ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
El Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores contabiliza cerca de 1,3 millón de personas ocupadas en el campo. Los últimos datos reflejan que apenas un cuarto de ese total, alrededor de 325 mil, tiene salarios en blanco. El promedio salarial de ese pequeño grupo de trabajadores no llega a los 1500 pesos mensuales. Como en antiguos vínculos laborales de servidumbre, también se les paga con comida y viviendas precarias en el área de la producción. Existen también 350 mil golondrinas, que desplazan su fuerza de trabajo según los períodos de cosecha. La mano de obra rural es la peor paga, la que enfrenta pésimas condiciones laborales y la más explotada. Sólo los desocupados están en peor situación. Del universo de trabajadores, constituyen el sector más castigado. Sólo un pequeño núcleo de peones calificados, como los que manejan esas maravillas mecánicas de tractores y cosechadoras que recorren el área sembrada percibe ingresos relativamente dignos. Ese vergonzoso panorama laboral se desarrolla en uno de los mejores períodos históricos de la actividad agropecuaria. Sólo la existencia de una bien arraigada hipocresía patricia, con un acompañamiento para nada ingenuo de la mayoría de los medios de comunicación, permite a las entidades empresarias del sector denominar paro del campo a una protesta política e ideológica de raíz conservadora. El campo no está en huelga: sus patrones siguen haciendo trabajar a sus peones, las vacas siguen siendo ordeñadas, el trigo sigue creciendo y los cerdos siguen alimentándose.
La precariedad laboral de los trabajadores del campo ha sido una constante a lo largo de la historia. En Peones Rurales, una crónica histórica y visual desde sus orígenes a la actualidad, de Roberto García Lerena, se destaca que entre 1910 y 1930 se contabilizaron más de 3000 peones rurales muertos, miles de heridos y presos por reclamar por sus derechos. Esas sí eran huelgas y protestas del campo. La más dramática fue la que se denominó La Patagonia Trágica. Recién con el Estatuto del Peón, durante el primer gobierno de Perón, se definieron legalmente derechos del trabajador rural, salarios dignos, mejores condiciones laborales y otras medidas de corte social. Fue un notable avance normativo pero con relativo efecto en la práctica. La situación, como la reflejan las estadísticas oficiales, no ha mejorado mucho en décadas. En los últimos años se ha consolidado una creciente expansión del empleo en negro, en un marco que combina resabios de relaciones cuasi-feudales con prácticas laborales tercerizadas tendientes a reducir el vínculo entre patrón y empleado a través de la figura del “contratista”. Susana Aparicio, especialista en empleo rural del Conicet, explicó en una investigación publicada el año pasado en el suplemento de Economía de Página/12, Cash, que “a los capataces se los indemniza y ahora trabajan como contratistas de cosechadores para las mismas empresas, las cuales evitan mantener una relación laboral directa con los trabajadores”.
También fue un avance legal la Libreta del Trabajador Rural, aprobada en diciembre de 2002. Pese a esa norma, los niveles de empleo en negro continuaron en el 75 por ciento. Los peones están excluidos de la Ley de Contrato de Trabajo porque se rigen por una ley específica de 1980 que, en términos generales, ofrece un nivel de protección menor. Esa norma no contempla la jornada laboral de ocho horas y a quienes trabajan por temporada no se les reconoce un vínculo permanente con el empleador. Con el crecimiento y la modernización de la producción agropecuaria, se esperaría una consolidación de una fuerza de trabajo estable, como pasaría en cualquier otra actividad. Sin embargo, en lugar de avanzar hacia una mayor formalización, ocurrió lo contrario. La falta de inspecciones laborales llevaron a los grandes grupos agroindustriales a blanquear sólo a los trabajadores que manejan máquinas complejas y costosas, como las cosechadoras de tecnología avanzada. El resto continúa al margen de cualquier tipo de derecho laboral. En ese mismo informe especial de Cash, la investigadora Norma Giarracca señalaba que el trabajador rural “es un sector de bastante invisibilidad por la falta de compromiso de sus organizaciones gremiales. No hay fiscalizaciones para controlar el empleo en negro. Lo que me llamó la atención en los últimos años es la naturalización de esta situación por parte de los trabajadores”.
En el campo se genera un escenario muy particular en relación con otros sectores dinámicos y muy rentables de la actual bonanza económica. En la minería o en el automotor, por ejemplo, el trabajador también es sobreexplotado en función de la riqueza que genera, pero cobra los salarios más altos de la pirámide de ingresos. En cambio, en la producción agropecuaria, con ganancias también extraordinarias, los peones son los peor pagos. Frente a esto, no deja de ser una peculiar postal de la Argentina esa mesa de indignados representantes de cuatro entidades tradicionales que dicen representar los intereses del campo. “Confiscación” y “despojo” definieron al mecanismo de retenciones móviles, en una respuesta desconcertante porque muestran ignorancia o mezquinos intereses para comprender ese sistema, que en el actual escenario internacional de las materias primas resulta más racional y técnicamente más eficiente que las retenciones fijas: por caso, si el precio internacional baja, también lo hace el tributo, lo que brinda previsibilidad de precios, al definir uno neto de aquí en más, para la producción doméstica. O, en realidad, la maratón de declaraciones altisonantes fue un acto de simulación para la defensa de una hiperrentabilidad obtenida por fabulosas condiciones de los mercados externos, pero también por la extraordinaria explotación de los peones rurales.
Como se sabe, el empleo en negro refleja también el nivel de evasión impositiva de la actividad. A más trabajo informal, más evasión en el pago de impuestos, porque el circuito productivo tiene que funcionar en negro para mantener en equilibrio el balance ante el fisco, como explican los tributaristas. Por lo tanto, si el campo reúne el privilegio de ser uno de los sectores más negreros, también lo debería ser en sus obligaciones impositivas. Y así parece según se desprende de informes de los organismos de recaudación de la provincia de Buenos Aires (Arba), a cargo de Santiago Montoya, y de la Nación (AFIP), manejado por Alberto Abad. Sobre 8000 propiedades rurales fiscalizadas por imágenes satelitales en el núcleo sojero de Buenos Aires, las dos terceras partes no declararon actividad ni pagaron Ingresos Brutos. Montoya estimó que la evasión anual agrícola bonaerense alcanza los 1000 millones de pesos. Otra vía de evasión impositiva se da en la venta de granos a través de sociedades fantasma. Existen compañías que simulan una venta que no existió y hacen de intermediarios entre el productor y el acopiador/exportador para que a éste le llegue la mercadería en blanco. Después, cuando la AFIP investiga, resulta que esas sociedades no aparecen y no pagaron IVA ni nada. Con el resultado del Operativo Granos 2007 de la AFIP, Abad excluyó del sistema, por negociar en negro, a 4573 operadores de granos, hizo embargos a morosos por 10 millones de pesos y, por la interrupción de esas transacciones en granos, evitó una evasión en el IVA de unos 80 millones de pesos, y en Ganancias, de 320 millones de pesos. De alguna manera, las retenciones vienen a recuperar para el fisco una parte de la millonaria evasión en el pago de impuestos del campo.
La actividad agropecuaria es muy compleja, con muchísimas particularidades, incluso en el empleo rural, que requiere de bastante cuidado y pericia en las políticas públicas por las diferentes realidades que existen. A veces intervienen con éxito, otras tantas en forma incompleta y en otras con torpeza, casilleros que han sido ocupados a lo largo de todo el período del kirchnerismo. Eso hace a una mejor o peor gestión en las estrategias sectoriales, y aún es prematuro concluir sobre su saldo final. En tanto, del otro lado del mostrador, además de sostener un discurso que atrasa al no dar cuenta de la extraordinaria transformación en la forma de producción y de los nuevos actores de los últimos años, las entidades que dicen representar al campo ocultan detrás de su ofuscación las indignantes condiciones laborales de los trabajadores rurales y la irritante evasión impositiva del privilegiado mundo agropecuario.
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