ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Existieron muchas experiencias de control de precios en la historia económica mundial. Algunas fueron exitosas, otras inicialmente fueron bien y terminaron mal, y no pocas fracasaron. Pero en todas esas iniciativas había un objetivo de bienestar general, con intereses políticos y prevenciones en el frente económico, para la preservación del poder adquisitivo de los sectores más vulnerables de la sociedad. El Imperio Romano, la Revolución Francesa, la Alemania de Hitler y Estados Unidos siendo potencia hegemónica del siglo XX, entre muchas otras tentativas en diversos países y modelos económico-sociales, dispusieron en algún momento una estrategia de control de precios. Argentina tiene bastantes antecedentes en esa cuestión. Cada caso tiene su particular contexto histórico, político y económico que explica la determinación de transitar ese camino, reflejando la complejidad que encierra esa materia y, por lo tanto, que advierte para cuidarse de abrazarla con fundamentalismo así como también de descartarla sin miramientos.
Como existieron suficientes ensayos a lo largo de la historia en casi todos los regímenes políticos conocidos, la evaluación sobre una estrategia de control de precios, que en sí misma es un componente de una política de ingresos, no es tan sencilla como hacen en forma tan tajante representantes de la ortodoxia y del conservadurismo local. Los determinantes de los precios de la economía son un tema lo suficientemente complicado como para pensar que lo puede resolver una sola persona que colabora, al parecer con satisfacción, para construir una imagen de rechazo. O, en el otro extremo, sostener que todo debe quedar librado a las inocentes fuerzas del mercado. También ha sido bastante estudiado y analizado que resulta una ilusión suponer que el control o congelamiento puede extenderse indefinidamente en el tiempo. En general, los hacedores de la política económica se entusiasman con la posibilidad de mantener sin cambios variables que les incomodan. Del mismo modo, muchos fantasean con un escenario sin conflicto social, siendo una de las expresiones la tensión de los precios. Como se sabe, factores internos y externos impactan en una sociedad, lo que resulta de una dinámica que requiere tanto de flexibilidad en la utilización de las herramientas que brinda la economía como firmeza en las convicciones. Por eso mismo, los especialistas hablan que el control de precios es necesario en una primera etapa de un proceso convulsionado, para luego pasar a una estrategia más sofisticada en base a una política de administración de precios.
En el amplio menú de experiencias, se destaca una por la calidad del responsable que la lideró como también por el país donde se implementó. John Kenneth Galbraith, uno de los más grandes economistas del siglo pasado, fue el encargado del control de precios en Estados Unidos en el período de la Segunda Guerra Mundial. Su tarea y su experiencia, que fue exitosa, la reflejó en el libro A Theory of Price Control, publicado en 1952 y reeditado en 1980 bajo el nuevo título A Theory of Price Control: The Classic Account. Respecto de esa obra, Galbraith afirmó que “pienso que la mayoría diría que es el mejor libro que he escrito. La única dificultad es que cinco personas lo leyeron. Quizá diez. Me convencí de que nunca tendré el reconocimiento de los economistas técnicos que ponen una energía enorme para ignorar lo que he escrito”.
El profesor Salvador Treber, en un artículo publicado en el diario La Voz del interior, en mayo de 2006, se introduce en esa experiencia y explica que en 1941 Galbraith fue “convocado por el presidente Franklin Delano Roosevelt para administrar los precios internos, y aprendió que los libros e ideólogos –en línea con las reacciones de monopolios y oligopolios– harían fracasar la misión si admitía limitar el control a un cierto número de artículos seleccionados”. Treber precisa que el enfant terrible de Harvard “pronto comprendió que debía transgredir ese axioma liberal –casi una herejía por aquellos tiempos– y no vaciló en extenderlo a todos los bienes comercializables”. Señala que “contra los pronósticos agoreros, el éxito fue total y ello le generó gran prestigio y respetabilidad. Consiguió mantener así los precios internos en un nivel inferior al 2,0 por ciento anual, pese al incesante incremento de la demanda y los altos índices de ocupación que acompañaron al período”. Y concluye que “lo que sus colegas consideraron casi un ‘milagro’ inexplicable; para él era apenas una gran lección que le advirtió sobre la necesidad de someter todo al examen de resultados verificables”.
Pese a ese exitoso trabajo de Galbraith, que tuvo un profundo efecto en la evolución del pensamiento económico, la corriente de la no-intervención en los mercados ha ignorado esa triunfante injerencia del Estado. El control de precios no emerge de esa experiencia como un fin en sí mismo, como vaca sagrada, sino como una imprescindible herramienta de una política de ingresos, ingrediente esencial de una estrategia económica destinada a combinar el empleo con un grado razonable de estabilidad. Para ello los problemas de la economía deben ser abordados incluyendo el contenido político, o sea el poder económico. Si se decide eliminarlo en el análisis, la economía queda lejos de la relación con el mundo real. Los especialistas que desconocen esa íntima vinculación están acompañando, conscientes o no, al poder económico en la descalificación de la utilidad de los controles de precios. En los hechos, convalidan la determinación de precios en condiciones de no-competencia.
Galbraith se refirió a esa cuestión en un presentación magistral, en la 85º reunión de la Asociación Económica Norteamericana, en Toronto, Canadá, el 29 de diciembre de 1972, que denominó El poder y el economista útil. En una de las partes de esa exposición, el autor de La sociedad opulenta señala que “dado que el poder interviene en forma tan total en una gran parte de la economía, ya no pueden los economistas distinguir entre la ciencia económica y la política, excepto por razones de conveniencia o de una evasión intelectual más deliberada”. Para agregar que “la economía no se convierte en una parte de la ciencia política. Pero la política sí debe convertirse en parte de la economía”.
Respecto a los controles de precios, Galbraith explicaba en esa presentación que “hay muchas razones que aconsejan que los economistas acepten lo inevitable de los controles de salarios y precios. Ello ayudaría a que los políticos dejasen de suponer que los controles son algo malo y antinatural y por lo tanto algo temporal que debe abandonarse en cuanto parezca empezar a funcionar. Esta es una actitud poco favorable para el desarrollo de una administración sensata. También haría que los economistas considerasen la forma en que los controles pueden funcionar y en que el efecto sobre la distribución del ingreso se vuelva más equitativo”. Y como si fuese una referencia a la actual situación argentina, el economista que falleció en 1996 a los 97 años aconsejó que “la expectativa inflacionaria se convirtió en una parte de los cálculos de las empresas y los sindicatos. La crisis y la expectativa subsisten aún. Los controles son necesarios hasta que desaparezcan esos factores”.
El debate sobre los precios en Argentina no es el anecdótico Guillermo Moreno, como hábilmente lo pone en el centro de la escena la ortodoxia y el sector empresario y como torpemente lo hace el Gobierno. La clave pasa por estructurar una intervención eficiente en el proceso de formación de precios, un efectivo control en los precios finales y, en definitiva, una política de ingresos consistente. En esa instancia puede ser que no sea suficiente un solo Moreno, sino que sean necesarios varios Morenos más, con la sutil diferencia de que tendrían que ser eficaces en su tarea.
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