ECONOMíA › OPINION
› Por Mario Rapoport *
La expresión “granero del mundo” quedó grabada en la mente de muchos argentinos como una época de oro de nuestra economía. Pero, como decía Jauretche, formaba parte más bien de una mitología que don Arturo describió, en su lenguaje campero, con el nombre criollo de “zoncera”. La Argentina no era a principios del siglo XX el primer exportador agropecuario del globo (en 1907 sólo se ubicaba tercero después de EE.UU. y Rusia) y sería más apropiado llamarla estancia vacuna, el negocio principal de los dueños del poder. No por casualidad uno de los juegos para niños más populares del país por décadas se apoda el “juego del estanciero”. Es fácil darse cuenta también, desde las primeras apropiaciones de tierra –vía el “eufemismo” de las genocidas “campañas del desierto”, la ley de enfiteusis y otros mecanismos puestos en práctica por los distintos gobiernos “patrios” para “repartir” con “generosidad” estos lares–, de que ese “granero del orbe” (generosa licencia poética de Rubén Darío), no pertenecía ni por asomo al conjunto de la población. El censo de 1914 mostraba, por el contrario, que la propiedad de la tierra era de muy pocos: el 5 por ciento de los propietarios disponía en 1914 del 55 por ciento de las explotaciones.
La poderosa oligarquía que gobernaba el país en función de sus intereses agro-exportadores, tenía al menos tres principales características. Primero, una cultura fuertemente rentística, pues sus principales ingresos provenían de las extraordinarias ganancias que les brindaba la renta de la tierra. Segundo, una conducta antidemocrática que permitía a “todos los hombres de mundo habitar el suelo argentino”, pero marginaba políticamente a los inmigrantes que llegaban para trabajar pero no para ser ciudadanos. Era la llamada “república restringida” de la que nos habla Botana, propiedad de “gobiernos electores” perpetuados en el poder mediante el poco elegante mecanismo del fraude electoral y la interdicción de sus opositores. Tercero, una visión del mundo que llegó a considerar, en palabras de Miguel Angel Cárcano, que “la amistad anglo-argentina” tenía su origen en “los aguerridos y bellos soldados que aparecieron una mañana (de 1806) en las playas de Quilmes” (sic) mediante el extraño recurso de una invasión a sangre y fuego. Por algo se llegó a pensar a la Argentina como una especie de “colonia informal” del Reino Unido, el principal comprador de sus productos.
Esa oligarquía adoptaba, por lo general, pautas de consumo extravagantes y no necesitaba o no le interesaba invertir en capitales de riesgo. De esa manera, para crear la infraestructura que el aparato agroexportador requería (transportes, puertos, urbanización, bienes de capital) los aportes vinieron casi en su totalidad del exterior. Como narra Ferns, describiendo la conducta de ese sector, “en los centros de placer europeos la palabra argentino se convirtió en sinónimo de riqueza y lujo”. En cambio, para el más crítico Carlos Ibarguren, “el fomento y el de- sarrollo desenfrenado de los negocios (?) y de la especulación engendraron una irresistible ola de agio en todos los terrenos (?). Ello trajo como consecuencia la corrupción, el despilfarro, el afán del oro, la riqueza fácil”. Valores que se transmitieron, de una u otra forma, al resto de la sociedad y, sobre todo, a los sectores medios. Un señor, Félix J. Weil, que conocía bien el ambiente de que se trataba, le daba por nombre “La tierra del estanciero” a uno de los capítulos de un libro esencial para conocer la Argentina de las vísperas del peronismo1. Weil era la “oveja negra” de una familia que poseyó a principios del siglo XX una de las más grandes firmas de exportación de granos del país. Pero cometió el pecado de haberse ido a estudiar a Alemania, hacerse marxista y fundar con su dinero –parte de la renta agraria argentina que daba para todo– la subversiva Escuela de Frankfurt. Sin embargo, la oligarquía era benévola con sus miembros y en la década del 30 colaboró con los gobiernos conservadores sin abjurar en el fondo de sus ideas. Y en su libro Weil trata un tema que todavía nos interesa. Esa oligarquía se oponía no sólo a explotar plenamente sus tierras, lo que muchos en la época denunciaban como “latifundio”, sino también, y sobre todo, a pagar sus impuestos.
Yrigoyen no pudo imponer en sus gobiernos un impuesto sobre los réditos (tuvo tres intentos fallidos en 1919, 1922 y 1924), que el Senado, con mayoría conservadora, le negaba, y hubo que esperar hasta 1932, después del estallido de la crisis de los años ’30, para su aprobación legislativa. Debe resaltarse que en esta etapa, ante la abrupta caída del comercio internacional, era la propia subsistencia del Estado nacional la que dependía de la modificación de la estructura tributaria. Además, pesaba el riesgo de la moratoria en el pago de la deuda externa. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo. “Cuando los bienes han sido acumulados (?) la gente pobre puede beneficiarse en el máximo grado de los esfuerzos de los más afortunados y los más eficientes” era el argumento utilizado por diversas instituciones empresarias, entre ellas las rurales, para oponerse al nuevo impuesto a los réditos, tesis parecida a la del llamado “efecto derrame”, prevaleciente como dogma cincuenta años más tarde.
Weil denuncia en los años ’40 una de las formas más frecuentes para evadir esos y otros impuestos: la creación de sociedades anónimas. Además de constituir una manera sencilla para evitar pagar el impuesto a la herencia, que muchos años más tarde anularía el inefable Joe Martínez de Hoz, también servía para otros fines. Así, en lugar de tener acciones en una sociedad que era propietaria de cinco estancias, un individuo tenía acciones en cinco sociedades, cada una de la cuales poseía una estancia que no sobrepasaba el área mínima imponible de tierras estipuladas por la ley para cierto tipo de impuestos. De esa forma, a diez años de vigencia del impuesto a los réditos, Carlos Alberto Acevedo –ministro de Hacienda en los gobiernos conservadores de la Concordancia– proponía otra reforma impositiva. A fin de evitar la inflación, esa reforma no podía ser sustituida “por gravámenes indirectos que incidirían sobre los consumidores, ya bastante recargados con el aumento del costo de la vida”. Por lo cual, “los impuestos a las grandes ganancias, a las grandes rentas, y a las grandes fortunas son el remedio económico que el país necesita en estos momentos”. Pero, por supuesto, tuvo poco eco y su iniciativa no fue aprobada.
El aumento a las retenciones de los productos agrícolas de exportación vuelve a colocar en el tapete la cuestión de las reformas económicas faltantes que el Gobierno debería realizar, entre las cuales una de las más importantes es, sin duda, la del sistema tributario. En el curso de la historia argentina la concentración de la propiedad rural no sólo significó un obstáculo a la materialización de potenciales encadenamientos productivos hacia la industria, sino que frenó, a través del poder político de la elite propietaria, todo intento de gravar las ganancias extraordinarias de ese sector, ni con un impuesto a la renta de la tierra ni a través de un arancel sustancial a las exportaciones. En su memoria de 1964, la Sociedad Rural Argentina califica como injusto e inconveniente que el campo sea gravado porque constituye la “fuente básica de la riqueza, sobre la que se estructura la vida económica de la nación”. En el “juego del estanciero” existen casilleros que indican al jugador el pago de una determinada cantidad de dinero por deudas o impuestos. Para la SRA sería cuestión de suprimir en la maldita realidad esta pésima jugada.
* Economista e historiador. Investigador Superior del Conicet.
1 El libro se titula Argentine Riddle (El enigma argentino), publicado en EE.UU. en 1944.
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