ECONOMíA › OPINION
› Por Juan Sasturain
Durante muchos años, el Presidente –cuando era uno genuinamente democrático, no un usurpador liso y llano– solía rendir tres exámenes anuales. Quiero decir: al representante del electorado, al primer mandatario, al que ejercía el gobierno y detentaba plaza e incluso podía ser local en la calle, le tocaban tres ominosas fechas en que jugaba de visitante, tenía que ir a poner la cara tres veces a lo largo del año lectivo/futbolero/político ante tres de las instituciones básicas del poder real. Los clásicos rivales de siempre: los milicos, la Iglesia y la oligarquía.
El Día del Ejército iba con el culo contra la pared a la casa de los milicos, se bancaba los ladridos castrenses siempre muy matutinos, con algún ministro de Defensa –de tres o de cuatro, de cinco a veces– atemorizado, adhería en un murmullo a los ideales occidentales y cristianos, prometía tanques nuevos, volvía a la Rosada todo transpirado. El 25 de Mayo iba de rodillas al tedéum en la Catedral, se persignaba más o menos convencido, sentía caer sobre su cabeza homilías y admoniciones de parte del fraile encumbrado de turno y volvía a la plaza al mediodía quitándose de encima pecados ciertos y supuestos como quien espanta la caspa de los hombros, se saca de un tincazo una cagada de paloma en la solapa.
Finalmente, a mitad del invierno, el Presidente iba en coche habitualmente al muere. Se abrigaba el cuello para mezquinarle la ranura al frío y a la guillotina, se tapaba la nariz para ver pasar y cagar al paso a los pesados campeones de cuatro cuadriles y llegaba a la arena embostada del circo palermitano a quemar sus últimos boletos ante los dueños de la tierra, las vaquitas propias, la chancha y los veinte. A diferencia del silencioso reducto del Ejército y del techado estadio La Catedral, la cancha de la Rural de Palermo ha sido siempre un campo pesado, con una tribuna intolerante, ruidosa y bacanamente puteadora. Nunca fue fácil entrar y salir de ahí.
A través de los años, mientras crecían y crecen los intereses (de sector), los presidentes de turno han ido sumando, arrastrando asignaturas previas, enfrentado otras ocasionales mesas de examen donde ir a dar cuenta de cuentas y razones ante otras caras ominosas del mal repartido poder: los “capitanes de la industria”, los representantes de la “prensa libre”, los incalificable banqueros y otras fuerzas vivas que te matan cuando pueden y por la espalda. Ante esa suma de foros hostiles, hoy y en el pasado reciente ni siquiera alcanza con la ocasional platea demagógica y aplaudidora de la inauguración de las sesiones legislativas en el Congreso o con algún discurso con marchita –si se es del palo– en mangas de blusa o de camisa en la devaluada CGT. Cada vez más –se sabe– el Poder está más lejos de esas voces y esos ámbitos.
De esos tres exámenes-matches, la titular del Ejecutivo en ejercicio debió afrontar ayer el más jodido: milicos y frailes –agazapados, eso sí– andan con la autoestima en baja y el consenso externo peor que nunca y desde el Gobierno no se les teme, pero la Oligarquía tradicional acuartelada en la Rural, contestataria y bien plantada y cosechada, junto a sus aliados por ahora consecuentes, estaba en su mejor momento para tomarle el pulso, la presión, el tiempo a la mandataria.
Pero ayer no hubo examen porque la Presidente hizo bien o hizo lo que pudo o lo que antes no supo y no se presentó en Palermo a rendir Campo, la (materia, por ahora) previa: Fernández, Cristina: ausente con aviso. O, mejor aún, y en clave futbolera: el equipo entero no se presentó a jugar de visitante con el resultado puesto del partido de ida. Porque lo de ayer en la Rural no era partido sino festejo sectorial del (aparente) campeonato, con vuelta olímpica incluida. De eso se trató: la cancha llena, el discurso, las banderitas argentinas y las vueltas encarnecidas y encarnizadas de lomo sobre lo mismo.
Con la consigna de la unidad de los cuatro por cuatro (las entidades, dijeron; yo no digo), con la sumisión –de subsumir– del sector con la Patria, y del Campo con el Pueblo (fue curioso el desequilibrado, confuso estribillo prestado e indócil: “El pueblo/campo, unido/ jamás será vencido”), el sector ayer se entrenó solo en Palermo, hizo sombra con el Enemigo/Adversario intervencionista, practicó a solas porque va por más. Era tal la sensación de triunfo en la concurrencia, la euforia, que las reivindicaciones (el sombrío panorama de los tambos, las quejas consabidas por las trabas a la libre comercialización, los problemas de la ganadería sobre todo) sonaron casi retóricas en boca del cauteloso canoso orador, muy medido. Pero había necesidad pública de alimentar el clima combativo, echar un poco de combustible al fuego. Los más jóvenes se lo pidieron a Miguens (“Y pegue, y pegue”) y el incómodo De Angeli llegó sobre el final para hacer su número improvisado y tratar de calentar el ambiente con la inducida ausencia del INTA y el hueco dejado por fantasmales artesanos.
Se agradeció al probo Cobos lo hecho y lo escrito desde banderas tribuneras –en realidad la Rural cumple con ciertas preceptivas a futuro: son todas plateas–, se reconoció la existencia y utilidad del Parlamento y Luciano Miguens cantó tácitamente “Mi último Palermo”, emotivo tango que se superpuso a Nocheros y Chalchaleros que habían amenizado tradicionalmente el devenir de la fría mañana.
Hereford de aniversario bellamente entorpecidas por sus múltiples cortes de exportación; finísimos caballitos criollos y de los otros con aliento largo e instinto fiel, una llama final, coloridos chanchos, cavilosas ovejas y hasta imprevistas gallinas sobre ruedas dieron la vuelta (olímpica) mientras la multitud se apelmazaba rápidamente bajo la tímida garúa.
Estuvo todo tranquilo, civilizado y sujeto a la cordura del propietario. Ni una puteada. Sólo un “Para Cristina que lo mira por tevé”. El sector, hecho Pueblo y soñado Patria con vivas incluidas, estaba en casa, celebrando de local. Nadie dijo ni mu. Ni las redundantes vacas.
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