Lun 12.06.2006

DIALOGOS  › ENTREVISTA A LA ACTRIZ CHARLOTTE RAMPLING TRAS SU REGRESO AL CINE

“No creo que la mujer deba tener comportamientos de depredadora”

Para más de una generación, la mítica actriz británica fue un símbolo de la mujer libre, la que todo se lo permite. A punto de cumplir los 60, vuelve al cine con todos los honores. Aquí, sus cuarenta años de cine explicados por ella misma.

› Por Octavi Martí *

“Mientras rodábamos Caótica Ana se produjo el anuncio de la tregua por parte de ETA. Eso creó un clima muy especial, todos estábamos muy pendientes de lo que sucedía fuera del plató. La política me interesa, entre otras cosas porque desde hace algunos años vivo con alguien que, aunque es un industrial, tiene que ver con el mundo político. Cuando lo ves desde dentro, cuando comprendes para qué sirve el poder, todo eso te aparece bajo otra luz. Es más complejo y rico de lo que nos cuentan los medios de comunicación”, resume.

–¿Qué la convenció a la hora de embarcarse en Caótica Ana?

–La historia. Se trata de un guión que te lleva a un mundo poético, casi surrealista, en el que la reencarnación juega un papel importante y de una gran fuerza simbólica. Y Medem es un poeta. No es alguien que mire el mundo con los mismos ojos que los demás. Me envió sus películas anteriores y me pareció que había en ellas cosas extraordinarias, en todos los sentidos de la palabra.

–Hacia el Sur no trata precisamente de la reencarnación, pero sí de la posibilidad de vivir otra vez.

–Para mí era una película difícil, personalmente difícil. Dudé antes de aceptar hacerla porque el guión me pareció muy bueno, y el cine de Cantet corresponde a lo que yo quiero hacer ahora, pero no sabía si quería ser Ellen, mi personaje de Hacia el Sur. Es una historia de mujeres que, durante sus vacaciones, compran hombres.

–Si los protagonistas fuesen hombres, sería una banal y más o menos patética historia de turismo sexual...

–En efecto, pero el hecho de que sean mujeres no permite contar eso como una mera inversión de papeles. Tradicionalmente, el hombre es capaz de separar el sexo del amor. Para la mujer no hay sexo sin ternura, sin juego, sin deseo, sin miradas... el sexo es una de las formas que puede adoptar el amor, pero no es la única y difícilmente puede presentarse así, por separado. Ya sé que, tal y como evoluciona el mundo, eso hoy ya se da, que hay mujeres que se comportan como hombres, que buscan sexo por el sexo. Tengo mis dudas sobre el hecho de que eso represente una victoria o una liberación. La mujer toma la iniciativa y busca al hombre. Va a los bares y elige. Es tan depredadora como él. No tiene por qué ser sumisa, excepto si elige ser sumisa. Va ligado al hecho de tener trabajo, independencia económica, al menor peso de la religión. Todo eso forma parte de una conquista de la libertad, y quizá sea una fase por la que hay que pasar, pero dudo mucho de que la mujer tenga necesidad biológica de ese comportamiento de depredadora. Hay ahí una confusión de géneros.

No lo dice poniéndose trascendente. Ríe pero está claro que el compartir la misma miseria moral y afectiva, hombres y mujeres, no lo estima un avance del feminismo. Pero no es tajante porque admite lo que hay de irreductiblemente humano e incomprensible en cada comportamiento. Y también porque ella, durante casi diez años, vivió sumida en la depresión, sin aceptar el tiempo que pasa, el descubrir que la vejez y la muerte no son el decorado de nuestra vida, sino su argumento.

–¿El director Laurent Cantet le propuso directamente el papel de Ellen?

–Sí. Y eso me desestabilizó porque, cuando leí el guión, me resultó imposible sentir alguna simpatía por el personaje. Cuando piensan en ti para un papel así, eso te inquieta porque significa que alguien ha visto que esa es una de tus facetas, que tú transmites eso. O que puedes transmitirlo. Pero es verdad que en el guión inicial Ellen era más cruel y cínica que tal y como quedó en el guión definitivo. Necesitaba llevarla a un terreno en que pudiera comprenderla. Cuando acepto encarnar a otra persona busco en mi propia vida para encontrar puntos de contacto. Investigo, me sumerjo en lo que he sentido, en lo que me ha pasado, en lo que he visto o me han contado. No siempre es fácil. A veces es doloroso. Ellen se protege detrás de una capa de cinismo. Dice no sentir problemas de celos, responder sólo al deseo sexual. Organiza todo el pequeño mundo del hotel, de las clientas y sus servidores; aparenta controlarlo todo, pero acaba descubriendo que los sentimientos también la atrapan. Y duele.

–La acción transcurre en Haití, a principios de los setenta, pero ha sido rodada en Santo Domingo. ¿Alrededor del equipo de rodaje había mujeres con un comportamiento parecido al de Ellen, Brenda (Karen Young) o Sue (Louise Portal), modelos en los que inspirarse?

–Sí, claro. Pero aunque también hable de ello, del turismo sexual femenino, ése no es el tema central de Hacia el Sur, que se focaliza sobre todo en la dificultad de tener relaciones de ternura, de poder expresar el deseo, sobre todo a partir de una cierta edad. Normalmente, en la pantalla, cuando las mujeres manifiestan su deseo, o bien son jóvenes o liberadas o aparecen como ninfómanas. La tendencia dominante es la misoginia y la vulgaridad. En Hacia el Sur, las tres protagonistas aparecen precisamente como personas vulnerables porque manifiestan el deseo.

–Ellen frena las manifestaciones directas de sexualidad de su compañero...

–Laurent Cantet quería que las relaciones entre las mujeres y los hombres que ellas alquilan adoptasen otras formas que las del mero acto sexual; sin negar éste, claro. Por eso Ellen pide que la peinen, prefiere poner crema a que se la pongan, el intercambio de miradas, el embarcarse en ritos casi infantiles, como entre una madre y su hijo. Son formas de contacto humano a las que esas mujeres, por razones diversas, no pueden acceder en su país, en su ciudad.

–Ellen no quiere ir nunca a la ciudad, no quiere salir de su paraíso artificial.

–¡No quiere ningún contacto con otra realidad que la que ella se fabrica durante sus meses de vacaciones! Al final no puede mantener intacto, incontaminado, su mundo y llega el drama. La verdad es que al equipo, en otros términos, nos pasaba algo parecido, pues lo que vemos –los bungalows, el restaurante, las instalaciones playeras– fue construido especialmente para la película, pero hubo que reconstruirlo en varias oportunidades, pues rodábamos en época de lluvias y cada tarde el decorado corría el riesgo de ser destruido por la meteorología, la realidad.

Hacia el Sur es una película basada en la obra literaria de Dany de Laferrière, un escritor de Haití que lleva muchos años exiliado para poder hablar de esa realidad que desagrada a las autoridades. El guión fue construido a partir de algunos relatos contenidos en el volumen titulado La chair du maître y, sobre todo, a partir de unos monólogos femeninos con una gran carga de verdad. Laurent Cantet quiso que las tres mujeres protagonistas tuviesen ese momento de sinceridad ante la cámara; que expusiesen ante ella, sin maquillaje, la fractura que las lleva a Haití.

El monólogo de Brenda explicando cómo sintió su primer orgasmo una vez cumplidos los cuarenta es extraordinario, dice Charlotte Rampling. Sólo con palabras, con un rostro y una interpretación justa, sin música ni efectos, sin vulgaridad, sin necesidad de representar nada, se puede hacer pasar una emoción increíble.

–La película respeta los diferentes puntos de vista...

–En efecto, ésa es una de sus grandes virtudes. Las tres mujeres occidentales se ven confrontadas a los puntos de vista de sus amantes de alquiler –Logba (Ménothy César)– o al del propietario del hotel. La miseria juega un papel muy distinto para unos y otros, así como el contexto político. También la mezcla de tres idiomas –el inglés, el francés y el criollo– sirve para explicar la coexistencia de universos paralelos, para mostrar otra forma de manifestarse del poder o de laresistencia al mismo. Lo que para ellas es un paraíso, para ellos puede ser una cárcel. Ellas acuden con la intención de olvidar su tristeza y soledad, acuden para vivir a otro ritmo, para escapar a las exigencias de su vida cotidiana, que pueden ser laborales, sociales o familiares. En medio de ese paisaje de carta postal procuran curarse de las heridas de la vida.

De esas heridas, Charlotte Rampling se cuidó con la ayuda de un psicoterapeuta, más lento pero más eficaz que las consabidas intervenciones de cirugía estética. Bromea diciendo que “tengo un rostro que absorbe bien la vejez, de la misma manera que otros rostros atraen la luz”, y se refiere a sus párpados que varias personas han querido modificar: “Es mi mirada y basta”. Vive entre París y Londres, lamenta que el cine de hoy sea menos arriesgado que el de las décadas de los sesenta y setenta, pero ella es capaz tomar riesgos, como empezar el rodaje de Bajo la arena sin que el guión estuviese acabado y con la producción reposando en el buen resultado de unos primeros veinte minutos que sirvieron para encontrar inversores suplementarios.

–¿El psicoanálisis le sirvió para su trabajo de intérprete?

–No me psicoanalicé, o, mejor dicho, empecé un análisis, pero muy pronto lo dejé. Exigía demasiado tiempo y, sobre todo, requería un tipo de compromisos a los que no podía someterme por mi tipo de vida. No podía comprometerme a estar cada semana, el mismo día y a la misma hora, en situación de tenderme en un diván para lanzarme a un trabajo de introspección que pienso que me habría sido útil, pero me era imposible. Busqué un tipo de terapia más adecuada a ella. Sin duda, durante mis años de depresión rechacé proyectos que debían ser atractivos, pero entonces no tenía ganas de hacer nada porque todo, la menor cosa, requería un gran esfuerzo, ya fuese el ir de compras o el lavarse los dientes. Es como si estuviese muerta en vida. Respecto a si me ha ayudado profesionalmente, al margen de que me sirviera para salir del pozo de la depresión, no lo he utilizado para comprender mejor los personajes, sino para aceptarme a mí misma y para comprender que en mí está el potencial de los personajes. Usted también tiene esa potencia, pero lo expresa a través de la palabra, a través de la palabra escrita, y yo lo manifiesto con mi cuerpo y mis gestos.

–¿Qué tipo de indicaciones de dirección le son útiles?

–Lo importante no es eso, sino saber en cada caso lo que el director desea. El es el único que tiene la película, toda la película, en la cabeza. No todos los directores saben pedir lo que quieren, no saben verbalizarlo. Los hay que sí, que lo expresan con facilidad y exactitud; otros que esperan que tú les ofrezcas lo que ellos buscan. No hay un método bueno. Por ejemplo, cuando trabajé con Nagisa Oshima en Max mi amor (1986), él no decía nada, apenas hablaba. Quería saber hasta dónde éramos capaces de llegar. Antes de empezar, lo único que sí quedó claro es que no habría actos sexuales con el chimpancé. Oshima aceptó. A Woody Allen tampoco le gusta tener que ir dando órdenes a los actores. En cambio, Luchino Visconti quería otra cosa; te tomaba como una debutante, te mimaba, te guiaba, se preocupaba de tus trajes, del peinado, de la manera de andar. Con él vivías una experiencia pigmalionesca. Como actriz debo ser un instrumento a la disposición del músico y he de ser capaz de ofrecer una gama de sonido amplia y variada. Yo no tengo por qué elegir el tono, es cosa suya.

–En 1975 usted rodó, a las órdenes de Dirk Richards, la estupenda Adiós muñeca. Es su única experiencia en Hollywood. ¿Por qué?

–Sencillamente, porque nadie me propuso otro guión tan bueno como el de Richards. Todo lo que me llegaba eran historias policíacas en las que yo hacía de seductora, siempre igual, o comedias imbéciles. No había ahí nada de tentador. Cuando rodé en Estados Unidos lo hice, sobre todo, en NuevaYork, con Allen o Lumet, pero eso es igual que hacer una película europea. En la de Richards tenía un papel que era muy parecido a los de Laureen Bacall en las adaptaciones de Chandler. Como entre ella y yo, desde un punto de vista físico, hay varios puntos de contacto, lo pasé muy bien tomándola como modelo y procurando modular las variaciones. Además, con Richards pude trabajar con Robert Mitchum y Lumet me permitió encontrarme con Paul Newman. Son placeres que no se rechazan.

–Visconti, Cavani, Oshima... todos esos grandes nombres del cine eran o son de personas mayores que usted, a las que encontró cuando ellos tenían mucha experiencia y usted muy poca. Ahora parece elegir cineastas bastante más jóvenes que usted, como Ozon o Cantet.

–Soy por fin una adulta, pero con la suerte de seguir interesando a personas que tienen muchos menos años que yo. Supongo que a ellos les interesa lo que yo puedo ofrecerles, lo que he vivido. Ser mayor tiene algo magnífico, que es el haber vivido cosas, situaciones y hechos por los que otros, más jóvenes, aún no han pasado. Y es maravilloso también ver cómo lo que ellos viven es distinto porque la época es otra y eso le da una nueva dimensión. Me gusta trabajar con equipos en que hay gente de todas las edades. Pienso que es bueno para mantenerse vivo y despierto, para seguir aprendiendo y enseñando. Envejecer rodeado de los mismos, todos a la vez, no me parece una buena idea.

–¿En algún momento pensó en abandonar el cine?

–Al principio pensaba que podría dejarlo en cualquier momento. Me gustaba andar metida en ello porque permitía participar de grandes polémicas, sentirte protagonista de lo que hoy llamamos “debates de sociedad”. Una película como Portero de noche provocó un enorme escándalo porque hablaba de amores sadomasoquistas y, además, le daba un contenido político a la relación...

–Cuando rueda, ¿se da cuenta de cuándo una toma es buena o de cuándo su interpretación puede sonar falsa?

–Creo que sí, y entonces no tengo el menor reparo en pedir una toma suplementaria. Es algo que se siente, que no siempre se puede explicar y un sentimiento que no siempre es compartido por el director.

–El teatro la ha tentado muy tarde.

–De joven los ensayos me aburrían soberanamente. Luego me daba miedo subir al escenario, tener que asumir el ser capaz de hacer lo mismo cada día durante varias semanas o meses sin olvidarte nunca del texto. No di el paso hasta 2003, y fue porque me sentí rodeada de gente muy competente –Bernard Giraudeau como compañero de reparto, Bernard Murat como director– y porque Eric-Emmanuel Schmitt me dijo que había escrito Petits crimes conjugaux especialmente para mí. Había hecho televisión en directo, en Inglaterra, en los sesenta, pero el escenario es otra cosa. Ahora no descarto en absoluto volver a hacer teatro.

–¿En qué momento comprendió que el de actriz iba a ser su futuro?

–Cuando debuté con Lester, y, luego, con Boulting o Narizzano, los amigos me decían que tenía una gran fotogenia. Es extraño, pero esa admiración por la belleza fotográfica te aísla, pues se da una suerte de admiración injusta que hace que los demás consideren que es imposible que esa belleza física no vaya acompañada de una belleza intelectual o de alma. O al revés: ¡por el mero hecho de salir bien en las imágenes, piensan que no puedes ser inteligente! Pero entonces hacía cine de manera provisional, como un oficio que no te exigía demasiado y te permitía ganarte un dinero mientras esperabas encontrar tu verdadero camino. Con Visconti, por primera vez, tuve que ser alguien que yo no era, tanto por el tipo de comportamiento como por la edad. Lo acepté con total inconsciencia, puede que porque en aquel momento no sabía ni tan sólo quién era Visconti y no me impresionaba especialmente que me hubiese escogido. Y quizá deba decir que fue Patrice Chéreau, al proponerme La chair de l’orchidée en 1974 –porque el año anterior me había visto en Portero de noche– quien me hizo comprender que las películas y los papeles se encadenan, se suceden, adquieren otro sentido cuando son vistos como un conjunto. Ese día te das cuenta de que lo que había empezado como un juego se había convertido en un oficio.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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