es que siempre que las diferencias interculturales se vuelvan estereotipos, eso puede convertirse en una herramienta de exclusión y de violencia.
–¿Y cuánta inmigración puede resistir un Estado?
–Doy algunos ejemplos: Buenos Aires, 1914. 80 por ciento de los trabajadores eran extranjeros. Claro, era una situación de expansión comercial, pero eso no minimiza la explosión demográfica. Lo mismo ocurre hoy en día, a escala más reducida, cuando se descubre un nuevo pozo de petróleo o una ciudad pequeña se convierte en turística y su población se multiplica. El asunto es que todos estos procesos, muchas veces, se dan sin planificación.
–...
–Ahora bien: imaginemos que en la Argentina no hubiera habido nunca migración boliviana. ¿Podemos pensar el país sin la inmigración? Sin los bolivianos, por ejemplo, que beneficiaron a diversos sectores sociales al incrementar la producción de frutas y verduras y bajar el precio. Lo que es seguro es que nuestro país tendría menos fruta y menos verdura, y más caras. ¿Qué pasaría mañana si se nos fueran todos los inmigrantes? ¿O si se fueran todos los inmigrantes de Estados Unidos? Sin lugar a dudas, la pérdida de esa mano de obra sería letal, irremplazable.
–Y en los otros países, donde el imaginario ha sido construido sobre la mezcla y no sobre la exclusión, ¿no hay prejuicios étnicos?
–Por supuesto que los hay. Hay una forma de racismo en Brasil que tiene sus especificidades. Brasil es un país en donde nadie es igual al otro, todos están o arriba o abajo del otro. Pero, de alguna manera, todos se consideran partes de un todo.
–¿Y Argentina cómo es?
–Es un país que tiene un imaginario igualitarista (y ahí está el tema de que la educación sea pública y gratuita incluso a nivel universitario, por ejemplo) pero que termina siendo un igualitarismo solamente entre aquellos que son argentinos. Y dado que los argentinos, de acuerdo al imaginario, descendieron de los barcos, aquellos que no descendieron de los barcos no tienen los mismos derechos.
–Eso en el imaginario.
–Lo que me gustaría dejar claro es que el imaginario no es el reflejo de lo que en verdad pasa. Ese es el problema de los imaginarios: no tienen por qué rendirle cuentas a la realidad demográfica, política o económica. El imaginario es muy independiente de la realidad: el hecho de que no se diga que hay indios no significa, ni mucho menos, que no haya indios.
–Y la discriminación, está claro, sigue hasta el día de hoy.
–Sí, por más que se la quiere ocultar. Por ejemplo: cuando se construyó el famoso muro de San Isidro, todos los políticos salieron públicamente a repudiarlo. Pero sin embargo, en las encuestas realizadas por Internet (que constituyen un fiel reflejo del pensamiento de las clases medias y altas), un porcentaje elevado de la población decía estar de acuerdo. Pareciera ser que es una manera de ver las cosas que sobrevive, aunque ha perdido el carácter público: ya no se puede defender un racismo públicamente, aunque el racismo siga funcionando. Eso quiere decir que la Argentina, en lugar de ser un todo donde sus partes están ordenadas jerárquicamente (como ocurre en Brasil), es un todo en el que cada parte se confunde a sí misma con el todo. Y las partes piensan que la única manera de que el todo pueda desarrollarse es eliminando a las otras partes.
–¿Y cuáles son esas partes?
–Si uno lo mira en términos de largo plazo: Capital-interior. Esa dicotomía no sólo define la disputa entre unitarios y federales sino que también estuvo vinculada al peronismo-antiperonismo (que mucho tuvo que ver con el proceso de migraciones internas). Y lo que es muy curioso es que un cuarto de los argentinos no vive ni en la Capital ni en el interior sino en la provincia de Buenos Aires, que no es ninguna de las dos cosas. Lo que importa es que aquí, generalmente, la manera en que los actores sociales, políticos y culturales enuncian y plantean sus propuestas tiende a estar sustentada por la idea de que su éxito necesariamente está vinculado a la eliminación de otro. La idea de amigo-enemigo está mucho más vigente en Argentina que en otros países.
–¿Y además del par Capital-interior, qué otros ejemplos hay?
–Hay muchos ejemplos. La manera en que los descendientes de los barcos observan los conflictos indígenas dista mucho de ser moderada. Lo que sí hay que destacar es que en nuestro país, con una historia de profunda discriminación, hoy haya mediaciones institucionales que controlen las expresiones racistas (como, por ejemplo, el Inadi). Hay otra cosa que es curiosa: de alguna manera, nosotros no sólo nos hemos convencido a nosotros mismos de que somos homogéneos sino que también hemos convencido al mundo.
–Mmmm.... ¿realmente?
–Recuerdo el caso de una salteña con rasgos indígenas que no pudo entrar a México, porque la acusaban de tener un pasaporte falso (dado que, según decían, en la Argentina no hay indios). Eso influyó mucho en el desarrollo de la disciplina de la que yo me ocupo, la antropología social: dado que se pensaba que la antropología sólo se ocupaba de estudiar a los indios no tenía sentido ser antropólogo y argentino, porque no había indios a los que estudiar. Por eso tuvo un desarrollo tan retrasado.
–Y entre los que bajaron de los barcos, ¿hay discriminación? ¿Por ejemplo, qué pasa con el antisemitismo?
–Habría que decir varias cosas. Primero: hay antisemitismo. Segundo: mucha gente con una opinión progresista, en el conflicto de Israel y Palestina se inclina mucho más por los palestinos que por los israelíes, porque son los oprimidos. Tercero: criticar al Estado de Israel es considerado un acto antisemita cuando, en realidad, no lo es.
–Bueno, pero muchas veces las críticas encubren al antisemitismo.
–El problema más grande que hay es justamente ese: algunas de las críticas al Estado de Israel son antisemitismo encubierto y otras no, y eso hace muy difícil la discusión. Además, al interior de la misma comunidad judía hay discriminación.
–Lo que pasa es que muchos de los que critican al Estado de Israel terminan por creer que actores claramente reaccionarios como Hamas o Ahmadinejad son progresistas. Se toman como movimientos de liberación a movimientos cuasi o del todo fascistas.
–Lo que uno encuentra a nivel mundial hoy en día es una proliferación de fundamentalismos culturales. Si uno lee a los ideólogos de la era Bush, se ve muy claramente el pensamiento. Samuel Huntington, por ejemplo, dice lo siguiente: todos los imperios han tenido su esplendor y su caída...
–...simple registro histórico...
–... y Estados Unidos no es ajeno a eso. Lo único que podemos hacer es postergar lo máximo posible el ocaso y, para ello, tenemos que crearnos un enemigo que sea absolutamente opuesto a nosotros en términos religiosos y culturales. Eso está escrito, y es lo que hizo Bush. Yo lo que encuentro, en los ocho años de Bush, es que fue un período de incremento de los fundamentalismos al interior de Estados Unidos que ayudó a que crecieran otros fundamentalismos en distintas partes del mundo. Eso implica comprender la dinámica global de la cultura política, pero no justificar nada: no es necesario tomar partido por Bin Laden o por Bush, por Hamas o por Israel. Lo que hay que pensar es que existe otra manera de hacer política, de actuar frente a la alteridad. El problema de los grupos políticos de los que hablábamos es que tienden siempre a tomar partido por uno de los dos bandos. Yo lo que planteo es que lo que hay que cambiar, en todo caso, es la lógica política fundamentalista.
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