Lun 27.02.2006

DIALOGOS  › GUILLERMO O’DONNELL, ABOGADO Y POLITOLOGO

Sobre los tipos y calidades de democracia

Con muchos años enseñando en la universidad de Notre Dame, en EE.UU., es uno de los intelectuales argentinos más prestigiosos en el exterior y un eterno preocupado por el estado de la democracia en su país, con sus dramas sociales y el cambiante rol del Estado. Una charla sobre modelos de sociedad, populismo y herencias difíciles de cambiar.

› Por José Natanson

En julio, en Japón, Guillermo O’Donnell recibirá el premio de la Asociación Internacional de Ciencia Política, que representa a las principales instituciones académicas del mundo. Será un reconocimiento importante –el más importante para un politólogo a nivel internacional– para este argentino que vive desde hace años en Estados Unidos y que habla con naturalidad y sin soberbia. Abogado y politólogo, creador de algunos conceptos ineludibles, que marcaron un camino en las ciencias sociales latinoamericanas (el Estado burocrático autoritario, la democracia delegativa), O’Donnell se ha convertido en uno de los intelectuales argentinos más prestigiosos del mundo. En un larga charla con Página/12, el profesor de la Universidad de Notre Dame analizó la contradictoria y compleja democracia argentina y avanzó en definiciones sobre el Estado, los derechos sociales y el populismo.

–Usted definió a algunas democracias latinoamericanas como delegativas, en el sentido de que una vez que es elegido, el líder no tiene controles efectivos del resto de los poderes. ¿Esta visión de la democracia se mantiene o ha cambiado?

–En algunos países, entre ellos la Argentina, hay una larga historia de esta visión movimientista, mayoritaria, cesarista, delegativa, como la llamamos alguna vez. Esto empieza con Yrigoyen, que se consideraba a sí mismo la encarnación de la causa nacional, y considera a los opositores afuera de la comunidad nacional. Era una imagen de un movimiento que encarnaba los intereses nacionales y, por lo tanto, no admitía controles u oposiciones, salvo los que venían de los factores reales de poder. Esto fue claramente continuado por el peronismo. Con todas sus variantes, una característica central del peronismo es esta concepción movimientista, supermayoritaria. Y lo malo es que, en la medida en que tengo esta visión, soy enemigo natural de las instituciones que me tienen que controlar: no quiero un Congreso autónomo, me molesta la Justicia independiente, y ni qué decir la Fiscalía, el ombusdman, las controladurías. La idea es que el Presidente fue elegido, lo votó la mayoría o la primera minoría, y partir de eso tiene la posibilidad, y hasta la obligación, de gobernar como mejor le parece, sin cortapisas, en el supuesto bien de todos. Y algunos están dispuestos, en virtud del sistema democrático, a someterse de tanto en tanto a elecciones razonablemente competitivas. Esto es lo que los separa del autoritarismo clásico. Es una concepción del poder político y la autoridad política que en la Argentina tiene un arraigo muy fuerte y está encarnada en el pasado del peronismo. Lo que ocurre es que en algunos períodos esto produce una clara capacidad decisoria, para bien o para mal. En situaciones de crisis, es una característica útil y a la vez deseada.

–Incluso por los ciudadanos.

–Claro. Si hiciera falta demostrarlo, basta recordar las ansias de gobierno que existían aquí luego del fracaso estrepitoso de la Alianza. Por otro lado, este tipo de concepciones del poder tiene dos problemas. Uno, que le conviene renovar la emergencia, o al menos renovar la sensación de emergencia. Esto está demostrado muy claramente, como una constante histórica, en las leyes de emergencia económica. Este es a mi juicio el símbolo más claro, el punto en el que esta forma de entender el poder se manifiesta de manera más nítida. Es un dato central. Y, concomitante a esto, está el asunto de la natural hostilidad a los poderes autónomos respecto de este centro de poder. Tanto es así que es interesante ver cómo en la Argentina, al referirse al “gobierno”, se alude sólo al Poder Ejecutivo. En muchos países, el “gobierno” incluye al Congreso y al Ejecutivo. No es algo, por supuesto, que haya inventado el gobierno actual: es algo muy fuerte, que se muestra en el lenguajepolítico. El “gobierno” es el Ejecutivo y a veces sólo el Presidente, algo impensable en otras tradiciones. En términos de mediano y largo plazo de la democracia, esto es algo que me preocupa mucho. No es un tema de buena o mala voluntad, ni tampoco de formular un juicio moralista: es un tema de concepción del poder, de cómo se ejerce la autoridad derivada de las elecciones. Se cree, incluso sinceramente, que esa es su obligación. Y en la Argentina hemos estado por mucho tiempo, y sobre todo durante los gobiernos militares, que son la exageración brutal de todo esto, navegando en situaciones muy marcadas por esta visión del poder.

–¿Es un problema del peronismo?

–No. Yo dije que empezó con Yrigoyen. Y hay que recordar que Alfonsín, cuando le iba bien con el Plan Austral, quiso inventar, junto a algunos de sus intelectuales, el tercer movimiento histórico, que iba a absorber al peronismo mediante la estrategia de apoyar a sus peores elementos, entre ellos Menem, para que terminara de disolverse. El objetivo era gobernar 30 años. La reforma constitucional que impulsaban para establecer la figura del primer ministro no buscaba un equilibrio, sino que Alfonsín pudiera gobernar eternamente como primer ministro. Es, entonces, una historia pesada. Esto tiene expresiones casi folclóricas en una serie de gobernadores, del signo partidario que sean, que reproducen estos comportamientos de manera ridículamente sultanística. Es una historia muy fuerte, que se refleja en el lenguaje, y que llega a punto tal que un hombre democrático como Alfonsín busca crear el tercer movimiento histórico. Ellos creen que por el bien del país deben gobernar muchos años.

–¿Esto responde a causas estructurales, de cultura política, o se explica por la personalidad de los líderes?

–Es una tradición histórica. Dos partidos-movimientos con arrastre electoral, el radicalismo y el peronismo, expresan a mucha gente que coincide con esta visión decisionista, como diría Hugo Quiroga, o delegativa. En los últimos años, veo una emergencia, en muchos lugares diferentes de la Argentina, de lo que yo llamaría, como dice Natalio Botana, una “crítica republicana” a estas concepciones de la democracia. Por el momento no se expresa fuertemente en el poder político y aparece en algunos sectores de la oposición, no siempre bien articulados. Estas concepciones tienden a darle mayor relevancia a las estructuras estatales que maximizan la efectividad, pero que minimizan la transparencia y la redición de cuentas. Claro, en el corto plazo es difícil hacer algo muy visible. Habrá que ver si el Gobierno, o el Ejecutivo, se mueve en una dirección más institucionalizada en la reconversión, construcción y reconstrucción del Estado.

–¿Este tipo de democracia delegativa es una enfermedad latinoamericana?

–Hay dos componentes. Uno es histórico, permanente, una especie de propensión, que es muy nuestro: de la Argentina, Bolivia, Perú, México, Venezuela, pero no de Uruguay, Colombia o Chile. Es un mapa complicado. Al trasfondo, hay que agregar la crisis. Francia, por ejemplo, tuvo un período cesarista y delegativo con De Gaulle, que fue brutal: durante siete u ocho años fue la figura del César. Luego, la oposición absorbió ese momento en una salida republicana: el sistema institucional, el Parlamento, aunque disminuido, los partidos, siguieron funcionando. Y el otro caso es el de George W. Bush. El reinventa el 11 de septiembre todo el tiempo, crea ese clima permanente de excepción, esa sensación de emergencia, y esto le permite avanzar de forma muy brutal sobre los poderes constituidos y las libertades públicas. Ahí se ve muy bien el interés de este tipo de liderazgos en reproducir la crisis o, por lo menos, consolidar un diagnóstico verosímil de crisis. Y el manejo de Bush es de manual: tiene que reinventar la crisis todo el tiempo, y lo hace brillantemente, para seguir avanzando sobre los poderes. En muchos paísesaparece este componente cesarista en momentos de crisis reales, inventadas o alargadas. Y esto se agudiza en países como la Argentina, Bolivia, Venezuela, que tienen una historia muy densa de concepciones movimientistas.

–Al señalar a Bush parece evidente que no se trata de una tema de izquierda o derecha. Hugo Chávez lo puede hacer con una retórica de izquierda, Bush con una de derecha. Pareciera algo que cruza las ideologías.

–Sí. Stalin lo hizo. Pasó de líder marxista a líder nacionalista, se inventó como padre de la Santa Rusia, siguió después gobernando durante mucho tiempo invocando su papel heroico durante la guerra. Y también tiene que ver con las propensiones personales. Líderes como Roosevelt y Churchill, por ejemplo, atravesaron crisis no menores y mantuvieron una conducta republicana. Es muy circunstancial. Seguramente, si Al Gore hubiera ganado, la reacción luego del 11 de septiembre hubiera sido diferente. Depende mucho también de las personalidades individuales y del grupo que accede al poder. No es una ley de hierro que porque hay crisis hay cesarismo.

–Ultimamente se reactivó un debate en torno al populismo. Algunos teóricos, como Ernesto Laclau, lo reivindican como un modo de identificar adversarios, dividir el campo político, clarificar posiciones, es decir como una forma de la política. Otros lo critican. ¿Usted dónde se para en este debate?

–Yo no me meto en esa discusión porque me parece confusa. Primero, está moda de llamar “populista” a todo lo que no me gusta. Y, si no se puede, le ponen “neopopulista” e igual lo condenan. Es una manera de renunciar al concepto y atematizar lo que no gusta. Hay mucho de eso. Por otro lado, para hablar con una mínima precisión, hay que tener en cuenta el contexto histórico. El populismo describe un período particular de algunos países de América latina en condiciones culturales, económicas y políticas que no existen hoy: sustitución de importaciones, incorporación controlada de masas al mercado y a los derechos sociales, liderazgos autoritarios pero electorales, tipo Vargas, Perón, Cárdenas. Si se saca eso de contexto, el término sirve sólo a los efectos retóricos, pero no da una visión adecuada. Y la otra postura, la de Laclau, en un trabajo muy serio y al que yo le tengo mucho respeto, lo que hace en verdad, me parece, es reivindicar la política, no el populismo. Dice que el populismo es la única forma real de la política. Y, al hacerlo tan abarcante, lo que dice es que la política es populista por definición. Es muy interesante, aunque me parece exagerado, y es útil para discutir en un seminario, pero no creo que sirva para definir la realidad. En su concepción, cualquier política que incluya un elemento de disenso, de ruptura, es populista, con lo cual el 99 por ciento de la política observable sería populista.

–En América latina hubo diferentes tipos de Estado: populista, autoritario, burocrático autoritario, neoliberal. Superada la etapa del Consenso de Washington ¿usted cree que hay un nuevo tipo de Estado?

–No. Creo que hemos heredado, sobre todo en una sociedad como la Argentina, un Estado destrozado. Esto empezó con el ataque al Estado durante el período militar: un Estado que se privatizó a punto tal de clandestinizarse en la represión. Que el Estado sea clandestino es la negación más profunda del Estado. Y, al mismo tiempo, sucedió el ataque hecho por Martínez de Hoz y sus secuaces, contra el Estado y contra las clases populares argentinas. Esto anticipó, además de los cambios objetivos en el Estado, el clima ideológico de los ’90. Reagan y Tatcher en Estados Unidos y Gran Bretaña, y acá Menem y Cavallo, reactivaron esa ideología que decía que el Estado concentraba todos los males. En ambos casos, estos líderes ubicaban todo lo bueno en el mercado, míticamente concebido, pero que en realidad, no era competitivo o era casicompetitivo. El daño entonces se agravó aún más. La primera gran paradoja de la democracia en América latina, y sobre todo en Argentina, es que sin un Estado adecuado no hay una forma efectiva de anclar los derechos de la ciudadanía. Tenemos derechos políticos, pero al mismo tiempo, se ve una terrible regresión en los derechos sociales, avances y retrocesos en los derechos civiles, y una ignorancia completa en los llamados derechos culturales. Es decir, una democracia que es de votantes y no de ciudadanos, por lo cual no es una democracia bien entendida. Sin la efectividad de estos derechos, es una democracia terriblemente angosta, en peligro, y con fuentes enormes y permanentes de deslegitimación. El asunto es construir un Estado adecuado.

–¿Es una tarea de construcción institucional, de crecimiento económico?

–No. No es sólo una cuestión de eficacia y de desarrollo económico, que también lo es, sino parte de una tarea fundamental de construcción de la democracia. A mí me preocupa mucho el descuido de estas cuestiones, porque no puede haber una democracia no digo plena, sino en camino a ser plena, sin un Estado adecuado. El gran desafío de nuestro país es expandir nuestra democracia hacia una democracia de ciudadanos. Para avanzar en esa dirección, no es sólo cuestión de escuchar las legítimas demandas de la sociedad, sino también construir un Estado que acompañe e inscriba algunos derechos, que los refuerce. Es una tarea simultánea, de ir y venir en la construcción, si se quiere dialéctica, de una sociedad que incluya un Estado que sea afín a un proceso de este tipo. Para sintetizarlo de manera quizás excesiva, se podría decir que hicimos una transición a una democracia política, donde el votante es la figura central. Nos falta mucho para hacer una transición a una democracia de ciudadanos.

–Su tesis es que en la Argentina hay ciudadanía política, ya que se vota en elecciones razonablemente libres y transparentes, pero que no hay ciudadanía social y está en duda la ciudadanía civil.

–Hay algo de ciudadanía social, pero en el cuadro del enorme retroceso de los últimos 25 años. Y hay algunos aspectos de ciudadanía civil, mientras que otros están terriblemente negados. Y, para colmo, muy mal distribuidos. Quienes estamos económicamente acomodados gozamos de una serie de derechos civiles de los que aquellos más pobres carecen por completo. Es decir, que no es sólo una falencia promedio, sino también una pésima distribución. Por eso hablo de una tarea que no tiene que ver sólo con la calidad institucional o con ser buenos, sino que es una tarea democrática.

–¿Es un problema de aparatos, de estructuras burocráticas del Estado, o es algo más amplio?

–Un Estado democratizado es un Estado que, tanto en su democracia como en su legalidad, está dispuesto en la práctica a ensancharse, a escuchar opiniones, voces, identidades, demandas, de todos los sectores sociales. Y que, dentro de un proceso democrático, acepta inscribir derechos y decide implementarlos, porque no alcanza con dejarlos escritos por ahí. Y entonces sus burocracias se orientan hacia efectivizar esa distribución de un poder político que está comprometido en esa tarea. Eso es lo que nos falta tan agudamente. En la Argentina, durante la época militar el Estado se especializó en mostrar una cara clandestina, luego una cara indiferente, o si no, una cara clientelista y patrimonialista, que ayuda a algunos, pero que por supuesto incluye un proceso de humillación y no implica un reconocimiento de ciudadanía. Yo tengo la sensación de que estamos muy lejos de llegar a esa meta. Lo que uno puede hacer desde su pequeñísimo y modesto lugar es tratar de advertir el problema y señalar lo que le parecen las grandes metas que habría que lograr. Porque no se trata sólo de un tarea de los políticos, sino también de una tarea de la ciudadanía. No es un partido de fútbol, frente al cual uno aplaude o silba. Requiere un compromiso de los medios, los intelectuales, losprofesionales. Es algo que ahora está abierto. Es un enorme interrogante si este gobierno se va a dirigir en la dirección que señalo o no. Yo la verdad es que no lo sé, y no pretendo anticiparlo, porque hay señales muy mezcladas. Me limito a marcar lo que creo que es necesario hacer, y tratar de plantearlo de manera clara.

–Los movimientos sociales, las ONG, los movimientos indígenas en algunos países, ¿son presiones desde abajo que pueden ayudar a catalizar este proceso de ampliación de los derechos democráticos?

–Son sin dudas, presiones de muchos sectores, que van de los sectores medios hasta los indígenas más pobres, que están demandando ser oídos. Y esto no implica sólo hablarles a otros sino formar parte de aquellos que integran el proceso decisorio. Y es ahí donde uno nota grandes crujidos, grandes dificultades, en parte por inercias históricas de sectores poco acostumbrados y deseosos de dejar esos lugares. Esto es, legítimamente, una fuente de conflictos, que señala dos cosas: un déficit muy grande, y también una vitalidad, una capacidad de reclamar que antes no existía. Porque el objetivo es entrar en el circuito del poder político. Las respuestas son a veces represivas, a veces paternalistas, del tipo “te doy esto y callate”. En general, no suelen ser instrumentos de ensanchamiento de los circuitos de poder dentro del Estado.

–Pero a veces ganan, como en Bolivia.

–Sí, es cierto, hubo victorias, pero el problema de esas victorias es que uno siempre se está preguntando cuán sostenibles son, en la medida en que quizás no producen un verdadero reacomodamiento de los factores de poder, y que demandan una extraordinaria capacidad táctica y estratégica de los ganadores. Hay muchos avances que después no se sostienen. La victoria en sí misma no necesariamente implica cambios profundos.

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