DIALOGOS › CARLOS FUENTES, LA LITERATURA, LA POLITICA Y LOS RECUERDOS
A punto de cumplir los 78, resurgió de su dolor personal más lúcido y creativo que nunca. Vive con pasión la literatura y la política, preocupado por la crisis mexicana y los conflictos contemporáneos, como muestra en su última obra, Todas las familias felices. Aquí, sus recuerdos, su pensamiento y el relato de su vida en Buenos Aires, que incluyó inicios de varios tipos.
› Por Juan Cruz *
A veces, en público, Carlos Fuentes levanta el dedo índice de la mano derecha, declamando sus textos, recitando una conferencia o simplemente subrayando una opinión, cualquier cosa, y entonces se distingue perfectamente en el aire que ese dedo está totalmente curvo, como el pico de un pájaro. Algunos de sus amigos le oyeron decir que se le quedó así escribiendo Cristóbal Nonato; puede que con ese libro –que tiene más de quinientas páginas– hubiera vencido ya por completo la resistencia del dedo, pero lo cierto es que durante toda su vida, “desde que soy chiquito”, Fuentes se ha fiado sólo de ese útil de escribir, y su escritura ha sido incesante, innovadora, ardorosa, pensativa, amorosa, guerrera, extrañada, fantasmal, erudita, narrativa y, muy pocas veces, autobiográfica. Siempre enérgica. La energía es lo que sobresale de él, como una pasión de vivir y de estar en forma para hacerlo.
En Oviedo, en 1993, cuando le dieron el Premio Príncipe de Asturias, se empeñó en estar en la calle firmando su libro de entonces, Diana o la cazadora solitaria, que es un raro relato autobiográfico sobre su relación –tormentosa, torrencial, apasionada– con la actriz Jean Seberg. Antes de esa firma se había sometido a una ronda de largas entrevistas, entre ellas una que le hizo la entonces periodista Letizia Ortiz, que luego sería, precisamente, princesa de Asturias. Esa energía, con la que responde y firma, lo acompaña siempre, y cuando parece disminuido o falto de fuerzas, sometido a la natural melancolía de las pérdidas –en pocos años murieron sus dos hijos, Carlos y Natasha–, resurge de nuevo como si esa energía se cultivara en el huerto de escribir, con su dedo curvo de tanto hacerlo. Ahora acaba de publicar un nuevo libro, Todas las familias felices (Alfaguara), que de alguna manera responde a la herida sentimental que dejan estas recientes tragedias. En todas partes muestra esa energía con la que se apresta a recibir los 78 años, que cumple el 11 de noviembre, preocupado por la crisis mexicana, por el diálogo interrumpido entre el Norte y el Sur.
Sus respuestas son rápidas, casi urgentes, veloces, por encima incluso de las preguntas, como si tuviera un motorcito que le va ayudando a imaginar lo que le va a preguntar el periodista. Una relación de sus obras puede resultar abrumadora, pero su perfil quedaría incompleto si no se dijera que es el autor de La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel, Terra Nostra o Los años con Laura Díaz...
Los años con Laura Díaz es un fresco del siglo en México, y en el mundo, casi como si Fuentes hubiera escrito una saga familiar, en la que también puede rastrearse su propia autobiografía. Nació en Panamá, y siguió a su padre –diplomático, como él después– a Chile, a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil y a México, donde finalmente se hizo. En todas partes descubrió vetas de lo que luego sería su literatura, pero cuando de verdad se sintió un hombre ya presto a ser Carlos Fuentes Macías, él solo, fue en el Río de la Plata, Argentina. Le preguntamos a su mujer, Silvia Lemus, periodista, si ella singularizaría alguna imagen de ese tiempo en que Fuentes empezó a hacerse como es ahora, y señaló precisamente una foto en la que a él se le ve rodeado de su familia, a los 15 años. “Sonriente, muy guapo, ya él sabe que es un hombre.”
–¿Y cómo era ese hombre, Carlos Fuentes Macías?
–En Buenos Aires más que un adolescente me hice un hombre; llegó mi padre a encargarse de la embajada de México después de un golpe de Estado típico de los militares argentinos. Era todavía la Argentina que había sido pronazi durante la guerra, y me empezaron a dar una educación que contrastaba mucho con la educación democrática que yo había recibido en los Estados Unidos en tiempos de Roosevelt, o en México en tiempos de Lázaro Cárdenas, o en Chile en los del Frente Popular. De repente resultaba que Esparta tenía razón sobre Atenas, y allí se daba una educación militarista, se insinuaba una gran simpatía hacia el Eje. Una educación racista. Así que le dije a mi papá: “Yo no resisto esto, yo me quiero educar de otra manera, ¡por tu culpa voy a ser educado por estos racistas militares!”. Me concedió un año de libertad, me dejó ser un chico libre.
–Y en Buenos Aires, casi nada.
–Empecé a caminar por las calles, descubrí a Jorge Luis Borges, aprendí a bailar tango en el Tango’s Bar. ¡Todavía me luzco en las pistas de baile! Y me enamoré de una señora guapísima que me doblaba la edad y que vivía en los mismos apartamentos que yo. Cuando se iba todo el mundo a trabajar y en el edificio sólo quedábamos los dos, me dije: “Esta es mi oportunidad”. Y toqué el timbre. Llevaba en la mano la revista Sintonía, que era una publicación de radio. Le dije: “Perdone que la moleste, pero no sé qué papel interpreta usted en la radio, ¿Eva Duarte, Madame Dubarry, Juana de Arco?”. Me respondió: “Madame Dubarry, que es menos santa pero más entretenida, pase”. Y ahí se inició mi vida sexual. Y ahí también empezó mi vida de ser humano latinoamericano. Le debo mucho a Buenos Aires, me inició en muchas cosas.
–¿Y cómo había sido la niñez?
–Fue muy bonita, porque tuve unos padres muy cariñosos. Nací en Panamá, donde mi padre era el encargado de la Legación de México. En Río de Janeiro recibí una educación subliminal, allí el embajador era (el escritor mexicano) Alfonso Reyes, y mi padre, su secretario. Yo siempre digo que aprendí literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes. Luego fuimos a Washington, que es donde pasé toda mi niñez, de los cuatro a los doce años. Entonces la educación propiamente dicha se inició en una escuela pública y tuve una maestra maravillosa, miss Florence Painter. Había allí, en aquel Estados Unidos de Roosevelt y del Nuevo Trato (New Deal) un gran entusiasmo por hacer cosas. Un gran dinamismo, una energía democrática que se me quedó en el ánimo para siempre. Lo que vino después fue un contraste, y Washington se convirtió en la ciudad terriblemente fría del invierno e insoportablemente cálida del verano, así que yo rogaba que me mandaran con mis abuelas a México. De esa manera mantenía la lengua española y sobre todo mantenía la memoria de mi familia, de mi pasado, de mí mismo, de mi país.
–En busca de sus abuelas.
–Tenía unas abuelas maravillosas; las dos se llamaban Emilia. Una descendía de alemanes, y hacía maravillosas comidas. Era una mujer muy severa, muy decidida. Se había quedado viuda de mi abuelo, que había sido un banquero en el puerto de Veracruz, y ella había decidido seguir adelante; puso una casa de huéspedes en México. Y la otra abuela era también de gran decisión; perdió a su marido muy joven, tenía cuatro hijas, las tuvo que mantener, se hizo maestra de escuela. Dos abuelas que me protegieron y me mantuvieron viva la lengua, aunque yo viviera en un mundo que hablaba en inglés. Porque, claro, yo seguía estudiando en inglés. En la escuela pública, donde era muy popular. Hasta un día aciago, el 18 de marzo de 1938.
–¿Qué pasó?
–Ese día, el presidente Cárdenas expropió las compañías extranjeras en México y desde ese momento aparecieron en los periódicos norteamericanos encabezados que decían: “Comunistas mexicanos se roban nuestro petróleo”, “Que se beban su petróleo los rojos mexicanos”. Me convertí en un niño comunista en la escuela y de repente dejé de ser popular, y me di cuenta de que pertenecía a México, que pese a mi vida de niño internacional tenía yo una raíz mexicana. Un día fui al cine con mi padre a ver una película sobre la independencia de Texas. Y en medio de la batalla del Alamo, al lado de mi padre diplomático, me levanté y grité: ¡Viva México! ¡Mueran los gringos! Y mi papá me sacó del cine corriendo: “¿No te das cuenta de que soy diplomático, y tú pegando esos gritos en el cine?”. Pero yo tenía 10 años y una emoción muy mexicana.
–Un niño muy político. Premonitorio.
–Sí. Yo siempre viví la política, desde muy temprano. Cárdenas fue el detonante. El mejor presidente que hemos tenido, un auténtico revolucionario que transformó las estructuras de México y abrió los brazos a la emigración republicana española. Así que todo mi pensamiento político tenía que ver con Cárdenas, con Roosevelt... Los problemas se resuelven con democracia, apelando a la capacidad creativa del pueblo. Es una lección que nunca olvidé.
–Ha mencionado a los republicanos españoles exiliados en México. Usted ha dicho que México ganó la guerra de España.
–Había una gran hispanofobia en México, por las guerras de la independencia, y ese sentimiento perduraba. Pero, de repente, llegaron los representantes de la emigración republicana a México y renovaron nuestra cultura, la modernizaron de golpe gente como José Gaos, Luis Buñuel, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, León Felipe. Hubo un traslado de tanta inteligencia desde España... Y mi generación fue la que primero se benefició de esa corriente. Yo en particular les debo mi visión del derecho, de la justicia, del derecho internacional, de la poesía, del cine...
–Pero en Argentina había descubierto a las chicas, y en Chile, la política.
–La política y la poesía, al tiempo. Me sorprendió vivir en un país de habla española en el momento en que Chile tenía un frente popular de socialistas y comunistas radicales; Chile demostró que se puede gobernar un país de América latina con una democracia de izquierda. ¡No hay que volverse loco, como el payaso de Chávez! Yo iba a los mitines, me obsesionaba encontrarme de pronto mi lengua como vehículo de un movimiento de izquierda. Y descubrí la gran poesía de Neruda. Fue cuando empecé a leer a Gabriela Mistral, a Vicente Huidobro, me daba cuenta de que se podían unir la poesía y la política.
–¿Conoció bien a Neruda?
–Sí, pero más tarde, en la escuela de verano de Concepción, en Chile. Llegué y me invitaron a un recital de Neruda. Recuerdo haber entrado en ese recital escuchando la voz del poeta a la orilla del mar, confundido con el rumor de las olas, era espectacular cómo la voz tan peculiar de Pablo Neruda y las olas se amalgamaban, iban juntas, idénticas. Nos hicimos grandes amigos.
–¿Cómo era?
–Un gran poeta, quizá el mejor poeta latinoamericano, con César Vallejo y Rubén Darío, del siglo XX. Un hombre de grandes convicciones políticas y de profunda sensualidad humana. El creía en sus ideas, era sincero, pero al mismo tiempo adoraba la comida, la bebida, la naturaleza, las mujeres, los amigos. Recuerdo haber recorrido el río Bío Bío con él, Alejo Carpentier y Benedetti. Neruda iba recogiendo cochayuyos (un tipo de alga que crece en Chile), y nos los daba a comer –eran muy sabrosos– en medio de una gran alegría.
–¿Cuándo se dio cuenta de que usted iba a ser escritor?
–Muy chiquito. A los siete años. Viviendo en Washington, decidí hacer un periódico; dibujaba a Roosevelt, a Mussolini, a Hitler, daba las noticias del día como si yo las hubiera descubierto, hacía crítica de cine, comentaba una serie de cosas y hacía circular estas paginitas por los siete pisos del edificio. No creo que eso le interesara a nadie, pero ahí ya alentaba lo que quería hacer, y mi padre me daba un gran apoyo. Y hay un antecedente. Mi tío Carlos Fuentes era un joven poeta excelente; hay versos suyos publicados en una revista de Veracruz. Era muy buen poeta, y además, muy guapo; tenía 21 años cuando murió, de tifus. Y mi padre, que vivió esa muerte con un gran dolor, quiso que yo me llamara Carlos Fuentes también, y me encauzó a cumplir el destino de su hermano muerto. Me animaba mucho a leer, íbamos al cine, al teatro. A los 11 años escribí mi primer ensayo en el boletín del Instituto Nacional de Chile, y a los 17 concursé en mi escuela preparatoria de Morelos y en el Colegio Francés, y gané los tres primeros premios con tres seudónimos distintos.
–Dice que descubrió que México era su sitio. ¿Cómo fue ese encuentro?
–Fueron tiempos en que escuché a mi padre defendiendo los intereses de México, que era un país muy atacado, y yo me sentía muy de México.
–Ha dicho usted que un novelista es como un profeta. Ha escrito dos libros que tienen que ver con la historia, o con la actualidad, de México: La silla del águila y éste, más reciente, Todas las familias felices. ¿Hay profecía en esos libros?
–Lo que yo he tratado de hacer es exorcizar los problemas de México. Lo malo de eso es que cuando lo que uno escribe se hace profecía se cumple lo bueno y lo malo. La silla del águila es un libro de exorcismo fallido, pero es profético porque las intrigas políticas de las que trata terminaron cumpliéndose. México es un país con una larga tradición autoritaria; el imperio azteca era profundamente autoritario, y el virreinato español ni se diga. La independencia fue un caos entre la anarquía y la dictadura, hasta que Benito Juárez estableció un orden republicano y luego Porfirio Díaz impuso el progreso sin libertad, sin democracia. La revolución provocó que todos los revolucionarios, Zapata, la gente de Pancho Villa, la gente de Obregón, se juntaran en la ciudad de México, y de repente el país se conoció a sí mismo, y eso fue muy importante para que hubiera una gran explosión cultural, que se pone en evidencia en el muralismo, en la campaña educadora de José de Vasconcelos, en la novela de la Revolución. Ese garabato de autorreconocimiento, de nacionalismo sano, luego derivó en un nacionalismo ramplón, barato, patriotero, ese nacionalismo de “¡Como México no hay dos!” y esas sandeces. Fue entonces cuando aparecí en la literatura con un libro de cuentos fantásticos titulado Los días enmascarados. Fue rápidamente lapidado por los nacionalistas porque no se ocupaba de los problemas del país, de la revolución y del proletariado. Un intelectual de entonces dijo que “el que lee a Proust se proustituye”. Era un ambiente asfixiante que yo traté de combatir a través de novelas más críticas en cuanto a la situación del país y más renovadoras en cuanto a la forma de narrar.
–Y en un momento determinado el PRI convirtió a México en una dictadura perfecta, como dijo Mario Vargas Llosa.
–O en un dictablanda, como la de Primo de Rivera en España.
–Octavio Paz casi pidió la expulsión de Vargas Llosa de México por haberlo dicho.
–No se puede simplificar la Revolución mexicana; fue un gran momento histórico, una revolución contradictoria. Dio una fisonomía cultural, un nuevo aire a un país legendario. México se convirtió en un país medianamente próspero, nació una burguesía que no existía y se crearon los sindicatos. Lo que le faltaba a la Revolución era la democracia. Se produjo una alianza de clases que se quebró el 2 de octubre de 1968, cuando el gobierno acabó a balazos con una manifestación de estudiantes en la plaza de Tlatelolco. A partir de ese momento ya nadie creyó en la Revolución mexicana, y a tropezones se inició un proceso que lleva al proceso en el que ahora mismo está inmerso el país.
–¿Cómo reaccionó usted ante esa matanza?
–Con furia. Estaba en París; hice declaraciones feroces en Le Monde para denunciar esa atrocidad; Octavio (Paz) dejó la embajada en la India en protesta contra la matanza. Fue un momento decisivo, intelectual y político, para México.
–Y luego fue usted embajador en París. ¿Por qué lo aceptó?
–Porque creí que se estaba creando un clima nuevo después de Tlatelolco y de Díaz Ordaz (presidente en 1968). Sentí que había una posibilidad de renovación del país y muchos escritores de aquella época tratamos de apoyar esa renovación aceptando puestos públicos con esa esperanza. Y no hubo una renovación inmediata; lo que hubo fue un largo proceso que culminó en las elecciones de 2000 (ganadas por Vicente Fox, líder del PAN, frente al PRI) y por fin se produjo la alternancia democrática.
–Sin embargo, el presidente con el que usted fue embajador, Luis Echevarría, fue el acusado de la matanza, hasta en fecha reciente.
–El único que podía dar la orden de disparar al Ejército era el presidente de la República, no el ministro del Interior. Ahí Díaz Ordaz es el responsable.
–¿Y lo que ocurre ahora (tras la elección de Felipe Calderón, también del PAN, y las protestas organizadas por su oponente, López Obrador) es una metáfora de México o un incidente?
–¿Se acuerda de cuando María Zambrano hablaba de la República española y la denominaba la República niña? Tenemos una democracia niña también. En México hemos tenido tres pruebas democráticas, en el siglo XX y ahora, relacionadas todas con elecciones: la de Francisco Madero en 1910, la de Fox en 2000 y ésta. Es una tercera prueba democrática, que es la de aceptar la primacía de las instituciones. Hace 12 años, el sucesor del presidente era designado por el dedazo. Eso ha cambiado sólo en una década; se han creado instituciones electorales para definir la validez de los comicios. Ahora se ha producido un proceso que ha dado de sí un resultado muy cerrado. Como el de Prodi, como el de Merkel, como el de Bush. Ya no es la aplanadora del PRI la que gana por el 80 por ciento de los votos. El tribunal dice que Calderón ganó por un 0,5 por ciento, y porque no simpatice con Calderón yo no le puedo negar legitimidad. Es una frase lamentable ésa de López Obrador: “Al diablo con las instituciones”. ¡Si las instituciones las creó la izquierda! Y en función de ese sistema él ha ganado muchos escaños. ¿Al diablo también con lo que él ha ganado? Así no se juega.
–¿Lo que ocurre es materia para un novelista o es una cuestión de preocupación ciudadana?
–No, hay una gran preocupación ciudadana; pero también se trata de un fenómeno muy circunscrito a la ciudad de México. Es un problema del Zócalo, de la avenida Juárez, del paseo de La Reforma. Pero las cosas se van a calmar.
–En París fue embajador, en un momento culminante de su vida literaria.
–Y el puesto me interrumpió esa vida. Tenía que atender al gobierno francés, a los diplomáticos extranjeros, a la Iglesia, a los alcaldes, a los empresarios, a los intelectuales. Tenía que dedicarme a eso y dejé de escribir.
–Su agente, Carmen Balcells, me pidió que le hiciera esta pregunta: siendo de una familia acomodada pudo haber hecho lo que le viniera en gana y tener éxito en todo. Se hizo escritor. ¿Esto es lo mejor del mundo?
–Sí, lo creo sinceramente. Beethoven hubiera dicho que lo mejor era ser músico, y Brad Pitt dirá seguramente que lo mejor es ser actor. Me siento libre haciendo lo que me gusta hacer.
–A los 47 años ya era una celebridad, estaba en París. Una vida rutilante. Y estaba en marcha el “boom”.
–Había escrito una novela que tuvo mucho éxito en México, La región más transparente. Luego vino el boom, del que se empieza a hablar en Barcelona, donde están Vargas Llosa, José Donoso, Gabriel García Márquez y al que después se anexa Julio Cortázar. El boom estaba en deuda con la generación que le precedía: Onetti, Rulfo, Carpentier, Lezama... Y una enorme deuda verbal con la poesía, con la de César Vallejo, por ejemplo. Y con los cronistas de Indias, por ir al origen. El boom no inventó nada, tenía profundas raíces en una tradición extraordinariamente rica. Y coincidió con un interés espectacular por América latina.
–Y sobre todo por Cuba.
–Cuba se convirtió en un fenómeno internacional de enorme repercusión en todo el mundo; tuvo que ver con esa iluminación que hubo sobre América latina, claro que sí.
–Y se desbarató la cohesión intelectual sobre la isla a partir del “caso Padilla”.
–Mucho antes. Cuando fuimos al Pen Club de Nueva York, con Pablo Neruda, en 1966. Hablamos del deshielo, y eso fue recibido con un repudio total por las autoridades culturales cubanas; nos denunciaron a Neruda y a mí, nos pusieron como al perico, sobre todo Roberto Fernández Retamar. En ese momento yo dije: “No vuelvo a ir a un lugar donde se trata a los escritores de esta manera”. Había ya signos de un creciente dogmatismo e intolerancia en la isla.
–¿Y qué piensa hoy de Cuba?
–Yo no estoy de acuerdo con el autoritarismo de Fidel Castro: no puedo querer para mi país lo que no me gusta de otro país. Quiero tener una democracia mexicana con unas libertades fundamentales. No puedo tener como modelo una dictadura totalitaria como ha sido la dictadura cubana. Las cosas van a cambiar con la muerte de Castro. Por otra parte, siempre me opuse a la agresión norteamericana contra Cuba. Deseo una Cuba democrática, independiente de los Estados Unidos. Que conserve las grandes conquistas, que las ha habido: educación, salud, dignidad nacional.
–¿No tuvo efecto esa crisis con Cuba en el trato entre los escritores de esa generación suya?
–Sí. Pero más por el caso Padilla. Pero mucha gente que luego se ha alejado del régimen de Castro siguió yendo a Cuba después de que nosotros nos apartamos. No se puede juzgar por ello a nadie; eran decisiones personales, efectos de la historia que estaba sucediendo.
–Usted ha mantenido una buena relación con Gabo.
–Sí, y con Vargas, y con Pepe Donoso, y con Cortázar. Pero he tenido mayor intimidad con Gabo. Somos amigos desde hace 40 años.
–Dijo usted que cuando él ganó el Nobel lo habían ganado todos ustedes. ¿De veras un escritor puede renunciar en virtud del triunfo de otro?
–Mira, yo no tengo ninguna ambición por el Nobel. Y me sentí premiado cuando se lo dieron a Gabo.
–Lo hirió a usted la enemistad con Paz.
–Mucho. Fuimos muy amigos, pero se rompió esa relación, de la que no quiero hablar más. Siempre le tuve gran admiración y respeto. Fue una relación muy cercana, muy buena. No sé lo que pasó. Yo no siento ninguna culpa.
–¿Su obra podría darnos su autobiografía?
–Soy muy poco autobiográfico. Presento el mundo desde la gran arena de la imaginación. No me interesa tanto introducir a mi persona. Alguna vez lo hice, en Diana..., por ejemplo, que es una novela muy autobiográfica.
–¿Le costó hacerla?
–Sí, me costó. Pero exorcicé ese problema. Me humillé. Y lo quise escribir así, sin pelos en la lengua; salgo perdiendo en la novela, no había otra manera. Contar un amor fracasado por esos detalles nimios de la vida que te llevan a conquistar y a perder lo conquistado.
–Y al final, la protagonista, Jean Seberg, perdió también.
–Era melancólica y muy frágil. Y quería parecer fuerte, se aliaba con luchas terribles, como las de los Panteras Negras. Pasó de ser una chica de 16 años en un pequeño pueblo del Estado de Iowa a hacer de Juana de Arco en París. No estaba preparada para ese tránsito, trató de equiparar su vida a su personalidad y ahí se le fue la vida.
–¿Es tan fuerte la literatura que permite que un escritor exorcice una experiencia?
–Tú te olvidas de los nombres de los primeros ministros, pero jamás te olvidas de los grandes escritores: los libros son los grandes indicadores de la historia. Porque ayudan a comprender el alma humana.
–Va a cumplir el 11 de noviembre 78 años. ¿Qué le ha hecho el tiempo a su edad?
–Me ha permitido ganarme la juventud; yo he hecho un gran esfuerzo por ganármela, por asociar a mi creación todo lo que quiero: a mi esposa Silvia, a los hijos que perdí, Carlos y Natasha. Me gano la vida y la juventud incorporándolos a mi vida, a mi creación, a mis sueños.
–¿El dolor no interrumpe la creación?
–El dolor te puede destruir pero te puede engrandecer. No se va el dolor, pero alimenta tu creatividad en nombre de los seres que quieres.
–Uno de sus rasgos ha sido siempre el entusiasmo. ¿Hay algún momento en que ese entusiasmo disminuya?
–Cuando se ve lo que pasa en el mundo. La peor situación que he visto en mi vida. Un tiempo definido por los extremismos maniqueos.
–¿Cuál sería hoy su ilusión personal?
–Tener la suficiente memoria para seguir viviendo. Del amor, de la vida personal, de la amistad.
–Me pidió alguien que le preguntara qué estaba pensando en aquella foto, en la playa, cuando tenía 15 años, rodeado de su familia.
–Quería volver a Buenos Aires, acabar las vacaciones, bailar tangos, ver a Borges, y en el amor de una mujer.
–¿Lo ha logrado?
–Bueno, no sé si logré lo de bailar. Lo demás creo que lo he conseguido todo.
–¿Fracasos?
–Muchísimos. La vida está llena de lo que quisiste obtener y no lograste, sobre todo por tu culpa. Más lo que dejaste escapar que lo que te arrebataron. Tienes que escoger, estar siempre en el centro, ante seis avenidas, y escoger alguna.
–Aquella pregunta era de su mujer, Silvia.
–Me encanta esa pregunta.
* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.
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