Lun 21.09.2009

DIALOGOS  › LA ESPECIALISTA IRMA ROJAS EXPLICA CóMO SE LOGRó ELIMINAR LOS MANICOMIOS EN CHILE

“No hablamos de cierre, sino de transformación”

Chile es un ejemplo de avanzada en materia de hospitales psiquiátricos. Bajó a la décima parte la cantidad de internados y terminó con los casos crónicos. Lo hizo sin abandonar a ninguna de estas personas. Irma Rojas es, desde la Unidad de Salud Mental del Ministerio de Salud de Chile, una de las principales protagonistas de esa estrategia. Aquí, explica cómo pudo ser posible.

› Por Pedro Lipcovich

–¿Cómo pudo Chile reformular la atención en salud mental de acuerdo con criterios que son tan resistidos en otros países de la región?

–En Chile hay una tradición en salud mental que fue fundada por Juan Marconi, médico psiquiatra y profesor universitario que, desde la década de 1960, promovió el paradigma del trabajo comunitario: la comunidad pasa a ser el actor fundamental en la salud mental. Su práctica se desarrolló especialmente en el abordaje del alcoholismo, donde todavía hoy se lo toma como modelo en el mundo. En el esquema de Marconi, quienes inciden directamente sobre los alcohólicos eran los familiares, los amigos, los vecinos, a su vez asesorados por el personal de salud. La terapia es ejercida por la comunidad toda. Su teoría vale para el abordaje de la enfermedad mental en general, y Marconi formó muchos psiquiatras, que iban a trabajar en distintos lugares del país con este modelo.

–¿Cómo siguió la historia, en años más recientes?

–El criterio comunitario se profundizó con el avance de la Unidad Popular y, en 1970, la elección de Salvador Allende como presidente de la República y la apertura a los movimientos sociales. Claro que, luego del golpe militar de 1973, se retrocedió mucho: hubo una verdadera ruptura en el tejido social, una pérdida de empoderamiento de la sociedad civil, que perdió capacidad para defender sus propios modos de vida y de resolución de conflictos, y esto incidió también en las modalidades de intervención sobre la enfermedad mental: se volvió a los manicomios. Fue el período en que más pacientes ingresaron a los hospitales psiquiátricos chilenos, que son cuatro: tenían capacidad para alojar a 1200 personas y en ese período llegó a haber 4000 internados, en condiciones míseras.

–¿Esto cambió con el regreso de la democracia?

–Cuando volvió la democracia, a principios de los ’90, el Ministerio de Salud nombró un equipo de profesionales que habían sido alumnos de Marconi y habían trabajado con su modelo: Alfredo Pemjean y su equipo desarrollaron un plan y una política de salud mental. Se planteó la reforma de los hospitales psiquiátricos siguiendo la línea de la Declaración de Caracas (emitida en 1990 por la Conferencia sobre la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América latina, con auspicio de la OMS). Afortunadamente –sonríe Irma Rojas–, Chile es un país tan pobre que no tiene más que cuatro hospitales psiquiátricos: eso facilitó las cosas.

–¿Cuántos internados quedan hoy en los hospitales psiquiátricos?

–Quedan 400. Son pacientes de los llamados crónicos o de larga estancia. Una de las políticas ministeriales fue eliminar el ingreso de pacientes llamados “de larga estancia”: ningún paciente ingresa a un hospital psiquiátrico por más de 180 días; pueden prorrogarse por otros 180 días pero sólo si lo autoriza una comisión especial de protección a los pacientes. Entonces, no se crean más crónicos.

–¿En cuanto a los que ya estaban cronificados?

–Se empezó por hacer un diagnóstico de todos los pacientes de larga estancia, que tenían 30 o 40 años de permanencia en el hospital: en el 90 por ciento, la patología psíquica por la que habían ingresado estaba resuelta, compensada; permanecían en el hospital porque carecían de las condiciones sociales para salir. No tenían familia, o la familia los desconocía; no tenían ingresos suficientes, estaban en la indigencia; y, tras tanto tiempo de permanencia en el hospicio, no tenían profesión, capacitación, ninguna posibilidad de subsistencia fuera del hospital. A eso se agregaba la institucionalización misma, el efecto discapacitante de haber estado encerrados tanto tiempo; eso era lo más grave.

–¿Qué se hizo ante esa situación tan difícil?

–Se desarrolló un proceso de preparación de los pacientes que estaban en mejores condiciones, con una edad promedio no mayor de 60 años. Se empezó por tratar de encontrar a las familias y trabajar con ellas para ver si era posible que los reacogieran. Para quienes esto no fue posible, se crearon hogares protegidos: el sistema de salud alquila casas donde estos usuarios viven como cualquier vecino. No hay custodios. Se cuenta, sí, con operadores que los cuidan en sus necesidades de apoyo: hay quienes necesitan apoyo para comprar, porque tienen dificultades para manejar dinero; otros necesitan ser acompañados a los controles médicos, o ayuda para vestirse en la mañana, porque eso es lo que les cuesta; es muy variable.

–¿Viven varios usuarios en cada casa?

–Hasta ocho usuarios: es el límite impuesto por la norma técnica que hemos generado. La modalidad de cuidado varía según cada hogar. En algunos, hay operadores las 24 horas del día; en otros, sólo durante el día; en otros, sólo de noche, porque la mayoría de los usuarios salen de día a trabajar y entonces el apoyo es importante al anochecer, cuando vuelven del trabajo, y en la mañana antes de que salgan. En otros lugares el apoyo sólo es necesario una vez a la semana o algunos días de la semana.

–¿Cómo se contratan estos operadores?

–En la mayoría de los casos son provistos por las mismas agrupaciones de familiares y usuarios. El sistema de salud hace convenios con estas agrupaciones y les entrega dinero destinado a los hogares: la agrupación contrata a los operadores, y se encarga también de administrar el dinero para las provisiones y el transporte de los usuarios. La atención psiquiátrica sigue estando a cargo del equipo de cabecera en los centros de salud mental y psiquiatría comunitaria: van a sus controles y allí reciben fármacos y terapia.

–¿Cómo funcionan estos centros de salud mental?

–En la comunidad. Tratamos de que exista uno en cada comuna de por lo menos 40.000 habitantes, pero todavía no tenemos suficientes, en especial en las regiones del país más alejadas de la capital.

–¿La población consulta espontáneamente en estos centros?

–No. La población está en relación con el centro de atención primaria de su barrio o localidad. En todos estos centros hay psicólogos, asistentes sociales, enfermeras especializadas. Entonces, supongamos, un paciente con esquizofrenia vive en su casa y va a controlarse habitualmente a su centro de atención primaria; si se descompensa, va al centro de salud mental. Cuando se ha compensado nuevamente, vuelve a ser atendido por el equipo de atención primaria.

–¿De qué otro modo se relacionan los centros de salud mental con las salitas barriales de medicina general?

–Una función muy importante de los centros de salud mental y psiquiatría comunitaria es asesorar a los centros de atención primaria en el manejo de pacientes de baja y mediana complejidad: depresión, trastornos ansiosos, esquizofrénicos compensados. Cada centro de salud mental se vincula así con varios centros de atención primaria.

–Las salas de atención primaria tienen un rol muy importante en la salud mental chilena...

–Uno de los ejes de la reforma psiquiátrica chilena fue la incorporación de la salud mental a la atención primaria en salud. Chile tiene un sistema de atención primaria bastante fuerte, geográficamente extendido. La dictadura militar dispuso, por decreto, retirar estos centros de salud del sistema sanitario federal y pasarlos a los municipios. De todos modos, se ha logrado una firme supervisión por parte de las autoridades sanitarias regionales y nacionales, que se instrumenta mediante normativas que condicionan la entrega de fondos.

–En cuanto a los centros comunitarios especializados en salud mental, ¿qué función tienen?

–Una de sus tareas es asesorar al centro de atención primaria en el manejo de pacientes de baja y mediana complejidad: depresión, trastornos ansiosos, incluso esquizofrénicos compensados son devueltos a su equipo de atención primaria y controlados allí. Pero, cuando un paciente se descompensa, se lo deriva al centro de salud mental. También contamos con los hospitales diurnos, donde la gente está ocho o nueve horas por día y vuelve a su casa.

–La reforma psiquiátrica chilena también favoreció la participación de los pacientes o usuarios...

–Uno de los ejes principales ha sido incluir a las agrupaciones de familiares y usuarios en la elaboración y la ejecución de planes: así se ha logrado un fuerte desarrollo de estos grupos.

–¿Qué otro eje destacaría?

–El hecho de haber establecido prioridades. Estas son: el tratamiento de las psicosis, en especial la esquizofrenia; los problemas de consumo de alcohol y drogas; los trastornos de atención en niños; la violencia familiar, el maltrato infantil y el abuso sexual; el maltrato a las personas de edad y a personas con discapacidad; también se ha incorporado un capítulo sobre la violencia política y reparación a las víctimas de la dictadura.

–Volviendo a la desinstitucionalización: usted habló de ese 90 por ciento de internos que sólo estaban por carecer de condiciones sociales para salir: ¿y el restante diez por ciento?

–Algunos son personas de edad avanzada, con patologías psíquicas complejas y con problemas de salud física que no harían conveniente pasarlos a hogares protegidos: para ellos se crearon las “residencias protegidas”: a diferencia de los hogares protegidos, en éstas hay personal de salud permanente, especialmente enfermería.

–¿Dónde funcionan?

–La estructura física del hospital psiquiátrico se modificó para transformarlo en pequeñas “unidades de mediano plazo”, que son casitas o departamentos donde viven tres o cuatro personas. A estos pacientes nunca se les había hecho un buen diagnóstico, estaban perdidos en la masa que habitaba el hospital. Se les hizo un diagnóstico general, incluso endocrinológico: en muchos casos su patología psíquica obedecía a una problemática metabólica no detectada a tiempo.

–¿Hay otros pacientes que no pudieron ser externados?

–Un siete por ciento no son en realidad pacientes psiquiátricos, nunca lo fueron; son personas con retraso mental profundo, muchos de ellos con descontrol grave de impulsos. Llegaron a los hospitales psiquiátricos cuando eran chicos, fue la manera que tuvo la sociedad para esconder al deficiente mental. Ya no podrían integrarse en la comunidad, después de tantos años de internación en muy malas condiciones; si alguna vez tuvieron alguna capacidad, se perdió por el encierro. Sólo queda cuidarlos para que coman, se vistan, ofrecerles cariño y contacto físico. Unos 120 de los 400 crónicos que quedan son pacientes con estas características.

–No hay nuevos pacientes crónicos...

–No se admiten más pacientes crónicos; se ha eliminado el ingreso de pacientes de larga estancia. Las unidades de mediano plazo reciben pacientes muy complejos, que se descompensan fácilmente y es común que salgan y vuelvan a entrar.

–¿La reforma encontró resistencia en los profesionales y el personal de los hospitales psiquiátricos?

–Las mayores resistencias al cambio las encontramos en un hospital, el Horwitz, que siempre había sido el principal centro de formación en la especialidad. Allí los psiquiatras fueron muy lentos para entender el sentido de la reforma; ellos no confían en la capacidad de la red externa para contener a los pacientes; creen que ellos han logrado mucho con esos pacientes tan graves y que, si los dejan salir a la comunidad, todos esos logros desaparecerán; la mayoría de estos psiquiatras siguen creyendo que donde mejor están los pacientes es dentro del hospital, tratados por psiquiatras. A pesar de todo, ese hospital ya redujo a un tercio sus camas de crónicos.

–¿Qué otro factor contribuyó a la reforma?

–Generamos una política de incorporar la atención de la salud mental en los hospitales generales poniendo camas psiquiátricas a corto plazo sumadas a la atención ambulatoria. Esto ayudó mucho para que no fuera necesaria la derivación a los grandes hospitales psiquiátricos.

–En la Argentina, la incorporación de camas psiquiátricas en hospitales ha sido resistida por los médicos generalistas.

–En Chile no ha sido así, al contrario. Cuando uno habla con el director de un hospital general, dice que está de acuerdo con incorporar camas psiquiátricas, es más, le parece importante: pero necesita que le garanticen los recursos para que funcionen. Algo parecido sucedió en las salas de atención primaria con la incorporación de psicólogos: nadie decía que no, pero querían que se les garantizara poder pagarles el salario.

–¿Está previsto el cierre de alguno de esos cuatro hospitales psiquiátricos?

–Por una cuestión estratégica, nosotros nunca hablamos de cierre, sino de transformación del hospital psiquiátrico. Estos procesos no están libres de dificultades y conflictos: hubo resistencias entre los familiares de esos pacientes, que temían verse obligados a hacerse cargo. Y hubo resistencia del personal de los hospitales psiquiátricos, por temor a perder el trabajo.

–¿Hubo cambios de funciones y traslados de personal?

–Especialmente cambios de función, sí. Y hubo traslados, que en primera instancia fueron voluntarios. Por ejemplo en el hospital psiquiátrico El Peral, en Santiago: cuando abrimos camas psiquiátricas en el hospital general de la zona, algunos de los psiquiatras, psicólogos, enfermeras y auxiliares fueron a trabajar allí. Más adelante fue necesario reasignar funciones en el interior del hospital, al crearse nuevas unidades.

–A lo largo de estos veinte años hubo distintos gobiernos, pero la política en salud mental se mantuvo: ¿cómo se logró esto?

–Por la fuerza de contar un plan nacional de salud mental y psiquiatría. Desde 1990 funcionó un plan, que se reformuló en 2000; ahora estamos ya revisándolo para diseñar un plan desde 2010 hasta 2020. Cuando entra un nuevo gobierno, ya encuentra el plan: nos preocupamos por hacer que lo conozca y mostrar cuánto hemos avanzado. La existencia del plan tranquiliza a la autoridad nueva: es como un bus que ya va circulando por su carril, no requiere muchas cosas. Y nos ayuda el hecho de que nuestro proceso tiene muy buen reconocimiento internacional, especialmente de la Organización Panamericana de la Salud. Entonces, los gobiernos de turno ven que vamos por un buen camino.

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