ECONOMíA › OPINIóN
› Por Enrique M. Martínez *
Las alzas de precios ponen nervioso a todo el mundo. A quienes tenemos recursos limitados, porque imaginamos que mañana será peor y nos apresuramos a comprar o simplemente perdemos capacidad de comprar día a día. A quienes tienen capacidad de formar precios, por su parte, la inflación les representa una oportunidad de aumentar sus ganancias, en tanto se adelanten al ritmo de crecimiento, con lo cual es probable que remarquen anticipadamente y sean un factor adicional de causa del problema. Décadas de lectura atenta llevan a advertir sólo dos formas de intentar mantener la situación bajo control.
La primera es la que aplica el manual neoclásico y asigna la causa original de la inflación a un exceso de demanda. Si es así, hay que frenar esa demanda. Frenar el alza de los salarios, reducir los créditos, aumentar los impuestos son los caminos que se supone disminuyen el dinero que está en condiciones de ir al consumo y restan presión sobre la oferta, hasta que ésta pueda expandirse lo suficiente. Mirado desde la justicia social, este análisis es al menos paradójico. Para que la inflación no perjudique mañana a los que menos tienen, los perjudicamos ahora.
La alternativa –la “progresista”– viene siendo desde hace más de 50 años establecer controles de precios. Es decir: si el manual económico no funciona, apliquemos la política a la economía y frenemos los precios por acuerdos –si alguien aceptara respetarlos– o por la fuerza. Esta variante fracasa una y otra vez y nos deja frente a la primera como único camino. Esto está pasando una vez más en la Argentina, al punto de que aparecen del sótano los economistas neoclásicos avisando: “Ya les dije”.
Estamos en una trampa. Tan dura es esa trampa que pone en jaque aun a quienes no creen en la burda explicación del exceso de demanda. En efecto, hay quienes le dan la importancia debida a la alta concentración de la economía y agregan esto al escenario. Grandes hipermercados, productores que controlan más del 50 por ciento de la oferta de un bien, son actores que se escapan totalmente a la figura del oferente clásico, que busca simplemente satisfacer la demanda y en ese encuentro llega a un precio de equilibrio. Para nada. Hay por todos lados quienes fijan su tasa de ganancia primero y los precios a los que venden después, apoyados en todo el poder económico necesario para ello. Sin embargo, quienes entienden que eso sucede y que ésa es una causa central de la inflación, proponen controlar los precios discutiendo acuerdos con esos poderes concentrados. Más de lo mismo. En realidad peor: esta mirada, aunque en el discurso actúe en nombre de los intereses populares, en la práctica consolida la concentración, asfixia cualquier alternativa de intentar una verdadera democracia económica.
A todo esto –la existencia de mercados totalmente asimétricos; la imposibilidad de pensar en términos de economía elemental; la ineficacia de los acuerdos de cúpula– debe agregarse un elemento inédito para esta generación: la inflación actual comienza por los alimentos y tiene dimensión mundial. Ya se ha generalizado la creencia de que la demanda china e india de granos es la causa disparadora. Otros agregamos el programa de bioetanol a partir de maíz decidido de manera intempestiva por el gobierno de Estados Unidos. Según información del Banco Mundial, entre 2004 y 2007 la producción mundial de maíz aumentó 51 millones de toneladas. Pero el programa de bioetanol americano demandó lo mismo: 50 millones de toneladas. Y el consumo global para alimento humano o animal aumentó 33 millones de toneladas, que salieron íntegramente de los stocks mundiales, generando una fuerte presión inflacionaria, que se trasladó en cascada al resto de los granos. Dicho de otro modo: si el loco programa de George Bush no hubiera existido, fortalecido con la mirada complaciente de varios líderes mundiales que ahora vuelven sobre sus pasos, el stock mundial de maíz sería hoy 18 millones de toneladas mayor que en 2004, a pesar de la afluencia china e india. El escenario sería otro.
En cualquier caso, aquí estamos: inflación en los precios de los alimentos. En un país de primer nivel mundial en producción de alimentos exportables, en que por lo tanto todo bocado nuestro podría ser vendido caro afuera. Es casi obvio que esto aumenta la complejidad del problema.
En todo caso, también aumenta la velocidad con que se disemina la preocupación, porque la seguridad alimentaria está en la base de cualquier perspectiva de mínima serenidad social. Hay que empezar por aquí.
¿Acaso para ello hay un tercer camino, más allá de los dos clásicos?
Creo que sí. Además de toda la discusión sobre una política de retenciones a la exportación que reduzca el efecto de los precios externos sobre los precios internos, se debe asumir desconcentrar la economía como un hecho imprescindible. Eso significa acotar el margen de maniobra de los más poderosos, a la vez que promover con fuerza la aparición y fortalecimiento de actores más pequeños.
Conocer en profundidad las cadenas de valor y buscar con tenacidad la forma de que desaparezcan o se achiquen los eslabones que no agregan valor, es antiinflacionario casi por obvia definición. Si el pequeño ganadero puede evitar caer en manos del consignatario y luego del matarife, gana más por su novillo y el carnicero compra más barata la carne. Así de simple. Si se vincula al que produce con el que consume a través del mínimo número de eslabones necesarios, ganan los dos extremos: el que produce y el que consume. Hay que poner tecnología al servicio de los pequeños, que está disponible. Se puede hacer con las frutas y hortalizas; con los lácteos; con los pollos; con los panificados. Cada subsector tiene su particularidad, pero toda solución confluye a un mismo concepto: facilitar el contacto directo entre el productor y el consumidor. Siendo ésta la llave, tal vez sea el momento de la movilización de acciones del Estado a escala municipal en todo el país, en tal sentido. Los mercados comunales; la transferencia de tecnología y equipos para instalar pequeñas plantas lácteas o pequeños peladeros de pollos con aptitud sanitaria; la compra conjunta de toda la harina a procesar en el pueblo, son acciones al alcance técnico y humano que hasta nos da cierto pudor describir, por evidentes y elementales.
El hecho que no se recorran estos caminos no es fruto de un déficit intelectual sino de un déficit político, de una superficial interpretación de la democracia económica con justicia social. ¿Obliga a bajar de los análisis macro a caminar la calle y conocer los mecanismos de detalle por los que se producen y distribuyen los bienes? Sí.
¿Es largo y difícil estabilizar esta cultura? Sí. Pero si no lo hacemos, seguiremos golpeando la cabeza contra la pared. Para peor, la cabeza ajena, la de los pobres.
* Presidente del INTI.
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