ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
El aumento de precios de los alimentos, en particular, y del índice de inflación, en general, es el principal problema económico que enfrenta el Gobierno. Por ahora no es una cuestión dramática pero sí preocupante. El principal motivo que alienta esa inquietud se encuentra en la autodestructiva estrategia de manipular el índice de precios al consumidor del Indec. Esa política de pintar el paisaje según el propio deseo sin incluir las diferentes ondulaciones que ofrecen las colinas, peñascos y cumbres abre la ventana al ingreso del virus del ajuste. La incomprensible, por lo burda, ruptura del indicador de referencia sobre los precios logró que resucitaran los profetas del fracaso, que las consultoras de la city recuperaran protagonismo con un nuevo nicho de negocio en la elaboración de mediocres índices de precios y, fundamentalmente, que regresaran diagnósticos tradicionales y otros confundidos sobre los motores que impulsan el actual proceso inflacionario.
Varios son los argumentos que van moldeando lenta pero persistentemente el sentido común del discurso económico sobre los motivos del alza de precios. La expansión monetaria, el aumento del gasto público por encima de la recaudación, las bajas tasas de interés en términos reales, el tipo de cambio relativamente alto que importa inflación, las presiones salariales y el alza de los costos son los postulados repetidos que se pueden encontrar en la mayoría de los análisis sobre las razones de la inflación. La receta propuesta frente a esos supuestos desequilibrios es el enfriamiento de la economía. Si alguna virtud puede encontrarse en el actual modelo económico es su apuesta contracorriente a un crecimiento acelerado y vigoroso, como han registrado en su momento países que emergieron de guerras y depresiones que habían arrasado su estructura productiva y social. El reclamo de frenar la economía para abordar el presente problema de la inflación, además de mostrar pereza intelectual para estudiar lo que hoy es un fenómeno complejo a nivel mundial y de ignorar o minimizar la puja distributiva local y la estructura oligopólica de mercados sensibles, refleja que la ortodoxia sigue gozando de un consenso que no se merece por los resultados desastrosos que ha ofrecido durante varias décadas.
Esos postulados de enfriamiento de la economía implican por el lado del gasto aumentar poco o directamente no subir las jubilaciones como si se trataran de haberes dignos, o disminuir la obra pública en un país cuya infraestructura es todavía deficiente, o bajar los subsidios y, por lo tanto, subir las tarifas. También significa por el lado monetario elevar la tasa de interés aún más de las de usura que hoy cobran los bancos para los préstamos al consumo, o para las hipotecarias o para la industria, haciendo más difícil el ya complicado acceso a esas líneas. Por el frente cambiario, dejar que baje el dólar lo que alentaría las importaciones y dificultarían las exportaciones, con la vulnerabilidad que generaría en las cuentas externas esa dinámica. Otra medida por el costado de los ingresos sería detener la morosa recuperación del salario real de los trabajadores.
Economistas del establishment no tienen pudor de insistir con esas recomendaciones, otros no tan ortodoxos son un poco más prudente, pero ahora han aparecido los denominados keynesianos que aconsejan lo mismo: enfriar la economía, que la presentan con el eufemismo de desacelerar el ritmo de crecimiento. Frente a las controversias, nada mejor que recurrir a la fuente de inspiración de los keynesianos. Axel Kicillof es un joven economista, estudioso de la obra de Keynes, que acaba de publicar el fabuloso libro Fundamentos de la teoría general. Las consecuencias teóricas de Lord Keynes (editorial Eudeba), donde explica que muchas de las confusiones sobre las ideas del economista británico se debe a que “la absorción de los aportes de Keynes estuvo principalmente en manos de sus adversarios, es decir, de los economistas pertenecientes a la escuela teórica que él criticaba y pretendía desplazar”. Así el concepto de divulgación más común respecto de la propuesta keynesiana consiste en creer que el papel de la política económica es amortiguar o suavizar el ciclo económico, fomentando el nivel de actividad cuando hay recesión y, a la inversa, enfriando la economía a través de políticas recesivas cuando, a su juicio, se encuentra recalentada.
Ante una consulta de este cronista, Kicillof señala que “de esta estirpe son las recomendaciones que ofrecen los presuntos keynesianos cuando, ante el aumento de los precios, diagnostican un exceso de crecimiento del Producto y proponen reducir el consumo, la inversión y (si se los dejara hablar lo suficiente) seguramente también el salario. En general, la medida adecuada según esta óptica es la de restringir el crédito o, lo que es lo mismo, incrementar la tasa de interés. De esta manera pretenden combatir la inflación, pero lo hacen apelando a la medida ortodoxa por excelencia, puramente monetaria, aunque disimulada como si fuera un sabio “manejo” de la demanda keynesiana”.
A Kicillof se le solicitó encontrar en la obra fundamental de Keynes (La teoría general) la refutación a esa vulgar interpretación en espejo de la receta tan habitual entre keynesianos que propone aplicar políticas monetarias expansivas y, sobre todo, fiscales para salir de la recesión, que deduce entonces que es conveniente aplicar las medidas contrarias en el auge. Y Kicillof respondió, con generosidad, que Keynes dedicó varios párrafos en las páginas del capítulo 22 de La teoría, referido al ciclo económico, a una polémica que hoy es tan actual para Argentina. Keynes escribió:
“Puede parecer que el análisis precedente está de acuerdo con el punto de vista de quienes sostienen que la sobreinversión es la característica del auge, que el único remedio posible para la siguiente depresión es evadir esta sobreinversión y que, si bien, por las razones dadas antes, ésta no puede impedirse por medio de una baja tasa de interés, sin embargo, el auge puede evitarse por una tasa alta de interés [...].” “Pero inferir estas conclusiones de lo anterior llevaría a una mala interpretación de mi análisis; y a mi modo de ver, supondría un serio error” (página 268).
Kicillof aclara que Keynes habla de sobreinversión pero podría estar hablando igualmente de sobreconsumo porque en la teoría general se supone que hay siempre una relación estable entre inversión y consumo dada por la propensión marginal a consumir y porque la tasa de interés afecta a la inversión y no al consumo.
Sigue Keynes:
“Así ¡el remedio para el auge no es una tasa más alta de interés, sino una más baja!, porque ésta puede hacer que perdure el llamado auge. El remedio correcto para el ciclo económico no puede encontrarse en evitar los auges y conservarnos así en semidepresiones permanentes, sino en evitar las depresiones y conservarnos de este modo en un cuasi-auge continuo” (página 269).
Keynes concluye: “Así, un aumento de la tasa de interés como alivio para el estado de cosas derivado de un prolongado período de inversiones anormalmente fuertes, pertenece a esa clase de remedios que curan la enfermedad matando al paciente” (página 270).
El Gobierno tiene que arreglar el desastre que hizo en el Indec. A los economistas keynesianos les toca la responsabilidad de eludir los lugares comunes para evitar errores de diagnósticos y, en consecuencia, de recetas para abordar la cuestión de la inflación.
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