DIALOGOS › EZEQUIEL ANDER-EGG, UN INTELECTUAL OBSESIONADO EN APLICAR LAS CIENCIAS SOCIALES A LA SOLUCIóN DE PROBLEMAS PRáCTICOS
Tiene seis títulos de grado, tres de posgrado y 170 libros publicados. Es militante de derechos humanos, ecologista y pacifista. Sobrevivió a varios atentados de la Triple A y la dictadura militar. Tiene seis hijos biológicos y 17 hijas adoptadas. Estudió con Claude Lévi-Strauss y reconoce a Edgar Morin como su gran maestro. Y dice que cuando más aprendió fue al convivir con indígenas.
› Por Verónica Engler
Dice que tiene una “neurosis de trabajo incurable”. Sus más de ciento setenta libros publicados, las numerosas clases y conferencias que ofrece en diferentes países en un peregrinar casi permanente, sumado a sus múltiples proyectos en curso (como los centros de Educación Popular de los que participa en México y Bolivia) dan cuenta de esa característica que lo mantiene activísimo a sus ochenta y cuatro años. Ezequiel Ander-Egg ha escrito sobre los temas más diversos de las ciencias sociales, pero fundamentalmente sobre trabajo social, animación sociocultural y educación. “Nunca pretendí escribir para un público selecto, sino para muchos, ya que mi intención es hacer comprensibles los temas y problemas de las ciencias sociales”, dice cuando desde cierto sector de la academia se lo tilda de “simple divulgador”.
Militante por los derechos humanos, por las minorías sexuales, pacifista, ecologista y feminista. Sobrevivió a varios atentados perpetrados contra él por la Triple A y por la última dictadura militar: muchos dicen que es casi un milagro que se haya salvado. Alegre, de mirada chispeante, este hombre de libros y de acción repasa en la entrevista múltiples aspectos de su vida, sus hijos, sus diecisiete hijas adoptivas, sus pareceres sobre la universidad, su juventud y su experiencia con los indígenas de América latina, con quienes, dice, aprendió más que con las lecciones de Claude Lévi-Strauss que tomó durante una de sus estadías en Francia.
–A usted se lo describe generalmente como un “hombre de acción y pensamiento”.
–Sí, pero hay dos definiciones sobre mí: esa y otra muy poética que dice “ternura en un mundo sin ternura”, por la forma de comportarme. Tengo ciento setenta libros escritos, y todo lo que hay ahí lo saco de la acción. Un día me pidieron que escribiera algo sobre el colegio secundario, y pedí permiso antes para dar clases en un colegio secundario. Pero lo que es menos conocido es mi trabajo por la paz internacional, porque yo sé, por mi trabajo en la Unesco, que todavía hay cuarenta mil bombas atómicas. En las misiones de paz a las que fui, mi corazón estaba con Gandhi, porque sé que si seguimos deteriorando el medioambiente como lo hemos hecho hasta ahora, no podremos sobrevivir más que tres generaciones en el planeta Tierra. Todo esto pasa porque la forma en que usamos la ciencia y la tecnología, por querer ser ricos destrozamos la única riqueza que hay, que es la vida. Si no aprendemos a vivir superando lo que es la sociedad de consumo, si no sabemos vivir de otra manera, nosotros mismos nos destrozamos. La Santa Trinidad del hombre contemporáneo está conformada por el dinero, el consumo y el status. Lo que hace funcionar esto es la publicidad y la propaganda, la publicidad vende productos y la propaganda vende valores.
–¿Como sobrevivió al fusilamiento perpetrado contra usted por la Triple A?
–Estuve treinta y un días tirado a ocho kilómetros de Mendoza, no me podía mover. Me atendía una campesina que no sabía mi nombre. Lo único que quería era vivir embarrado para que no avanzara la gangrena. Todos los médicos que me atendieron por primera vez dijeron que había una posibilidad en mil de salvarme, por las heridas recibidas, y esa posibilidad se dio. (Benjamín) Menéndez hizo público que yo era montonero, pero yo no era montonero, hablaba con los montoneros, hablaba con todos. Y él me mandó a matar. Pero la tragedia es mucho más grande, porque yo sabía que me querían matar, pero cómo iba a abandonar a los jóvenes. Entonces saqué todo el dinero para hacer viajar a mi familia al exilio. Fueron a buscarme y, como no me encontraron, encañonaron a mi familia y se robaron todo el dinero. La que era mi esposa los denunció y a los tres días dinamitaron la casa con ella y un hijo mío. Por suerte se salvaron, pero fue una tragedia tras otra. Al día siguiente de mi fusilamiento quisieron secuestrar a un hijo mío y él pudo cambiar el itinerario y se salvó, pero nunca más volvió a la Argentina. Mi madre sufría mucho por toda esta situación. Ella quería que yo abandonara la lucha, pero entonces yo le dije: “Mientras haya en el mundo una sola mujer campesina explotada no dejaré la lucha”.
–Antes de irse al exilio, a usted lo criticaban en la Universidad de Cuyo, de la que era docente, por leer a Arturo Jauretche, ¿verdad?
–Sí, es que acá los académicos leían a los europeos. (Andrés) Delich, que fue ministro de Educación, ha hecho unas críticas tremendas a Jauretche y yo, en cambio, defendía sus aportes. El vendía libros porque no escribía como un sociólogo. ¿Qué es tener nivel sociológico?, ¿decir con palabras ininteligibles lo que todo el mundo sabe por sentido común?, ¿hacer investigaciones y escribir papers que sólo sirven para incrementar el curriculum vitae de quien los escribe? Después de que me expulsaron de la universidad, por socialista, me quisieron reintegrar pero no quise. ¿Para qué? La universidad está llena de papagayos culturales, dan textos sin contexto. La última vez que tuve reunión de Consejo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, cada profesor decía a principio de año qué texto iba a trabajar. Para mí decir qué texto se va a trabajar no es manera de pensar, yo lo que planteo es qué problemas que afectan a nuestro pueblo vamos a estudiar. Estoy decepcionado de la universidad latinoamericana, porque no está relacionada con los problemas concretos.
–¿Cómo es su itinerario antes del exilio? ¿De Bernardo Larroude, en La Pampa, donde nació, se fue a estudiar a Mendoza?
–No, estuve por todas partes. Estuve en Córdoba haciendo el bachillerato aeronáutico creado por Perón. Fui uno de los trescientos veinte jóvenes de todo el país elegidos por Perón para este proyecto que fue importantísimo, la carrera de aeronáutica. Yo hice eso porque quería salir de pobre. Terminada la (segunda) Guerra Mundial, diferentes países se llevaron alemanes altamente capacitados: en primer lugar Estados Unidos, la URSS, Inglaterra, Francia, y Perón trajo a especialistas en aeronáutica. Perón ahí tuvo mucha lucidez. A fines de 1946 hizo la convocatoria de jóvenes para que hicieran una formación en aeronáutica, de tipo técnico. La carrera de cinco años se haría en dos años y medio: eran cinco meses y medio de clases y quince días de vacaciones. Esta gran idea de Perón, después de que él desapareció de la vida política, se frustró. Cuando vuelo en aviones fabricados en Brasil recuerdo este “fracaso” argentino causado por la falta de visión de dirigentes políticos que nunca entendieron lo que Perón quiso hacer.
–¿Y usted entró en la Aeronáutica?
–Un tiempo, pero me terminé retirando porque no era militarista. Pero después ocurrió que cuando elegí Mendoza porque quería estudiar filosofía tuve el problema de que la carrera de aeronáutica era un secreto de Estado, y no podía entrar a la universidad. Entonces me puse desesperado a hacer el bachillerato y, finalmente, en septiembre de 1953 dijeron que no era secreto de Estado, y pude entrar a la universidad. El 30 de septiembre de 1953 comencé la carrera y el 31 de agosto de 1955, en un año y once meses, yo me había graduado en Ciencias Políticas y Sociales. Luego me fui a España con una beca, me doctoré en Ciencias Políticas y Económicas. Volví y fui profesor en la facultad, mis alumnos de quinto año habían sido mis compañeros de primer año. Al mismo tiempo tenía un cargo en el gobierno de La Pampa, que era algo así como ministro de Asuntos técnicos.
–Y luego se volvió a ir a Europa para seguir estudiando, ¿verdad?
–Sí, a Francia, en la década del sesenta. Hasta ese entonces había trabajado sólo como economista. En Francia me gradué en Planificación Económica y Social, y pensaba irme a Vietnam a trabajar con el padre (Louis) Lebret, con el equipo de Economía y Humanismo. Pero (Alfredo) Calcagno, que era el embajador ante la Unesco, me dijo que volviera para trabajar con el presidente (Arturo) Frondizi, que para mí era un estadista, lo respeto mucho. Volví y me nombraron director de Desarrollo de la Comunidad, y en dos años construí tres mil doscientas viviendas para los sectores más pobres de Argentina.
–Usted ha tenido cinco hijos y una hija biológicos, pero luego adoptó diecisiete hijas. ¿Cómo tomó la decisión de hacerse cargo de esa prole numerosa?
–Las adopté en un momento para no volverme loco, fue cuando murió mi hija Graciela. Pero no las adopté de bebés, no tuve que cambiar pañales (se ríe), como a los dieciocho años. Tampoco vivían todo el tiempo conmigo. Me hice cargo de que pudieran formarse, ir a la universidad, hacer sus posgrados en el exterior, porque todas ellas son de ascendencia indígena, de países latinoamericanos. Generalmente pasaban seis meses aquí para aprender artesanía intelectual, para iniciarse en las cosas de la investigación. Este año las diecisiete tendrán su título universitario. A las mejores les di una mayor formación en Europa, especialmente a la guaraní-paraguaya, Mariela Cuevas, que estuvo hace poco aquí. Ella fue mi secretaria en Venezuela, cuando yo trabajaba con Chávez para el socialismo del siglo XXI y la Unasur. Ella se graduó en Venezuela y era la “mimada” de Chávez por su militancia e inteligencia. Tenía 22 años cuando fue escogida para hablarles a todos los presidentes de América del Sur. Anoche justamente vino la primera hijita que adopté, una quechua-aymara, porque está haciendo el curso internacional que dirijo (en la Escuela de Psicología Social del Sur). Una de las características para escoger a mis hijas es que son personas que tienen un compromiso, de servicio a la gente. Pero ya no adopto más. Mi dinero lo he usado en esto, no lo he donado a ninguna organización como la Cruz Roja o Unicef, porque he trabajado en esas instituciones y las conozco bien.
–Usted ha vivido con varias comunidades indígenas de Latinoamérica e incluso lo han consagrado “anciano”. ¿Me puede contar algo de estas experiencias?
–Sí, me consagraron hace unos años, en México. Pero mi experiencia con los mayas en Guatemala fue muy importante, creo que fue el cargo más importante que tuve en mi vida, como responsable del Programa Indígena, pero me terminaron expulsando del país, y con toda razón. Y por veintidós años no pude entrar.
–¿Por qué lo expulsaron?
–Recuerdo el día en que asumí, que estaba con el presidente y la ministra. Me pusieron coche con chofer, y el chofer se bajó para que yo me sentara atrás. Entonces le dije a la ministra: “Yo no voy a trabajar así, yo me voy a vivir con los indígenas”, y así lo hice. Estuve un tiempo con heridas que no me cicatrizaban porque estaba mal alimentado. De noche estudiaba antropología. Yo había estudiado antropología con (Claude) Lévi-Strauss en Francia, pero siempre digo que aprendí más con mis hermanos indígenas. Y los oligarcas de allí son tan hijos de puta como los de aquí, decían: “Estos indígenas no quieren trabajar”, y yo les decía: “¿Cómo van a trabajar si tienen hambre?”. Entonces, claro, la oligarquía me vio mal. Además, eran muy religiosos, querían la misa cantada, con tres curas, que cobraban quince quetzales, que era el sueldo de un mes, y yo me opuse a eso. Bueno, como si esto fuera poco, después me metí con los militares. Entonces, a los tres meses me expulsaron y por veintidós años no pude entrar al país.
–Y también lo echaron de España, ¿no?
–Ah, de España varias veces, la última vez por hacer la lista de las amantes del rey. Porque no aguanto la hipocresía, y la monarquía no me va. Yo sabía eso del rey porque en su casa tenía un general, que era el jefe, y ese general tenía un hijo jesuita, y le contaba cosas al hijo jesuita y el hijo jesuita me las contaba a mí, y se armaba una chismografía impresionante. Pero ¿por qué me daba bronca esa vida del rey? Porque los días de Navidad él daba su mensaje a favor de la familia, y yo no admito la hipocresía. Admito las diferentes opciones sexuales, la homosexualidad, el lesbianismo.
–Usted ha salido en varias oportunidades a responder públicamente a la Iglesia sobre el tema de la homosexualidad, e incluso se declaró militante gay.
–Sí, fue en cierta forma gracioso. El problema que tuve fue acá en la Argentina cuando el cardenal (Antonio) Quarracino dijo que había que poner aparte a todos los homosexuales. Entonces, llegué de España y me hicieron una entrevista larguísima, y de pronto la periodista me pregunta qué pensaba de lo del cardenal Quarracino, y yo dije: “Mire, Jesucristo jamás diría eso, tú sabes de mi militancia”. Y la periodista me dice: “Sí, eres militante de los derechos humanos, pacifista, ecologista y feminista”. Entonces, yo le dije: “Y ahora me declaro militante gay sin ser homosexual”. Y apareció la nota en el diario con el título: “Ander-Egg se hace militante gay gracias al cardenal Quarracino”. Antes, durante el gobierno de Alfonsín, en una ocasión cuando venía en una misión oficial, el gobierno me recibió como si fuese diplomático en Ezeiza, y me ponen en una entrevista con Radio Nacional. Hacía poco (el arzobispo Emilio) Ogñenovich había dicho, cuando Alfonsín planteó la ley de divorcio, que detrás de esa ley vienen el sida, la homosexualidad y el lesbianismo. Y me preguntaron qué pensaba de eso. ¿Qué iba a contestar yo? Rápidamente se me ocurrió decirle: “Mire, yo creo que ustedes los periodistas lo han tergiversado, porque no puede ser, porque no puede haber un tipo tan bruto y tan idiota que diga algo así”.
–¿Qué está escribiendo en este momento?
–En esta etapa de mi vida estoy en la tarea de reescribir mis libros más significativos, pero además estoy escribiendo un nuevo libro que se llama Historicidades anónimas. Casi toda la gente cree que la historia es la resultante de grandes acciones políticas o militares, que la hacen personas que han tenido poder, que han sido importantes empresarios o científicos. Esto es parcialmente cierto, pero la historia la hacen también personas corrientes, humildes, sin cargos públicos, con acciones pequeñas, fragmentarias, pero que cambian la historia, entre tantas está por ejemplo la de las Madres de Plazas de Mayo. Entre la treintena de historias que ya escribí, una es la de Rosa Parks, una mujer negra que era costurera, y un día se sentó en el autobús y vino un hombre blanco que la quiso hacer levantar. Como no se levantó, la metieron en la cárcel y el juez que la juzgó dijo que ella tenía razón. Desde ese día los negros pudieron sentarse en los autobuses y cambiaron muchas cosas. Otra historia que tomé es la de Vasili Arkhipov, un marino ruso que evitó una catástrofe universal. Fue el 27 de octubre de 1962, cuando Estados Unidos declaró el bloqueo comercial a Cuba, enviando destructores para hacerlo efectivo. Había unos cargueros de la URSS que traían misiles, iban escoltados por submarinos B-59. En un momento del encuentro de navíos de ambas potencias, un submarino lanzó un disruptor de sonido que el destructor confundió con un torpedo y respondió lanzando una carga de profundidad sobre el submarino. El gobierno de Estados Unidos no sabía que los tres submarinos estaban provistos de torpedos con cabeza nuclear. Por la dificultad de comunicarse con Moscú, podían tomar cualquier decisión si lo aprobaban los tres comandantes. Uno de los comandantes decide disparar el misil con cabeza nuclear sobre la Casa Blanca, pero cuando consulta al comandante Arkhipov él dice que no hay información suficiente y vota en contra. Entonces, no se lanzó. Fue un instante en que se jugó la suerte de la humanidad.
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