DIALOGOS › JOHN HOLLOWAY, PENSADOR MARXISTA, ESTUDIOSO DEL ZAPATISMO Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Holloway refutó la idea tradicional del marxismo histórico sobre el asalto al poder político y desarrolló, tomando el ejemplo del zapatismo mexicano, líneas de pensamiento sobre el cambio social “sin tomar el poder”. Una mirada diferente del Estado y del trabajo asalariado.
› Por Verónica Gago
–Usted teoriza un “hacer social” que se opone al trabajo asalariado. ¿En qué situaciones contemporáneas está pensando?
–El hacer social existe en la forma predominante del trabajo asalariado, abstracto. Pero este hecho no niega que el hacer social existe también como revuelta contra el trabajo asalariado. Que tengamos que pasar ocho o nueve horas cotidianamente haciendo algo simplemente para ganar dinero implica también la revuelta en contra de esa situación en términos de soñar otra cosa y de búsquedas concretas de pasar el tiempo de otra manera. La subordinación no se puede concebir sin la insubordinación. La conversión del hacer humano en trabajo abstracto, capitalista, no puede pensarse sin la reacción en contra que busca crear y rescatar un hacer que tenga sentido como momento de liberación. Esto a veces aparece en formas individuales y otras como proyecto colectivo, como una revuelta mayor como puede ser el levantamiento zapatista o las revueltas bolivianas de los últimos años o lo que se llamó el “argentinazo”.
–Es conocida su posición antiestatal. Desde esa perspectiva, ¿cómo cree que el Estado logra recomponerse y volver a tener legitimidad después, por ejemplo, de un colapso tan fuerte como fue la crisis argentina de fines del 2001?
–Hay que entender al Estado como una forma subsidiaria de la realidad del valor, que es lo que establece la verdadera síntesis social, aunque ésta siempre es inestable. En este caso, creo que el reestablecimiento del Estado se debe a la presencia de conceptos estadocéntricos dentro del movimiento de resistencia. Con esto quiero decir que el Estado no es una institución ajena, sino que nos penetra en términos de cómo pensamos el cambio social. Esta penetración del movimiento anticapitalista por el capital y por el Estado es lo que da una respuesta ya lista para contestar al intento del Estado de restablecer el orden.
–¿Qué consecuencias teóricas y políticas tiene insistir en el concepto de “crisis” como centro del análisis, tal como usted propone?
–Creo que una teoría radical del cambio social tiene que ser una teoría de la crisis. En el sentido que lo que nos interesa no es cómo funciona el capitalismo, sino cuáles son sus fragilidades y dónde están sus desequilibrios. Es esta perspectiva de la crisis la que separa la teoría marxista de la teoría burguesa. La pregunta es cómo podemos entender, aun en un período de aparente estabilidad, la crisis del sistema. Esto implica concebir la inestabilidad como fondo de cada forma de relación social y de cada concepto. Por ejemplo: tenemos que poder ver el trabajo asalariado capitalista como una forma que contiene y suprime nuestra creatividad pero también ser capaces de ver que ese hacer social contenido existe en rebeldía contra su forma asalariada y más allá de ella. Esto supone no pensar en términos de identidad, sino de antiidentidades.
–¿Por qué?
–Porque la identidad busca encerrar una fuerza antiidentitaria que se rebela precisamente contra la identidad y va más allá de ella. Este pensamiento de la crisis intenta abrir cada situación y cada concepto, cuando se presentan como aparentemente cerrados, y mostrar que allí existe un antagonismo creativo, es decir, la fuerza que va más allá de lo existente. Cualquier definición o imposición de categorías cerradas es un intento represivo, que cierra el paso a la fuerza del movimiento y de la lucha que tienen dentro de sí cada concepto y cada situación.
–Hoy está teorizando un pasaje que va del “grito” de rechazo que implican muchas protestas a la aparición de “grietas” que surcarían el espacio político con otros modos de hacer. ¿Cómo piensa ese desplazamiento?
–El grito en contra de lo que existe me parece que es el punto de partida de cualquier pensamiento radical. Por eso creo que tenemos que trabajar una teoría negativa: si no, nos estamos negando a nosotros mismos. Este grito obviamente es un impulso hacia otra cosa: implica un anhelo que va más allá del mundo tal como es. El problema es cómo pensar esta otra cosa. Después de la publicación de Cambiar el mundo sin tomar el poder, hubo muchas críticas, obviamente. Pero la crítica que para mí tiene más peso es la que decía “Sí, está bien, hay que cambiar el mundo sin tomar el poder; pero ¿cómo?, ¿qué hacemos?”. Por eso ahora mi preocupación principal es el cómo. Claro que no en términos de dar una respuesta pero sí en la perspectiva de desarrollar qué significa un nuevo tipo de cambio social radical. De ahí llego a la cuestión de las grietas. Es claro que no se puede concebir un cambio radical a nivel mundial de un día a otro, sino en términos de grietas en el tejido de la dominación. Estas grietas se pueden pensar de muchas formas, aunque creo que hay razones para no concebirlas en términos de Estados, sino de un modo antiestatal o no estatal: esas grietas son momentos o espacios en los cuales decimos: “No, no vamos a aceptar el dominio del dinero ni el mando del capital. Vamos a hacer otra cosa”. Si se empiezan a pensar estas negaciones como grietas en el tejido de la dominación capitalista, entonces de repente la imagen del mundo cambia: en lugar de ver un mundo dominado totalmente por el capital, vemos un mundo lleno de grietas de todo tipo, contradictorias, muchas que no nos gustan, pero al fin rechazos a la dominación.
–¿Les ve algún tipo de riesgo o límite a estas grietas?
–Me parece que es fundamental entender que no se trata de crear espacios sociales autónomos cerrados, porque ese cierre siempre implica una institucionalización o un proceso de muerte del movimiento. Las grietas son procesos dinámicos y abiertos que se extienden y se mueven permanentemente. Pensar la revolución o el cambio social radical es pensar en la creación, expansión y multiplicación de estas grietas.
–Si el grito es una acción negativa, de rechazo, ¿la grieta supone, en cambio, una dimensión constructiva o cree que es sólo una profundización de la negación?
–Creo que sería una profundización de la negación constructiva (risas). Es importante enfatizar la negación porque si no se pierde fácilmente la dimensión anticapitalista, que es el criterio para diferenciar construcciones que están dentro del sistema y las que se oponen a él.
–Si concibe una política más allá de los partidos políticos, ¿cómo piensa la relación o comunicación entre las luchas?
–Obviamente esto es un problema: las luchas son dispersas porque así existen en todos lados. La cuestión de la articulación creo que en parte es un problema real y en parte es un problema de perspectiva, porque la idea tradicional de unidad es una idea institucional, que busca todo el tiempo una expresión visible de esa unidad. En cambio, me parece más importante pensar en términos de resonancias o ecos. Si uno piensa por ejemplo en el impacto del movimiento zapatista y se ven los intentos que ellos hicieron varias veces –incluso hoy– de crear instituciones para fortalecer el movimiento, se ve claro que todos esos intentos institucionales han fracasado. Al mismo tiempo, el zapatismo ha tenido un efecto unificador en los movimientos anticapitalistas mundiales a través de las resonancias que ha creado.
–Usted está trabajando sobre la distinción entre dos niveles de la lucha de clases. Uno ligado al momento de existencia del movimiento obrero organizado y otro correspondiente a la época actual, que vincula con un “sujeto invisible”. ¿Podría explicar este pasaje?
–El surgimiento de nuevas formas de lucha en los últimos veinte años hizo que muchas veces se diga que toda la conceptualización alrededor de la lucha de clases ya no servía. Para mí no es así. El concepto de lucha de clases es muy importante porque nos remite a un antagonismo fundamental, que atraviesa toda la sociedad, entre el capital –como forma de organización de nuestros haceres– y el impulso a la autodeterminación. En este antagonismo se pueden distinguir dos niveles. Por un lado, hay un concepto de la lucha de clases que toma como presupuesto la subordinación del hacer social al trabajo abstracto y que se enfoca en los conflictos que existen entre el trabajo y el capital como relación de explotación. Por otro lado, está el antagonismo básico entre el hacer potencialmente autodeterminado, creativo, y el trabajo abstracto enajenado que se impone en el capitalismo. Entonces, por un lado es la lucha del trabajo en contra del capital y, por otro lado, es el conflicto entre el hacer y el trabajo. Históricamente, el movimiento socialista y comunista ha sido dominado por el primer concepto, es decir, la lucha del trabajo abstracto contra el capital; y también dominado por las instituciones que expresan la posición del trabajo abstracto como trabajo asalariado: los sindicatos y los partidos socialdemócratas y comunistas. A mí me parece que esta constelación de lucha de clases está en crisis desde hace más de dos décadas: se ve claro en la pérdida de influencia de esas instituciones y en la crisis de la relación salarial como relación que daba cierta seguridad e identidad a los oprimidos. Creo que ahora está surgiendo de una forma fragmentaria una lucha del hacer contra el trabajo. ¡Esto implica repensar todo!
–¿Por qué?
–Simplemente porque todos los conceptos y las formas dominantes de relaciones sociales tienen que ver con la existencia del hacer como trabajo abstracto. Entonces, si el trabajo abstracto entra en crisis también lo hace el Estado, la idea de tiempo, el concepto de representación. A partir de los años ’70 se abre un nuevo proceso de lucha de clases. Desde entonces el capital ha estado tratando de recuperar esta crisis a través de su reutilización en el proceso de trabajo: es lo que se conoce como posfordismo. Al mismo tiempo, hay un surgimiento de luchas y nuevas formas de vivirlas y pensarlas que resisten estos intentos del capital de recuperar la crisis.
–Estas nuevas luchas son en gran medida protagonizadas por personas que están por fuera de la fábrica –desocupados, ocupantes de tierras y casas, trabajadores precarios, etc–. ¿Cómo cree que afecta el hecho de que muchas de ellas no buscan recuperar la vieja identidad obrera?
–Creo que son luchas que buscan otro tipo de hacer, por ejemplo los desocupados que dicen que no quieren regresar a una relación de explotación, con la idea de que no quieren perder su vida en algo que ya no tiene sentido para ellos. La precariedad, en este sentido, es una expresión de los cambios en las relaciones salariales y tiene dos sentidos: por un lado, es algo que afecta de manera negativa a las condiciones de vida de la gente pero, por otro, también significa la precariedad de la dominación. Finalmente la clave de la dominación capitalista es la relación salarial, de empleo. Cuando esa relación entra en crisis no sólo se expresa en términos de desempleo, sino también como debilitamiento de la identificación de la gente con su empleo. La típica relación fordista hacía que la relación con el empleo fuera para toda la vida, lo cual promovía un proceso de identificación con el empleo muy fuerte. Creo que la pérdida de esa relación más o menos estable, implica también la pérdida de esa identidad. Esto abre brechas.
–¿Cuáles son sus críticas a la teorización de un biopoder como forma de dominio actual que, a partir de Foucault, retoman muchos pensadores contemporáneos?
–Creo que conduce fácilmente a la exageración de la tendencia, en el sentido que implica la penetración total de cada aspecto de la vida por el capital. Por esto mismo su punto de partida es ser un concepto de la dominación, para introducir después el concepto de la lucha biopolítica en su contra. Creo, en cambio, que hay que pensar desde el principio en términos de lucha y contradicción, si no se cae en exageraciones que nos debilitan.
–¿Esta misma crítica la extiende al punto de vista actual de distintos teóricos del obrerismo italiano, como Negri y Virno cuando caracterizan el posfordismo?
–Sí. Muchos de los autores de lo que se llama el “posobrerismo” creo que se enfocan demasiado en las formas de dominación a pesar de decir que todo empieza con la lucha. Me parece que esto implica perder de vista el impulso autonomista original que buscaba entender el capitalismo a partir de las luchas anticapitalistas. Creo que ésta es una tendencia peligrosa.
–¿Qué opina de la relación entre los movimientos sociales y ciertos gobiernos sudamericanos, que llegaron al poder en buena medida por el impulso que las luchas y protestas dieron a la escena política en sus países?
–Creo que es una relación bastante complicada. Primero, el hecho de que en los últimos años exista un giro a la izquierda en América latina a nivel de los gobiernos refleja un surgimiento muy grande de luchas anticapitalistas. Esto es algo muy bueno. Pero a la vez que estos gobiernos reflejan la fuerza de las luchas también constituyen una respuesta a ellas. Si uno piensa en Bolivia, el caso más actual, está claro que la elección de Evo Morales fue el resultado de la fuerza de las revueltas radicales de los últimos años y en ese sentido fue un logro de las luchas. Pero, al mismo tiempo, esa victoria electoral implicó una transformación y una reorganización de las luchas dentro de otras estructuras. El Estado, como una de esas estructuras, es una forma histórica para excluir a la gente: tomar el Estado implica aceptar formas jerárquicas y excluyentes de organización, adoptar ciertas formas de comportamiento y un tipo de lenguaje. Lo que pasa en Bolivia no es para nada una traición o falta de honestidad de los dirigentes, pero muestra que aceptar las estructuras estatales implica un distanciamiento de los líderes respecto de los movimientos de los que surgieron.
–En Argentina, su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder se discutió mucho. ¿Cómo percibe la situación actual del país?
–Creo que el gobierno de Kirchner no puede dejar de verse como resultado de los movimientos del 2001-2002. Al mismo tiempo Kirchner implica la canalización de esos movimientos dentro de otras estructuras y en ese sentido hay una expropiación del movimiento porque lo que ellos estaban buscando o tratando de crear se volvió una tarea administrada por el Estado, bajo una forma que necesariamente busca conciliar las demandas sociales con el capital.
–¿Cree que la opción para los movimientos es ser cooptados y canalizados por el Estado o quedar un tanto marginales ante gobiernos que se presentan como “progresistas”?
–No, no creo que ésa pueda ser la opción. Volvamos a Bolivia: antes y durante la elección de Morales, la idea de los movimientos no fue quedar marginados, sino que ellos determinaron lo que fue pasando en el país. No se trata de aceptar ni glorificar la marginación. La cuestión es ver cómo en cada momento se puede desarrollar movimiento y articularlo cada vez con nuevas formas. Esto no resuelve para nada el problema. Pero institucionalizar el movimiento en términos de Estado no es la respuesta porque debilita al movimiento.
–Usted estuvo en Venezuela hace poco tiempo. ¿Cómo ve la situación de ese país, que es el que irradia con más fuerza en la región la idea de una nueva forma de Estado de corte popular?
–Creo que Venezuela tiene particularidades. Por un lado, no es como en Bolivia donde había un movimiento masivo fuera del Estado que luego se canalizó hacia dentro del Estado. Creo que en Venezuela el movimiento estaba enfocado hacia el Estado casi desde el principio. Por otro lado, Chávez en su discurso está empujando las estructuras estatales hacia sus límites, lo cual es muy interesante. Creo que es una revuelta anticapitalista contenida en estructuras centrales y estatales. Es interesante pero no va por ahí la cosa.
–En México la situación después de las últimas elecciones es bien diferente en el sentido que la derecha busca sostenerse en el poder a toda costa. ¿Qué opina del movimiento contra el fraude?
–Lo interesante de ese movimiento es que no es para nada lo mismo que lo que fue el movimiento electoral antes de los comicios. La campaña electoral de López Obrador buscaba institucionalizar la indignación social, pero el movimiento posterior contra el fraude es cada vez más un movimiento contra las instituciones, que desborda los parámetros iniciales de la campaña electoral y hasta cierto punto empuja a López Obrador mismo más allá del contexto institucional. Me parece que es un movimiento muy real, que sobrepasó las expectativas de todo el mundo. Es importante buscar formas no institucionales de desarrollarlo porque es claro que el PRD ni quiere ni puede hacerlo.
–¿Cómo entiende la posición del zapatismo, que califica al movimiento antifraude como algo no vinculado con su política?
–Si pensamos en la Otra Campaña y en la gente que está identificada con el zapatismo creo que hay de las dos opiniones: mucha gente dice que hay que tomar el movimiento antifraude como algo serio y otros dicen que no es un movimiento, sino una movilización. Marcos y la comandancia mantienen distancia de él recordando su experiencia local con el PRD y lo que han dicho ya de López Obrador y sus asesores. Diría que es importante no imponer definiciones rígidas, simplemente porque el movimiento de las luchas sociales es tan amplio que todo el tiempo las desborda.
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