DIALOGOS › SIDNEY SHELDON, EL MAYOR FABRICANTE DE BEST SELLERS
En esta conversación con Página/12, realizada meses antes de su muerte, Sidney Sheldon reveló algunos de sus secretos para escribir libros que deberán leer millones de personas en todo el mundo. La cantidad de libros vendidos no habla de la calidad de la obra, asegura el escritor a María Esther Gilio, poco convencida de los méritos literarios de la obra de Sheldon.
› Por María Esther Gilio
Sidney Sheldon podría servir para ilustrar a ese norteamericano que casi todos tenemos archivado en algún lugar de la memoria. Es alto, de piel fina y sonrosada. Su rostro es una especie de pantalla donde el color es espejo de sus estados de ánimo. Su piel se torna rojiza si ríe, si se sorprende o si se fastidia. Con el ceño fruncido pregunta de pronto a la traductora: “¿Qué pasa, a ella no le gustan mis libros?”, el color se hace ligeramente más profundo. Pero nada de esto dura mucho. Sus palabras están constantemente subrayadas por amplias sonrisas de grandes dientes blancos y parejos.
Su mujer, también rubia, también alta, también típicamente norteamericana, lo acompaña. Sirve refrescos, ofrece bombones, va, viene, mira la plaza a través de los cristales y atiende sin distraerse a lo más importante: la conversación. Una pregunta que no transparente la admiración por el entrevistado que ella espera la aleja por unos instantes de su función de ama de casa interesada en el bienestar de las visitas. La mano que volcaba naranjada en el vaso se detiene en el aire, toda su atención se concentra en el diálogo.
–Tomé su libro Si hubiera un mañana y leí: “Doris Whitney se desvistió lentamente y eligió un camisón de color rojo intenso para que luego no se notara la sangre”. Terminé la frase y dejé el libro a un costado. No quería hacer lo único que usted pretendía que el lector hiciera: devorar las frases siguientes. Al mismo tiempo no podía dejar de admirar su capacidad de síntesis. Se trataba de una mujer que esa noche moriría. Pero no de cualquier manera sino de manera violenta. Y eran tan... digamos delicada, que quería evitar que los que encontraran su cuerpo se sintieran chocados por las manchas de su sangre sobre una tela clara. Esa frase era para que nadie escapara. Deliberada para que nadie escape, ¿o usted dice que no?
–Yo digo que es absolutamente deliberada para que nadie escape.
–Ah, bueno y ¿qué finalidad tiene?
–Es parte de una técnica que me enseñó la televisión. La imagen debe atrapar. Si no atrapa, el espectador cambia de canal. Yo intento escribir libros que el lector no pueda abandonar.
–No muchos escritores pueden decir eso.
–Yo puedo.
–Claro que puede. Sus libros se venden por millones.
–Han sido traducidos a treinta idiomas. Hasta los chinos me leen.
–¿Por qué cree que lo leen? ¿Por la anécdota?
–Uno puede hacer la historia más maravillosa del mundo sin hacer personajes, yo hago personajes.
–¿Sí? ¿Usted piensa eso? ¿Cuándo un personaje es real, cuándo es veraz, según usted?
–Había una historia en que un niño moría. Recibí cientos de cartas. La gente no quería que aquel niño muriera. Era un niño real.
–Pienso en Tracy, la protagonista de Si hubiera un mañana, ¿qué tiene Tracy de real? Comienza siendo una jovencita inocente que por una experiencia más o menos dura se transforma en una supermujer. Pero no sabemos ni cómo ni por qué.
–El destino cambia, hace de ella una persona diferente. Los personajes de mis libros cambian como cambiamos nosotros en la vida. Nos pasa a todos.
–Sí, la vida nos cambia. Lo que yo resiento en usted es que nunca muestra cómo se produce interiormente ese cambio. Usted parece decir: “ése no es mi problema”.
–Bueno... lo que a mí me importa es que hubo un cambio.
–Se me ocurre que cuando usted comienza un libro se lanza a sí mismo un único desafío: “El que comience este libro no podrá abandonarlo hasta el final”. ¿Es así?
–No, no es así. Mi principal meta es dar a la gente un poco de felicidad, hacerle olvidar sus problemas. Un día recibí de una chica de 19 años, enferma del corazón, una chica que no quería vivir, una carta donde decía que mi libro le había resultado tan entretenido que había olvidado su enfermedad y se había calmado, lo cual era fundamental para su recuperación.
–Es decir que el libro escrito por usted le permitió evadirse de su realidad.
–Sí, mis libros son de evasión.
–Veo que esa palabra no lo asusta nada.
–No, no me asusta nada.
La mujer se había sentado cerca, como si fuera espectadora en un partido de tenis, movía la cabeza, de la traductora a él, de él a la traductora, de la traductora a mí y así sucesivamente. Parecía estar pensando: “Esto no marcha. Aquí no se está hablando de lo que realmente importa”. Dijo: “El hace por las mujeres más que todos los movimientos feministas. Sus mujeres son siempre exitosas”.
–Sí –confirmó él–, mis mujeres son siempre exitosas.
–¿Fueron siempre exitosas las mujeres que conoció de cerca?
–Estoy en contra de ese clisé de la linda tonta.
–Sus mujeres no son tontas, pero siempre son lindas.
–Son femeninas, inteligentes y atractivas. Yo conozco algunas así –dijo mirando a su mujer, que movió la cabeza echando el pelo hacia atrás.
–Aunque conociera miles, no deja de ser un estereotipo.
–Mire, una vez hice un libro con una mujer gorda y fea. Pero se propuso adelgazar y ser bella y lo consiguió.
–Cuando un personaje cuenta con la simpatía y la amistad del autor puede conseguir cualquier cosa.
Rió un rato y luego dijo:
–Ella trabajó para conseguirlo, para transformarse.
–Es muy lindo verlo reír, ríe con ganas.
–A usted no les gustan mis libros.
–Si hubiera un mañana lo leí del principio al fin.
–¿Y?
–Usted sabe que yo debo ser el “abogado del diablo”. ¿Cómo se sentiría si supiera que alguien que lo está leyendo deja su libro en la página veinte?
–Muchos lo dejan en la cinco.
–Su respuesta me sorprende. Yo estaba tan segura de que usted diría: “eso no pasa jamás”...
–¡Oh no! Muchos empiezan un libro y a las pocas páginas lo dejan de lado. Escribir un best seller quiere decir escribir un libro que lean millones de personas, pero no todas, no todo el mundo.
–El que escribe siempre piensa en un lector, ¿en quién piensa usted?
–Yo pienso en mí, escribo para mí.
–Quiere decir que para usted escribir es realmente un disfrute.
–Para mí escribir es la sensación más excitante del mundo. Yo vivo en una casa grande con cancha de tenis, pileta. Mis amigos se divierten y me llaman: “Bajá, vení a jugar”. Yo prefiero seguir escribiendo. Nada me gusta más que escribir. El acto de creación me excita –dijo, y era evidente que no había exageración en eso–. Me sorprenden mis amigos escritores que sólo disfrutan una vez que terminaron el trabajo y sufren mientras lo hacen. Nada me gusta más que escribir. Yo me compenetro con mis personajes, vivo sus aventuras, sus amores, sus angustias. Un día estaba muriendo un personaje y me largué a llorar, no pude seguir. Tuve que pedir a la secretaria que dejáramos de trabajar por ese día.
–Según usted, ¿qué relación hay entre la calidad de un libro y su tirada?
–Ninguna. Hay libros excelentes que nadie lee y libros malísimos que lee todo el mundo.
–¿Cómo se considera como escritor? ¿Cree que será leído dentro de veinte años?
–¡Claro! Las librerías en Estados Unidos no renuevan su stock porque no tienen espacio. Sólo renuevan aquellos libros que salen de inmediato. Mis libros los renuevan porque salen apenas llegados. En este momento soy el autor más leído del mundo.
–¿Más que la Biblia?
–No sé, pero el autor de la Biblia no anda por ahí caminando.
–Así que dentro de veinte años seguirán leyéndolo.
–Dentro de veintiuno no sé, pero dentro de veinte, se lo aseguro.
–Le había preguntado cómo se consideraba como escritor.
–Soy un profesional, puedo escribir un libro cada tres meses. Sin embargo, cuando termino uno paso un año y medio reescribiéndolo. Puedo llegar a hacer doce reescrituras.
–Leyéndolo me pregunto cómo hace para que puedan ocurrir tantas cosas en una sola página, y si ése será uno de los ganchos. Usted en treinta líneas hace que un elefante caiga desde un puente y al caer recoja con la trompa un cofre dentro del cual hay una joven que asoma la cabeza y se enamora del dueño del elefante que grita desde arriba del puente, se casa con él, lo envenena y es coronada emperatriz de una región selvática y desconocida donde conoce un antropólogo norteamericano que le propone matrimonio. Con él se casa.
–Eso acaba de inventarlo.
–¡Claro! Estoy tratando de imitarlo.
–Para una principiante no está mal.
–¿Cuáles son los elementos que definen el best seller?
–Primero los personajes. No importa que sean buenos o malos, deben ser creíbles. Segundo, la historia. La historia es el motor. Por medio de la historia el lector se mete en situaciones y lugares que nunca podría vivir por sí solo. Ya le dije que soy best seller en treinta idiomas. Creo que toco una cuerda muy especial.
–¿Cuál sería esa cuerda?
–Los personajes son reales, son reales para todos. Esa es la cuerda.
Su mujer, que atenta seguía el diálogo, confirmó con la cabeza: “Es así, como él dice. Muchas veces yo sentí lo que sienten sus mujeres”.
–Muchos escritores se ocupan mucho de las palabras, describen minuciosamente y así pierden el interés de la historia. Yo estoy muy atento a lo que pasa y trato de que sea totalmente verosímil. Es decir, que si hablo del FBI pasaré dos horas o tres o cuatro con el jefe del FBI para compenetrarme.
Ella añadió:
–Y si habla de Venecia, allá vamos. Paseamos en góndola, visitamos los mercados, los restaurantes, las callecitas. Cada ciudad que aparece ha sido previamente conocida, palpada. El ha visto cárceles, conocido presos. No le gusta que otros investiguen por él.
–Sin atender a la calidad, ¿qué diferencia encontraría entre su literatura y la de Bradbury o Salinger? Me refiero más bien a la manera de ver el mundo.
–Tenemos psiquis diferentes, emociones diferentes.
–Hay algo que se repite en sus libros, algo de lo que ya hablamos, pero quisiera insistir. Sus personajes, aventureros, ladrones, estafadores, llegan siempre a esa situación luego de una injusticia de la que fueron víctimas. Como si sólo eso los justificara. Para que resulten simpáticos al lector usted los justifica haciéndolos víctimas de algún hecho inicuo que los lleva a algo así como a vengarse de la sociedad. Me parece que usted es un moralista, ¿no?
–Yo soy un moralista. Siempre hay una razón para que alguien actúe mal y si esa razón no existe, esa persona recibirá un castigo.
–Tracy no fue castigada.
–Ella había recibido el castigo antes. Y sólo hace daño al que le había hecho daño.
–Hay otra cosa que me sorprende en sus libros: la falta de erotismo.
La traductora tradujo, él escuchó, su mujer escuchó, pero imposible decir por qué razón todo empezó a entenderse al revés. El comenzó a defenderse diciendo que sus escenas de amor no eran “tan eróticas al fin y al cabo”. Ella confirmó y añadió que él era “delicado y suavemente alusivo”. La traductora, con su gentil sonrisa, insistió en que no era eso lo que se decía sino lo contrario. Durante varios minutos pareció que estábamos en una comedia de equívocos del siglo pasado. “Yo no digo eso”, “Ella lo que dice...”, “Lea de nuevo”, “Mire bien”. La traductora, como un director de coros en medio de un pandemoniun, extendía la mano hacia un lado, buscaba sinónimos y sonreía para quedar seria de inmediato.
–Mire, le traigo ejemplos que en sus libros se repiten permanentemente. La gente, en sus libros, hace el amor como escribe a máquina o maneja autos. Insisto: sin erotismo. Fíjese, aquí en este libro hay una pareja dispuesta a hacer el amor. Se meten en una bañera llena de gelatinas de distintos sabores y “la mujer comenzó a lamerle el cuerpo desde el pecho hasta la entrepierna. ‘Mmmm, tu piel tiene sabores deliciosos, el que más me gusta es la frutilla...” Veamos otros. Hay una pareja de enamorados, ella se sienta en el regazo de él. Y bueno... en unos tres segundos ella está ya en el orgasmo y piensa: “Debo haber muerto y estoy en el paraíso”. ¿Le parece una impertinencia lo que digo? Yo creo que ninguna mujer puede pensar eso en ese momento. Y además creo que tan rápido no hay mujer en el mundo que llegue al paraíso.
A Sidney Sheldon le había costado entender exactamente; cuando finalmente entendió, comenzó a reír. Con lágrimas en los ojos por la risa, dijo: “Le prometo tener en cuenta sus observaciones en mi próximo libro”.
Sidney Sheldon, considerado uno de los más grandes fabricantes de best seller del mundo, dejó de existir el martes 30 de enero, pocos días antes de cumplir 90 años.
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