DIALOGOS › PAOLO VIRNO, UNA VISION DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES, DESDE EL AUTONOMISMO OBRERO ITALIANO
El filósofo italiano concedió esta entrevista a Página/12 una semana antes de arribar al país. Virno señala que la derrota de Berlusconi en Italia dejó intacta su base de poder y que los gobiernos progresistas de América latina “no son buenos en sí mismos, sino por los eventuales espacios que les permiten abrir a los movimientos sociales”.
› Por Verónica Gago
–Dentro de la corriente del marxismo autonomista italiano, ¿cuáles serían los elementos que siente más productivos hoy para su pensamiento?
–Tres elementos sobre todo. El primero es la crítica radical a la idea de “progreso”, una crítica que ha continuado y profundizado la tesis de Walter Benjamin sobre el concepto de historia. Para el “progresismo” el futuro es superior al presente, el cual es concebido siempre y sólo como una “etapa preparatoria”. Para el marxismo obrerista italiano, en cambio, es decisivo el presente, el “aquí-y-ahora”: porque cada presente es el momento justo para transformar de raíz las relaciones sociales, porque cada aquí-y-ahora puede conectarse con las revueltas del pasado y reactualizarlas. El segundo elemento productivo es, tal vez hoy más que nunca, la valorización de la idea marxiana de “intelecto general”, de “cerebro social”. El saber y la comunicación –el intelecto general, precisamente– han devenido la principal fuerza productiva: si es así, el trabajo asalariado, bajo patrón, forzosamente se presenta ahora como un costo social excesivo, como una barbarie injustificada. El tercer elemento es la pasión por todo eso que de único e irrepetible tiene la vida de un ser humano singular. En el fondo, el marxismo autónomo italiano ha sido, y sigue siendo, una forma refinada de individualismo. Su fuerza está en comprender que el individuo no está presupuesto ya como dato –como sostienen los liberales–, sino como resultado complejo de un proceso de individuación cuya base es un conjunto de experiencia común y compartida. Simplificando: sólo en lo colectivo puede enfocarse, y valorizarse a pleno, la propia singularidad.
–¿Cómo se relaciona esta tradición con la filosofía del lenguaje con la que usted trabaja actualmente?
–La filosofía no ha hecho más que reflexionar sobre uno u otro aspecto del lenguaje verbal. Por ejemplo, sobre el poder típicamente humano de decir lo falso. O sobre nuestra capacidad de negar cualquier estado de cosas, incluso la evidencia perceptiva. O de usar la expresión “es posible que”. Aristóteles, Hegel, Heidegger y Wittgenstein no han hecho más que proponer interpretaciones divergentes de la negación, de la modalidad de lo posible, de los pronombres demostrativos y de otras prerrogativas típicas de un “animal que tiene lenguaje”. Lo mismo vale para la filosofía política: Hobbes ha escrito que la “lengua del hombre es una trompeta de guerra y de sedición”. Desde mi punto de vista, lo importante es ocuparse del lenguaje siendo nosotros materialistas. Esto significa entender el lenguaje como un elemento de nuestro cuerpo, como eso que vuelve a plasmar los instintos y las pulsiones. Somos un cuerpo de palabra. Y son cuerpos de palabra aquellos que trabajan y luchan contra el trabajo como subordinación, aquellos que proyectan otras y más satisfactorias formas de vida. Suscribo una frase que parece de Deleuze pero que en realidad es de Aristóteles: “Un deseo que piensa es un pensamiento que desea, esto es el hombre”.
–Alguna vez dijo que Negri y Hardt se apuraron al definir el Imperio porque lo hicieron en la época de Clinton y luego debieron hacer malabares para explicar a Bush. ¿Qué actualidad cree que tiene hoy la noción de Imperio? ¿Cómo cree que se desarrolla el Imperio en estos años?
–Creo que los Estados Unidos han vencido la guerra fría porque han puesto en el centro el proceso de la producción del “intelecto general”, esto es: el saber y la ciencia. Pero no me parece que haya surgido una nueva forma política que esté a la altura del intelecto general. Existe un hiato entre producción y política al interior del capitalismo posfordista. La imagen del Imperio ha sido útil para indicar cuál es el problema, pero no todavía para nombrar una solución ya obtenida. La verdad es que no hay aún un nuevo orden político a escala mundial. Existen decenas de nuevos órdenes productivos, pero no un nuevo orden político. La cuestión de traducir en instituciones políticas el intelecto general –esto es: la nueva cooperación del trabajo basada en el saber– queda pendiente también para los nuevos movimientos. La investigación está abierta para ambos contendientes: ambos –el capitalismo posfordista y los movimientos globales– buscan, en modos diametralmente opuestos, acuñar categorías políticas que se sitúen más allá de la democracia representativa. Si con “Imperio” se quiere decir que el capitalismo posfordista ha encontrado su forma política, entonces no estoy de acuerdo con el concepto de “Imperio”.
–¿En qué sentido habla en su último libro de una negatividad de la multitud? ¿Cuál es el origen de esta reflexión?
–La multitud es ambivalente: es solidaria y es agresiva; está inclinada a la cooperación inteligente, pero también a la guerra entre bandas. La multitud es una categoría que se corresponde a la situación histórica (el capitalismo posfordismo, la globalización, etc.), en donde todos los rasgos distintivos de la naturaleza humana han ganado una inmediata relevancia política. Pero lo naturaleza humana no está eximida de aspectos agresivos, de pulsiones destructivas y autodestructivas. La multitud contiene en sí también estos aspectos y estas pulsiones. La cuestión verdaderamente importante es que la multitud puede, o mejor, podría contener y mitigar la “negatividad” de la naturaleza humana sin pasar por esa máquina de violencia que es el Estado. El problema no es la “negatividad”, sino el modo de gobernarla. Se podría decir, con un slogan: el hombre no es un animal bondadoso, pero esto no es un buen motivo para conservar el Estado, es un buen motivo para abolirlo.
–¿Se trata de una antropología pesimista?
–La reflexión sobre la negatividad, sobre el mal, no nace de un juicio pesimista sobre el presente, de una desconfianza en los nuevos movimientos. Al contrario, es la madurez de los tiempos la que impone esta reflexión: hoy es concebible una esfera pública por fuera del Estado, más allá del Estado. Esto significa que es totalmente realista construir –en las luchas sociales– instituciones que ya no tengan como jefe al “soberano”, que disuelvan todo “monopolio de la decisión política”. Estas instituciones posestatales deben ofrecer de distintos modos –y resolver de distintos modos– el problema de cómo mitigar la agresividad del animal humano, su carga (auto)destructiva. Es la actualidad de la superación del Estado la que vuelve imperiosas preguntas como éstas. Y repito: no es precisamente una injustificada melancolía por el curso del mundo.
–Pero sí el abandono de la idea de que la multitud es una figura absolutamente positiva...
–Pensar que la multitud es absoluta positividad es una tontería inexcusable. La multitud está sujeta a disgregación, corrupción, violencia intestina. Por otro lado, sus primeras manifestaciones no suelen ser exaltadas: en los años ’80 –mientras el fordismo entraba rápidamente en crisis– las nuevas figuras del trabajo social se presentaron con rasgos “desagradables”: oportunismo, cinismo, miedo. Si el nuestro es un éxodo que nos conduce más allá de la época del Estado, no podemos no tener en cuenta la negatividad inscripta en la multitud –acordémonos de la violencia sobre los más débiles que fue verificada en el estadio de Nueva Orleans donde estaban refugiados los “muchos” que no tenían los medios para escapar del ciclón Katrina...–, son necesarias categorías diferentes a las dialécticas y nociones distintas, por ejemplo, de aquella de “antítesis”. De acuerdo. Pero necesitamos categorías que estén en condiciones de asumir toda la realidad de lo negativo, en lugar de excluirlo o velarlo. En este nuevo libro propongo las nociones de “ambivalencia” y de “oscilación”. Y también un uso no freudiano del término freudiano “siniestro”. Freud dice que lo que nos aterroriza es precisa y solamente aquello que, en otro momento, tuvo la capacidad de protegernos y tranquilizarnos. Así, esta duplicidad de lo siniestro puede servir, tal vez, para decir que la destructividad es sólo un modo “otro” de manifestarse de aquella capacidad que nos permite, por otro lado, inventar nuevos y más satisfactorios modos de vivir.
–¿Qué queda presente hoy del movimiento post-Génova?
–Todo y nada. Todo si se piensa en los sujetos sociales que le dieron vida a las jornadas de Génova. Sujetos que representan la complejidad de la sociedad posfordista: migrantes, trabajadores precarios, intelectuales de masa, voluntariado, izquierda sindical. Estos sujetos no se volvieron a su casa, no están resignados. Pero por otro lado, de Génova no queda nada: ni los fórums sociales que nacieron en todas las ciudades en los meses sucesivos a las batallas en las plazas, ni la gran unidad entre fuerzas políticas diversas, ni la capacidad de influenciar y condicionar un partido con representación en el Parlamento como Refundación Comunista. En el último año, hubo tentativas de recomenzar desde el principio, de luchar por nuevos senderos. Por ejemplo, hubo luchas significativas en la universidad. El problema es pasar del nivel simbólico-mediático de Génova a la capacidad de organizar realmente el trabajo precario, individualizando formas de lucha hasta ahora inéditas.
–¿Cómo pensar entonces esa negatividad sin que implique un escepticismo?
–Verdaderamente “escéptico” sobre la suerte del movimiento internacional me parece ser aquel que pinta la multitud como “buena por naturaleza”, solidaria, inclinada a actuar en armonía, ausente de toda negatividad. Quien piensa así, ya se ha resignado a reducir al movimiento new global a fenómenos contraculturales o mediáticos, a su metamorfosis en un conjunto de tribus marginales, incapaces de incidir realmente sobre las relaciones de producción. Reconocer el “mal” de la –y en la– multitud significa enfrentarse con las dificultades inherentes a la crítica radical de un capitalismo que valoriza a su modo la misma naturaleza humana. Quien no reconoce este “mal” se resigna al peligro de hacer vivir al movimiento por debajo de sus propios medios.
–¿Cree que las instituciones posestatales son un horizonte posible para los movimientos sociales?
–Pongámonos de acuerdo con el uso de la palabra “institución”. ¿Es un término que pertenece exclusivamente al vocabulario del adversario? Creo que no. Creo que el concepto de “institución” es decisivo, también para la política de la multitud. Las instituciones son el modo en que nuestra especie se protege del peligro y se da reglas para potenciar la propia praxis. Institución es, por lo tanto, también un colectivo de piqueteros. Institución es la lengua materna. Instituciones son los ritos con los que tratamos de aliviar y resolver la crisis de una comunidad. El verdadero desafío es individualizar cuáles son las instituciones que se colocan más allá del “monopolio de la decisión política” encarnado en el Estado. O incluso: cuáles son las instituciones a la altura del “intelecto general” del que hablaba Marx, de aquel “cerebro social” que es, al mismo tiempo, la principal fuerza productiva y un principio de organización republicana.
–¿Qué significó la derrota de Berlusconi en Italia?
–Algunas cosas buenas en política exterior: mayor distancia de la administración estadounidense, el intento de hacer jugar un rol autónomo a Europa, en primer lugar en Medio Oriente. En el plano de la política económica, en cambio, el centroizquierda es temible: al precedente gobierno de Prodi se deben algunas de las peores leyes en temas de “flexibilidad” del trabajo. Por otro lado, es necesario considerar que Berlusconi ha perdido por un soplo, conservando casi intacto su electorado. El bloque social del partido-empresa no se ha erosionado. El “berlusconismo” después de Berlusconi tiene el riesgo de durar todavía más; e incluso de ejercitar una cierta hegemonía cultural sobre una izquierda enamorada de Tony Blair.
–Hoy se discute mucho sobre los gobiernos así llamados “progresistas” de América latina. ¿Cuál es su opinión a la hora de caracterizarlos?
–He leído y escuchado opiniones muy diversas sobre la cuestión de los “gobiernos progresistas”. Opiniones muy favorables y muy críticas. Estoy lleno de preguntas, sin ninguna convicción definida. Creo que los “gobiernos progresistas” latinoamericanos, un poco como el de centroizquierda italiano, juegan un rol importante, como signo de contradicción y como una suerte de espina clavada en un costado, en el plano de las relaciones internacionales. Pero pienso también que, en el plano de las relaciones de fuerza entre las clases, estos gobiernos no son un bien en sí, sino sólo por los eventuales espacios que su existencia abre para los movimientos de base, en forma de contrapoderes territoriales. Quiero entenderlo mejor, leer y escuchar.
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