DIALOGOS › EDUARDO “TATO” PAVLOVSKY, DRAMATURGO, ACTOR Y UNO DE LOS PIONEROS DEL PSICODRAMA EN LA ARGENTINA
Dice que lo importante es hacer un acto político, aunque no se hable de política. Aquí, el reconocido intelectual repasa su vida y su relación con el teatro y el psicoanálisis. Las mujeres, su vínculo con los jóvenes ahora que está a punto de cumplir los 80, sus 50 años con grupos terapéuticos, su padre. Y la muerte.
› Por Pedro Lipcovich
Habló de las mujeres en su vida. Habló de por qué rechaza el teatro político pero dijo cómo y en qué su teatro es político. Se preguntó por qué los jóvenes lo aprecian tanto; este año cumplirá 80. Habló de su trabajo de medio siglo con grupos terapéuticos y, al hacerlo, dijo cómo aprendió a dejar hablar a los demás. Recordó a su padre. El dramaturgo y actor Eduardo “Tato” Pavlovsky contó cómo y cuándo se le hizo posible no temerle a la muerte.
–Usted fue campeón argentino de natación...
–La natación fue importante para mí. Es muy riguroso ser nadador; yo nadaba mariposa, y el entrenamiento era duro. Todos los días, un poco. Y en el entrenamiento tenía novias. Chicas preciosas, las del Club Municipalidad. Recuerdo una, era una belleza, que después se casó con otro nadador. ¡Qué bonita era! Beatriz. Esas bellezas que te quedan impregnadas en la vida, y no la he visto más, pero tuvimos como un “filito”. Espero que no le dé bronca a Federico, que es el marido de ella –ríe Pavlovsky–, porque fue un filito sin ningún contacto ni nada, pero nos gustamos. Bueno, el entrenamiento, la camaradería, y había que representar al país, que no hay cosa más linda. Era la cultura del esfuerzo, superarte a vos mismo, y me quedó mucho de esto para la medicina y el teatro. A papá le apasionaba el deporte. Había sido boxeador, en una época en que el box aficionado eran muy importante.
–Era otra clase social la que boxeaba.
–En ese momento se empezaba a mezclar la clase de los muchachos bien que hacían box con la clase social que empezaba a hacerlo. Papá no era de hablar mucho pero me dijo algunas cosas. “¿Sabés cuándo me iba yo del entrenamiento? Cuando estaba en el punto de quedarme más, cuando quería seguir. Ahí interrumpía, porque me iba con ganas.” Parece lacaniano. Yo me recibí de médico a los 22 años y ¿sabe por qué? Porque no me gustaba. En quinto año de la carrera dije: “¿Qué tengo yo que ver con esta gente?”. Y entonces le metí más. Yo estudiaba con un compañero que era muy inteligente y estudié con mucho rigor. Y esa cultura del deporte me sirvió también para el teatro. Fundé un elenco que se llamaba Yenesí: nos reuníamos para hacer teatro de vanguardia, que venía de Beckett, Ionesco, Adamov, Pinter. No eran autores argentinos. No era el costumbrismo, el realismo, el naturalismo... Bueno, la obra que estoy haciendo ahora, Asuntos pendientes, va al galope, sin ninguna idea consecutiva, y a mucha gente le gusta, pero otros se sienten mal. Pero le gusta a gente joven. Y otra cosa que me decía el viejo, volvamos a papá, él tenía un entrenador inglés que se llamaba Willy Gould, y faltaba un round y papá decía: “No doy más, Willy”. “Pero mirá cómo está el otro. Mirá al otro.” Papá miraba y veía que el otro no daba más: “Seguí, Poroto, seguí”.
–Le decían Poroto a su papá.
–Sí, el viejo, y hay una obra de teatro mía que se llama así. El era jurado de box y durante muchos años me llevaba al Luna Park. Era un lindo encuentro porque comíamos en un restaurante de enfrente, con esos bifes que hacían. Y, ahora que me escucho hablar de él: yo todas las mañanas, cuando me afeito, siento la voz de papá que me corrige: “No tenés que poner la espuma así, se hace así...”.
–Al revés de esos recuerdos, en Asuntos pendientes y otras obras suyas aparecen paternidades cuestionadas, familias que llegan al incesto...
–Sí, esas obras son muy destructivas con la familia: sadismo y sexualidad polimorfa, o entre la madre y el hijo. Yo entiendo mis obras después de que las escribí. No tengo, como tenía Bertolt Brecht, un esquema conceptual previo a escribir cada obra. Se me van configurando personajes que no logro detener. Me avasallan. Ahora puedo decir que en el primer monólogo de Asuntos pendientes hay una denuncia frente a la criminalidad de la pobreza en los chicos. Pero no sé si quise escribir eso. Y es un tema casi diría obvio, que ya no se toca o que –me parece– debería enardecernos más. Nuestra enfermedad social a veces es la indiferencia frente a esa cosa horrorosa.
–En ese monólogo hay una parte donde se cuenta que a los nenes les salen lombrices por las orejas: como un enardecimiento en el orden estético...
–Es una visualización dramática de realismo exasperado. Y en un momento digo que los chicos se nutren de la materia fecal de perro, porque tiene hierro, para la anemia... Eso es una cosa monstruosa. Pero yo he visto chicos comer del basural, hacerse un asado con pedazos de hamburguesa descartada. Esa exageración tan asquerosa que yo hago, esa exasperación, está ahí. Yo he tratado siempre de no hacer teatro político. Es cierto que me han pasado muchas cosas con la política y el teatro, pero no me parece que esa dramaturgia sea muy necesaria. Sí es necesario el compromiso ideológico. Hubo dramaturgos que, en la época de la dictadura, estrenaban en el Teatro San Martín, donde no podían estrenar autores argentinos que no pensaran de determinada manera..., pero después formaron parte de Teatro Abierto.
–Eso se refiere a una actitud ética como persona, más allá del contenido o la forma de las obras.
–Claro, claro, pero llega a ser muy difícil diferenciar entre la obra y uno mismo. El otro día, una paciente contaba que, en la cola de Asuntos pendientes, un tipo le dijo: “¿Vos lo venís a ver a Pavlovsky? Es impresionante: sé que hace un año se estaba muriendo del corazón y cómo salta, cómo se mueve”. Para mucha gente, lo que uno escribe es inseparable de uno, y ya no te podés despegar.
–¿Estuvo muy enfermo?
–Sí, tenía una valvulopatía aórtica y no me podían operar. “Sólo queda esperar”, me decían los médicos. Y en eso vino de Italia un médico que había inventado una válvula aórtica que se pone por la vena, en la pierna. Me operó y estoy muy bien. Si no, me moría. Y, qué interesante, yo le tengo terror a la muerte, a morirme, pero no creo haber sentido miedo en ese tiempo. Como si hubiera entrado en una paz extraña. Que no era resignación. Era como un descubrimiento: “Ah, la vida es así, y ahora te morís...”. La que estaba desesperada era mi mujer, pero yo no.
–Cuando era previsible que fuese a morir, entró en esa situación donde no había miedo...
–No había miedo. Yo los veía a mis hijos preocupados, a Susy loca, pero no me llegaba, y es raro, yo que soy tan hipocondríaco, cualquier grano que tengo ya estoy en el consultorio, “¿Qué cáncer tenés hoy?”, me dicen los médicos. Pero entonces no. Esto lo sentirá la gente que se va a morir, una especie de paz. Como si dijera: ¡voy a descansar por fin! Descansar de esta vida de mierda, ¿no? Y quiero a mis hijos, quiero a mi mujer, hace 30 años que vivo con ella. Pero era otra paz. Tampoco era religiosa, aunque, se me ocurre, en algún nivel debe ser religiosa. Una paz que no había sentido nunca. Yo más bien soy un tipo de acción: en la cultura, en la psicología. Anteayer me invitaron a la Facultad de Filosofía y Letras y vi que hay una juventud mucho más permeable a mi manera de sentir la vida. Porque se trata de que lo que pienses y sientas pase por tu vida. Claro, a los 80 años te preguntás: ¿qué carajo hago ahora? Por de pronto estoy en un escenario, que es lo que yo siempre quiero. Y escribo artículos: ahora me han pedido un artículo sobre el amor. Voy a escribir sobre el desasosiego que me ha producido la mujer a lo largo de mi vida. Extrañarla, desesperarme, volverme loco. Si no te volvés loco y tomás moscato, no estás enamorado. Será otra cosa lo que te pasa, yo le he dicho a un paciente: “Cuando te tomés siete moscatos y vengas borracho a sesión, entonces te voy a decir que sí, estás enamorado. Pero si te pasaste 20 años analizando el amor, eso no es amor...”. Pero no sé qué decir de la vida, no.
–Decía que encuentra jóvenes más interesados en su manera de sentir la vida...
–Sí, yo antes era un autor de élite intelectual, más bien de la izquierda de élite. Entre paréntesis: para mí la izquierda cultural es de élite: es muy difícil que acepten vanguardias estéticas que no estén involucradas en determinado mundo. Pero hoy en la juventud hay una ebullición teatral: unos chicos se reúnen, quieren hacer una obra de teatro, ensayan, la hacen; en la Argentina hay una cantidad de salas como no hay en el mundo, ni en Nueva York ni en Londres, no sé cuántas, más de cien; claro que las que las que ganan plata no son más de diez. Creo que en los jóvenes hay un momento de efervescencia, después de un tiempo de exclusión, para incluirse en lo social y descubrir su identidad. Después de un período que ha sido contado por los padres, la dictadura, asoman con nuevas escenas para autodefinirse: quién soy, qué hago yo acá, a dónde voy. Esos jóvenes toman mucho de la experiencia libertaria o anárquica, no dogmática, que uno tiene. Y se han acercado a mí.
–Ya hace unos años usted señalaba una despolitización del teatro en la Argentina: ¿eso cambió?
–En este momento yo no veo obras de teatro políticamente jugadas. Sí, es negocio comprar una obra de Tennessee Williams, buscar buenos actores, producirla y llenar la sala. Pero no es un teatro donde vos arriesgues corporalmente, donde estés haciendo algo molesto. Y para mí eso es política; no la identificación política con un sector. Hoy no hay una inclinación a que en el teatro tratemos de desnudarnos éticamente, a poner los huevos para decir algo, a que salgas de vos, de un rol bien vestido.
–La política, en arte, estaría alcanzada por ese desnudarse éticamente.
–Sí. Hacer un panfleto político no sirve para nada. Pero que lo que hagas sea un acto político, aunque no hables de política. Teatro Abierto, que habían organizado Cossa y Dragún en 1981, fue un acto político; por eso le pusieron una bomba, y no era que las obras fueran políticas; hablaban de cualquier cosa pero el acto en sí, el mensaje de la reunión, el público, miles de personas, eso produjo temor en la dictadura.
–Tato, ¿cuándo y cómo empezó a analizarse?
–Yo tenía 14 años y conocí a una chica que tenía 13: Celita. Y sentí que me volvía loco. Estaba loco, como el tipo del moscato, pero la cosa era asimétrica. Eso te vuelve loco. Yo estaba loco por ella y ella no, aunque yo le gustaba. Y un día me dijo: “Estoy enamorada de un aviador”. Ella tenía 13 y el aviador 17. Me dio el nombre y apellido. Y fue tan grande el impacto, tan grande, que entré en otra escena, de desasosiego, de muerte, de desesperación, de locura y, claro, mi mamá me vio y se empezó a preocupar. Estábamos en 1948, ¿eh? El psicoanálisis está tan difundido ahora pero en ese momento no.
–Claro.
–Y me dice: vamos a ver a tu pediatra. ¿A mi pediatra?, le dije. Mi pediatra era Arnaldo Rascovsky. El me escuchó y me dijo que hiciera psicoterapia con Matilde, que era la mujer de él. Estuve un año entero con ella, cinco veces por semana, un psicoanálisis bien a la inglesa, y me ayudó muchísimo. Ella fue un eje afectivo muy importante. Después no la vi más a Celita, yo empecé a salir con otras chicas y estaba metida con un muchacho. Hasta que un día, en el ’57, cuando me recibí de médico, un hermano mío, que ya falleció, pobre, que me quería mucho, me llama por teléfono y me dice que está con alguien que quiere hablar conmigo. Era Celita, y el tiempo corrió hacia atrás. Yo no estaba ya donde había estado. Me estaba por casar con una chica, los padres querían hacer una casa atrás de la de ellos, ya estaba todo, ella era divina físicamente, pero la escuché a Celita y le dije: “Si querés nos podemos ver un día de éstos”. “Sí, cómo no”, me dijo. Estuve doce años con ella. Tenemos tres hijos. Me acompañó en mi etapa de hacer psicoanálisis y teatro, que en ese momento era una locura: si eras psicoanalista y decías en tu análisis que hacías teatro, te veían como un perverso.
–Usted también fue paciente en grupo terapéutico. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Fue una experiencia mala, porque el terapeuta hacía psicoanálisis individual en grupo; primero uno, después otro, y así no servía. Me introdujo mejor en lo grupal una experiencia de trabajo en el Hospital de Niños. Con María Rosa Glasserman, hicimos terapia con un grupo de niños epilépticos graves. De repente un chico caía con convulsiones, otro se quedaba ausente, era un caos, pero desafiante. No comprendíamos mucho pero sabíamos que nuestra presencia era muy importante para los chicos. Nuestra presencia, no nuestra intervención. Y pasó algo que signó mi vida psicoterapéutica. Había un chico, Carlos, siempre inhibido, cohibido, en un rincón. Yo le decía: “Lo que pasa es que vos tenés miedo a perderte en el grupo, a dejar de saber quién sos...”. O bien: “Sentís muchos celos y nos mirás como pidiendo algo que sentís que no te damos...”. Pero nunca la pegué. Y eran buenas interpretaciones. Nunca la pegué, pero un día llego y veo en el grupo una cosa más organizada: estaban jugando a un incendio en un barco. Y Carlos había salido del rincón, intervenía activamente, con otros. Yo no había hecho nada. Yo miraba, y él me dice: “¿No querés hacer vos de capitán?”. “Bueno, ¿cómo hago?” “Te parás acá y...” Se organizó toda una cosa que tenía que ver con la estética y yo me di cuenta de que el grupo, al jugar, tenía una potencia creativa terapéutica. Y los chicos mejoraron mucho. Pero ¿cómo juntaba esto con la teoría? Con Jaime Rojas Bermúdez viajamos a Nueva York para entrenarnos con Jacob Moreno, el creador del psicodrama. Las ideas de Moreno son actuales, y van bien con la filosofía de Deleuze.
–Usted toma las ideas de Gilles Deleuze para su trabajo como terapeuta: ¿podría dar un ejemplo de cómo las aplica?
–Desde antes de leer a Deleuze, me llamaba la atención que, cuando yo dejaba a los grupos funcionar sin intervenir, se producían cambios. Era un devenir, un flujo que no representaba otra cosa y que, si yo intervenía, se cortaba. Yo trabajaba así. ¿A ver quién tiene otro juego?, preguntaba, y seguía, seguía. Me guiaba por el motor creativo del grupo. Después entendí que eso correspondía a conceptos de Deleuze: la no representación, el territorio, lo extraterritorial.
–¿Cómo entra el concepto de lo extraterritorial?
–Vuelvo al ejemplo de aquel grupo de chicos: al hacer el juego del incendio, el grupo se desterritorializaba; salía del territorio del marco edípico neurótico, iba hacia otros lugares. No se jugaba el Edipo común, sino que existían otros vértigos, otras cosas. Como dice Deleuze, el inconsciente es tan brutal que menos mal que apareció el psicoanálisis y Freud dijo: “Ah, no, paren, les voy a explicar: acá está el padre, ésta es la madre; el mundo que vamos a estudiar es con papá y mamá...”, y paró el flujo. Esos chicos, al jugar, interactuaban en mezclas que muchas veces no pude entender. Hoy mis grupos hacen psicodrama, yo vivo de la terapia de grupo; hace mucho que no hago psicoanálisis, ni terapia individual. Son siete grupos los que atiendo, y me divierte escuchar distintas cosas. Alguien habla, y, en lugar de interpretar lo que dice, yo pregunto: ¿cómo consuenan los demás, cómo resuena lo que dice cada uno? Recuerdo que una vez, en una calle de Madrid, apareció un tipo que me abrazó y me besaba. “¿Pero vos quién sos?” “¿No te acordás, Tato? Soy Jorge, vos me salvaste la vida.” “Disculpame, yo mucho no me acuerdo... Ah, sí, vos venías los miércoles. Pero, la verdad, nunca te oí hablar.” “No, no hablé. ¡Pero cómo escuché!” Se trata de explorar la dramática del grupo y lo que cada uno siente en la exposición a una escena de otro. Y de pronto el grupo dramatiza, juega, y yo no digo nada de esa producción: que piensen, que sientan. Yo no interpreto porque pienso que la interpretación es reductora: esto significa eso otro, y no: que cada uno se quede con las imágenes poéticas que eso pueda haberle producido. Eso es muy terapéutico.
–Usted no interviene pero, claro, sin su presencia no sería lo mismo.
–Creo que yo soy muy buen terapeuta de grupo porque tengo gran capacidad de resolver o condensar en una escena lo que al grupo le está pasando en general o lo que pasa individualmente. Y yo hago hablar mucho sobre lo que pasó. Pero, si el grupo se pone muy creativo, muy desordenado, muy deleuziano, muy caótico, no quiero fragmentar lo que pasa para interpretar: prefiero que los pacientes se lo lleven, cada uno, a ver cómo queda en la semana siguiente. Por supuesto, no todo el mundo puede hacer solamente grupo: muchos de mis pacientes han hecho años de terapia individual. Pero, en el grupo, ellos se apoyan mucho en la solidaridad, en la relación con el otro. He visto cambiar mucho a la gente sólo por agruparse.
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