DISCOS
› THE CURE VOLVIO A LA ACTIVIDAD CON UN DISCO BIEN CLASICO
Los militantes de la angustia
En 2000, Bloodflowers fue anunciado como el adiós del mítico grupo inglés. Pero Robert Smith sabe que The Cure es su mejor método de expresión, y lo demuestra con canciones inspiradas.
› Por Eduardo Fabregat
Lo primero que hay que decir es una buena noticia: The Cure acaba de publicar un disco, y no es un Grandes éxitos. Parece que Robert Smith y sus muchachos al fin comprendieron que para apilar Staring at the sea (1986), The Peel Sessions (1988), Galore (1997), Greatest hits (2001) y Join the dots (2004), amén de los álbumes en vivo Concert (1984), Entreat (1990), Paris y Show (ambos de 1993), de vez en cuando hay que pasar por el estudio, trabajar un poco y registrar algún disco con canciones originales. La última experiencia en ese sentido había sido Bloodflowers (2000), un ejercicio teñido de gris al que Smith –viejo zorro de pelo enmarañado– le había adosado el carácter de despedida definitiva. Después, se sabe, la soledad, el embole, la evidente sensación de que Mr. Smith encontró en The Cure el vehículo definitivo para su música, llevaron a uno de esos actos de volvemos-aunque-nunca-nos-fuimos. En esta clase de comebacks, también es sabido, el menú de opciones arranca con la apuesta segura de buscar al sonido más clásico posible. De allí a la autorreferencia hay un solo paso, el de titular el nuevo disco de The Cure como... The Cure.
Semejante cúmulo de apreciaciones cínicas puede llevar a pensar que lo nuevo del veterano grupo inglés (lleva, con sus intermitencias, 28 años en la ruta del tentempié) es lo más frío y calculador que hayan hecho en su vida. Y sin embargo, la primerísima escucha de The Cure devuelve la confianza. Por cuestiones globales y por cuestiones particulares: en un momento en que mucho de lo que suena desde los focos de producción mainstream presenta una homogeneidad que lleva al aburrimiento, The Cure tiene unas marcas de identidad que se agradecen. Entonces, se puede criticar esa aparente falta de riesgo en buscar un disco clásicamente Cure, o se puede disfrutar lo que tiene para decir un grupo de sobrevivientes de mil batallas, hombres de negro y convicciones fuertes, que esta vez entregan un bloque de canciones lleno de sustancia, registrado en una rápida serie de sesiones de la primavera boreal.
Los garabatos tipo Tim Burton en el jardín de infantes que colorean el arte (realizados por sobrinos y sobrinas de Smith) pueden dar una buena pista sobre el contenido. Si Bloodflowers se había pasado de la raya en su retorno a las cuevas, The Cure encuentra la proporción justa entre el pop climático y los susurros más arrastrados del grupo que completan el bajista Simon Gallup, el guitarrista Perry Bamonte, el tecladista Roger O’Donnell y el baterista Jason Cooper. El primer acto, de todos modos, apunta al hueso y ofrece una puesta en escena del Cure más gótico. Lost y Labyrinth, primeros tracks de la lista, son un doblete oscuro y paranoico que deja claro de qué va el asunto, músicas arrastradas, guitarras rasposas y el muro mugriento que construye Gallup, tan esencial a The Cure como el mismo Smith. Que emerge de tales tormentas sonoras con esa voz tan característica, primero para repetir que “No puedo encontrarme, no puedo encontrarme/ estoy perdido en otra persona” y concluir en la siguiente canción que “ya no sos vos/ o quizá sea ya no sea yo”.
Los devaneos existencialistas sobre la identidad, por suerte, no van mucho más allá. A la hora de los temas, Smith opta por letras nostálgicas, casi naïve, como las reflexiones sobre tiempos idos de Before three y Anniversary, exponentes típicos de las “de amor” como (I don’t know what’s going) on y Taking off –los momentos más luminosos– y las inevitables reflexiones sobre amores rotos, como la perfecta carta de despedida de alt.end o la furiosa desesperación de Never y The promise, una diatriba eléctrica en la que, durante diez minutos, Smith apostrofa a quien alguna vez le prometió que el amor era algo perfecto.
Las temáticas son conocidas, y el sonido general lleva una y otra vez a los recursos más apreciados del quinteto, los punteos lánguidos de guitarra y las acústicas por debajo de la mezcla, los colchones de cuerdas vía teclado y hasta las percusiones electrónicas típicas del dark ochentoso. El barniz más lustroso, en este caso, pasa por el productor Ross Robinson (gran responsable de las explosiones de Korn, Limp Bizkit y Slipknot, pero también de un regreso de Vanilla Ice), que le dio más vitaminas a Cooper y subió un par de puntos a las distorsiones, dándole otra carga energética al grupo, un aire más guitarrero y filoso. El recurso fracasa un poco en Us or them, donde Robert lleva su bronca antibélica hasta la sobreactuación. Pero a The Cure se le permiten esos deslices, y más en un disco como éste, digno retorno de una separación anunciada pero nunca del todo concretada. Y al cabo, ¿quién necesita un Robert Smith solista?