DIALOGOS › EL HISTORIADOR ROY HORA REPASA EL RECORRIDO DE LOS SECTORES DOMINANTES
En una charla que se desliza desde la Revolución de Mayo hasta el rechazo de la 125 (y que resulta reveladora en muchos aspectos), Página/12 realiza un recorrido histórico focalizándose en los sorprendentes itinerarios de los sectores tradicionalmente dominantes.
› Por Leonardo Moledo
–Usted se dedica hace tiempo al estudio de las clases altas en la Argentina, un tema que parece determinante para entender no sólo la dinámica social de nuestro país, sino también todo su desarrollo histórico.
–Sí, claro. Creo que las elites de la Argentina sirven como un excelente mirador para pensar cosas más amplias de la historia argentina. Dado que en algunos momentos están en posiciones verdaderamente muy importantes, uno puede sacar conclusiones interesantes sobre sus relaciones con el Estado, con las clases subalternas...
–Se podría decir que, en realidad, nunca salieron del escenario, ¿no?
–Si uno mira la historia argentina a largo plazo, hay momentos en que la importancia de las elites es mucho más considerable que en otros.
–Bueno, hagamos un recorrido histórico centrándonos en las elites.
–Vamos. En primer lugar, diría que en la primera mitad del siglo XIX, después de la crisis del imperio español, después de las guerras de la independencia, como consecuencia de la movilización popular, se produce una desorganización tal que las elites pierden el poder que habían alcanzado durante el período colonial. Se ven obligadas a replegarse respecto de sus posiciones de poder político e incluso respecto de su importancia en el plano económico. Eso se detecta muy bien en el rosismo, que tiene en su base una muy importante movilización popular. Eso cambia en la segunda mitad del siglo XIX: ahí se vuelve muy razonable, para entender qué es lo que está pasando en el país, mirar las cosas desde la perspectiva de las elites. En la primera mitad del siglo es muy razonable mirarla desde abajo.
–¿Qué es lo que está sucediendo?
–Tenemos allí un proceso de crecimiento económico muy acelerado, un proceso de consolidación del Estado igualmente importante y un incremento global de la riqueza en un marco de mayor desigualdad. En un momento en que a la Argentina le va muy bien (incluso comparándola con países a los que les va muy bien), las elites se quedan con una tajada más grande que la que habían conseguido acaparar hasta más o menos 1850.
–¿Las elites son las mismas? ¿O hay un cambio en la composición social?
–En eso hay perspectivas diferentes. Lo que hay que entender, desde mi punto de vista, es que ese mundo de las elites es un mundo complejo. Lo que tenemos en la Argentina es, cada vez más, una clase económicamente dominante que tiene una influencia cada vez más pequeña en el día a día de la vida política. Hay gente que ha llegado a la convicción de que es posible hacer negocios en el país, que hay que pensar con mentalidad de empresario para enriquecerse. La ambición de ocupar un lugar en la vida política no está necesariamente abierta a las elites. Argentina, a diferencia de Chile o Brasil, no es un país que tenga una vida política oligárquica, en la cual las familias más ricas, por serlo, detenten los lugares más importantes del gobierno. Ninguna de las familias más ricas de Argentina dio a los políticos más importantes del país en ese tiempo. Muchos de ellos, de hecho, vinieron del interior. El caso emblemático es Roca: un señor que viene de una familia de linaje pero que en realidad es muy pobre, que hace fortuna gracias a su carrera política pero que no nace rico. Los nombres con los que tradicionalmente uno identifica la clase alta argentina (Anchorena, etc.) no son actores importantes de la vida política.
–¿Roca no fundó una nueva elite con la repartija de tierras robadas a los indios?
–Lo que se denomina la “Campaña del Desierto”, el gran avance final sobre las tierras indígenas y el saqueo de esos territorios, permite que en la provincia de Buenos Aires se reconstituya la gran propiedad, que estaba perdiendo su influjo. En las décadas siguientes, cuando el ferrocarril hace posible la producción en esos lugares, efectivamente se producen fortunas de escala internacional. Pero ojo: la relación causal entre los intereses de la elite económica y la misión del Estado de ocupar ese territorio no es lineal ni es obvia. Entre los grandes propietarios de ese tiempo, por ejemplo, hay muchos que no participan de ese proyecto.
–Y los que reciben tierras, ¿no se convierten en parte de la elite económica?
–A decir verdad, los que reciben tierras terminan vendiéndolas, porque no tienen recursos para explotarlas o no saben cómo hacerlo. No debería pensarse que la incorporación de ese enorme botín territorial llevó directamente a la formación de una nueva elite constituida por aquellos que recibieron las tierras por parte del Estado. Una de las cosas que hay que tener en cuenta de ese período es que el mercado de tierras es muy dinámico. La tierra se compra y se vende mucho. La Argentina tiene grandes propietarios, pero esos grandes propietarios controlan más o menos el 25 por ciento de la tierra. El resto está dividido en propiedades más pequeñas. La sociedad es compleja, con gente muy rica arriba pero con mucha otra que participa del crecimiento, y eso le da a la Argentina una estabilidad social que en tiempos más recientes se fue erosionando. Después del ’80, además, hay mucho cambio tecnológico (alambrados, ganado refinado). Argentina se convierte en uno de los sistemas ganaderos más eficientes del mundo y en uno de los grandes exportadores de cereales. Eso requiere no solamente nuevas tierras sino cambios tecnológicos, desarrollos en el sistema de transportes. Los agricultores tienen que aprender a manejar empresas agrarias que son 10 o 50 veces más grandes que las que conocen de Europa.
–¿Y aprenden?
–Si hay un momento en que las elites cumplen un rol fundamental en la economía nacional y logran presentarse a sí mismas como actores que renuevan y modernizan la economía, ese es el período que va de 1880 a 1910. Allí surge la figura del ganadero modernizador, que copia el modelo ganadero británico a tal punto y con tal éxito que en un momento logra desplazar a los británicos del mercado de carne. Ese logro tiene que ver con que acá la tierra es muy barata, pero también tiene mucho que ver con la función empresarial. El hecho de que eso haya sucedido les dio una cierta legitimación a las clases altas, las puso en un lugar en el que no habían estado: empezaron a ser vistas como un elemento positivo y no solamente como rentistas.
–Y después empieza el siglo. Entran, entonces, actores nuevos, que horrorizan a las elites (recuerde, por ejemplo, los escritos de Cané, que culminan en su Ley de Residencia). ¿Qué hacen las elites allí?
–Yo diría dos cosas. Primero: ese lugar común de que la inmigración empieza a fines del siglo XIX es errado. En 1869, si uno mira el primer censo nacional, ya entonces la mitad de la población de Buenos Aires era extranjera. La inmigración es un fenómeno que constituyó este país. En 1880 el proceso se acelera, pero no es algo nuevo en la experiencia de las elites. Es cierto que algunos (Cané, Lugones) creyeron que la Argentina criolla estaba siendo desplazada. Pero hay que tener en cuenta que esos señores son intelectuales, no son miembros plenos de las elites económicas. Se ganan su lugar en la alta sociedad diciendo cosas, pero hay que ver qué importancia real tienen esas cosas que dicen. Es cierto que Cané tenía opiniones denigratorias hacia los inmigrantes, pero si uno mira qué piden efectivamente los empresarios, nunca va a ser que se restrinja la inmigración. La Argentina es un país que se armó con la inmigración y los empresarios saben muy bien que la inmigración trae más beneficios que problemas (sin ir más lejos, la oferta de fuerza de trabajo, escasa en este país, aumenta notablemente).
–¿Y cuándo empieza a haber problemas con la clase alta?
–En la segunda década del siglo, a partir de 1910. Hay un punto clave, 1912, cuando se da la primera huelga agraria: el Grito de Alcorta, que da nacimiento a la Federación Agraria.
–Que ellos ahora están reivindicando.
–La cuestión es que hasta aproximadamente 1910 los intereses de los grandes y los pequeños propietarios no eran exactamente iguales, pero tampoco confrontaban tan fuertemente. Una economía con mucha tierra muy barata, con fronteras en expansión, donde lo verdaderamente caro y escaso es la fuerza de trabajo, hace posible mucha compatibilidad entre dueños del suelo y dueños del trabajo. La condición para que eso funcione es, no obstante, que haya tierra abundante y barata. Cuando empieza a subir el precio de la tierra en explotación, los dueños del suelo se convierten en actores que llevan las de ganar en la negociación con el resto de los participantes del proceso productivo del agro. Sube mucho la renta, se achica el ingreso del resto, y empieza a haber conflictos. A partir de 1910 eso cambia y se empiezan a producir confrontaciones.
–¿Cómo se produce el Grito de Alcorta?
–Se produce en Santa Fe. Una cosecha muy buena de trigo –que precisamente porque es muy buena y porque Argentina tiene mucha incidencia en el mercado mundial– hace que bajen los precios internacionales y eso afecta los ingresos de los chacareros, que deciden reunirse y luchar por una baja del precio del arrendamiento, amenazando el día antes de la siembra con no sembrar nada. Lo que tenemos ahora es un conjunto de agricultores que está muy convencido de que su verdadero problema son los grandes propietarios, que en las dos o tres décadas anteriores han ganado mucho y se han convertido en una elite muy visible. Son entonces identificados como los grandes obstáculos para la modernización de la agricultura argentina. Esto ocurre desde Alcorta hasta más o menos 1940. Hay un momento clave allí que es la crisis del ’30, cuando caen mucho los precios internacionales de los granos que Argentina exporta. Los platos rotos los van a pagar, por supuesto, los que habían sido en esos años previos cada vez más débiles en términos de su capacidad de negociación. En los años treinta, por lo tanto, se termina de conformar una imagen del campo argentino como un lugar que no ofrece una posibilidad de progreso social.
–Y además por esa época está el radicalismo, que toma una postura que favorece más a los pequeños chacareros que a los grandes propietarios.
–Sí. Yrigoyen llega al poder en el ’16 sabiendo que hay conflictos en el campo. La nueva fuerza gobernante no puede permanecer indiferente frente a eso por una simple razón: para llegar al poder tiene que ganar elecciones y por lo tanto, en la medida de sus posibilidades pero sin afectar el cuadro de funcionamiento global de la economía argentina, va a favorecer a los arrendatarios. De hecho hay una ley de arrendamiento del año ’21 que es votada incluso por los conservadores. ¿Por qué ocurre esto? Simple: porque los conservadores también tienen que ganar elecciones. Y ahora hay un voto rural que, si bien no es mayoritario, cuenta. La preocupación tanto de los radicales como de los conservadores es hacer algunos cambios pequeños sin alterar el funcionamiento de la economía ni los mecanismos de funcionamiento vigentes en el campo. Eso ocurre porque los chacareros no son una fuerza política central en la vida política. Y si un actor no logra constituirse como una fuerza política de peso, no va a ser escuchado en la mesa de negociaciones.
–Estamos, entonces, en los años ’30...
–Donde hay un cataclismo importante del que Argentina sale relativamente bien parada. De repente el país se tuvo que acomodar a un escenario muy difícil. Pasaron allí dos cosas: el campo se empobrece (tanto los pobres como los ricos), pero como el poder de negociación de los ricos es más grande, el ajuste lo van a sufrir más los de abajo. Allí se termina de consagrar esa imagen que ya se estaba formando en el imaginario colectivo de los grandes propietarios como una rémora para el progreso social, que viven de la explotación de campesinos cada vez más pobres. Ya entonces hay gente que empieza a pensar que hay que generar otro tipo de economía. De ahí la industrialización. A partir de ese momento, el motor del crecimiento pasa al mercado interno.
–Después de eso, y como consecuencia de eso, irrumpe el peronismo...
–Y hay una decisión que toma Perón que es políticamente acertada, que es la de elegir como enemigo de su retórica, como polo negativo, a la oligarquía terrateniente. Por ese momento, si bien ya es mucho menos importante y rica que el empresariado industrial, tiene un lugar central en el imaginario colectivo.
–Pero, no obstante, Perón no hace nada serio en contra de esa oligarquía terrateniente.
–No comparto esa opinión. Lo que hace el gobierno de los coroneles del ’43, del que Perón es parte, es aprobar una ley de arrendamientos reduciéndolos, congelándolos e impidiendo la expulsión de los arrendatarios. Esa ley va a durar hasta fines de la década del ’60. Lo que ocurre es que los sectores más ricos tienen tierras de las que no pueden disponer, con gente a la que no pueden sacar, y cobran cada vez menos. Es cierto que no hubo una reforma agraria a la nicaragüense, pero a lo largo de 25 años hubo una especie de reforma agraria que aniquiló las bases sobre las que se asentaba la alta burguesía agraria tradicional.
–Es lógico que toda esa alta burguesía, entonces, fuera tenazmente opositora. ¿Y qué pasa con esa elite que quedó debilitada política y económicamente?
–Bueno, desde 1910, desde que Argentina se volvió democrática, las elites fueron perdiendo peso. Los grandes dirigentes del radicalismo o del conservadurismo, salvo algún que otro figurón, deben su posición a su destreza política y no a la cantidad de hectáreas que tienen. A los miembros de las clases altas que quisieron hacer una carrera política en la era democrática les fue en general muy mal, porque la política argentina es democrática y es bastante plebeya: hay un humor antielitista en nuestra cultura que tiene rasgos positivos en general. El peronismo acentuó esto, y las clases altas tradicionales se volvieron cada vez más marginales. Quienes se quedaron en el campo, perdieron mucho peso. Los que supieron pasarse a otros sectores productivos con más capacidad de crecimiento tuvieron más éxito.
–¿Y qué pasa con el golpe militar? ¿Vuelven esos sectores?
–Suele ser percibido como una revancha de los sectores tradicionales, pero yo no diría que fue tal cosa. Sin duda las clases altas cerraron filas con ese gobierno en aspectos como la restauración del orden laboral: esa fue una demanda muy importante y en torno de esa demanda se cometieron muchas barbaridades. Sin embargo, del ’79 en adelante la Argentina mantuvo un tipo de cambio que no fue para nada favorable para los sectores rurales. Si hay un momento en el cual al campo le empieza a ir bien de nuevo es con las transformaciones de las últimas dos décadas.
–Con el uno a uno les tiene que haber ido muy mal.
–En ese contexto en particular, un tipo de cambio que no era favorable para las exportaciones significó la oportunidad para la transformación técnica de la agricultura. Los resultados de eso se expresan con mucha claridad en la última década, pero la base tecnológica se fue creando en la década previa. Ese fue un proceso, de todos modos, que no se dio sin costo social: muchas empresas agrarias pequeñas desaparecieron.
–¿Y qué pasa con la 125?
–Estamos en un escenario muy distinto. No están ya los grandes nombres de la alta burguesía tradicional. Los nombres que vienen a la mente son otros (Grobocopatel, etc.). La Argentina tiene un empresariado rural muy transformado. No hay continuidad entre las familias tradicionales y aquel empresariado que hoy tenemos ante nuestros ojos. Lo que puso de relieve la Resolución 125 es un cambio muy considerable, que ha vuelto al sector rural al lugar de actor central de la economía argentina. Eso no pasaba desde los años ‘20. En la mente de los sectores que se identifican con el sector rural está la idea de que es una fuerza de progreso, que está en condiciones de desempeñar un papel positivo en el desarrollo del país.
–¿Y es verdad?
–Bueno, tenemos un empresariado rural muy poderoso que se ha fortalecido no sólo económica sino culturalmente. Es un sector que se ve a sí mismo como un actor más importante que la industria por sustitución de importaciones. Sobre esta condición y en este escenario reaccionaron frente a una presión puntual...
–Negándose a pagar impuestos.
–Exactamente, sí. De cualquier manera, creo que hay que ponerse en la mente de los empresarios para entender ese rechazo. Ellos piensan: “Nosotros hemos hecho lo que hemos hecho sobre la base de nuestro propio esfuerzo, sin recibir del sector público apoyo”. Tienen una concepción en gran medida antiestatalista. En los últimos años esto se ha acentuado por la tensión política y los llevó a iniciar un movimiento cuyas consecuencias últimas no estaban en la cabeza de nadie.
–¿Y cómo termina esto?
–Creo que la Argentina tiene que pensar bien de qué manera puede recomponer una estrategia de desarrollo que contemple mejor la capacidad de crecimiento de su sector internacionalmente más competitivo en un momento en que se vuelven a dar condiciones muy favorables para la expansión agraria. Estoy seguro de que el sector agrario no va a resolver sólo los problemas de la Argentina, pero me parecería razonable que hubiese políticas públicas mejor pensadas para favorecer el potencial de crecimiento del sector agrario (y que parte de ese crecimiento, de paso, pueda traducirse en la creación de una economía más compleja que integre otras demandas que nunca van a ser integradas simplemente por la expansión del sector exportador). Eso supone revisar algunas convicciones respecto de la sustitución de importaciones.
–¿Por ejemplo?
–La idea de que la Argentina sola puede, cuando hay cosas que se hacen mucho mejor y mucho más barato en otros lugares. Nuestro país tiene una deuda social pavorosa. Debemos buscar una manera de compatibilizar un escenario estable que permita el crecimiento de los sectores más dinámicos con compromisos firmes y de largo plazo, que permitan que parte de la riqueza generada por el crecimiento se vuelque sobre aquellos sectores históricamente más postergados.
Informe: Nicolás Olszevicki
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