ECONOMíA › OPINION
› Por José Natanson
Pese al entusiasmo de quienes creen descubrir gestas bolivarianas debajo de cada baldosa, la reestatización de Aerolíneas Argentinas tiene poco que ver con las nacionalizaciones de Bolivia y Venezuela. En el primer caso, Evo Morales decretó la recuperación de los ricos yacimientos de gas y petróleo, la mayoría en poder de Petrobras y Repsol; en el segundo, Hugo Chávez ordenó la nacionalización de las filiales de las empresas extranjeras –British Petroleum y Exxon, entre otras– que operaban en la Faja del Orinoco, donde se concentran las reservas de ultrapesados más importantes del mundo.
En ambos países, el Estado incrementó su flujo de recursos de manera significativa y automática: según la Cepal, la nacionalización del gas en Bolivia le permitió a Morales mejorar sus ingresos en un 47 por ciento. En cuanto a Venezuela, es imposible estimar el dinero extra que supone la decisión de que el Estado controle los 316.000 millones de barriles que se estima descansan en la Faja del Orinoco.
En el caso de Aerolíneas, en cambio, no se trata de retomar una explotación hiperrentable –y más rentable aún en el futuro, de acuerdo con la proyección de los precios de los hidrocarburos–, sino de una compañía en virtual bancarrota. En realidad, la comparación más atinada es con el Correo Argentino, reestatizado por Kirchner en septiembre de 2003, luego de que el Grupo Macri decidiera presentar la convocatoria de acreedores por una deuda de 740 millones de pesos. En aquella ocasión, el decreto planteó la recuperación transitoria de la empresa, pero la razonable gestión de Eduardo Di Cola convenció a Kirchner de la conveniencia de mantener al Correo bajo control estatal.
El mecanismo es realmente perverso: el capital privado (Macri o Marsans) asume el control de una empresa pública y la gestiona durante un tiempo. Si no obtiene ganancias (o, más probablemente, si no obtiene las ganancias buscadas), la desatiende. Se trata, por supuesto, de negocios complejos, donde los tramos más rentables (los destinos turísticos, el correo entre los grandes centros urbanos) conviven con segmentos menos interesantes o directamente antieconómicos: ni a Aerolíneas le conviene tener un vuelo diario a Formosa ni al Correo poner una oficina en Chañar Ladeado o Mar del Sur. Al tratarse de servicios públicos esenciales, el concesionario privado cuenta con una formidable herramienta para presionar al gobierno, cosa que hace una y otra vez, hasta que decide que la situación no da para más, y se retira. Y entonces el Estado, camión de bombero aun en los capitalismos más salvajes, acude al socorro.
Ocurre que, aunque suene antipático decirlo, contar con un sistema aerocomercial articulado es tan importante como tener buenas escuelas u hospitales. Hace apenas dos años, Varig, que supo ser la compañía aérea más importante de América latina, declaró su quiebra tras un largo proceso de decadencia. A diferencia de la Argentina, donde Aerolíneas y Austral monopolizan –salvo algunas rutas de alto rendimiento– el mercado de cabotaje, las dimensiones oceánicas de la geografía brasileña –y su comparativamente mayor dispersión económica y demográfica– permitieron construir un sistema aerocomercial más de-sarrollado que el nuestro, aunque no menos caótico. Una de las empresas líderes, Gol, finalmente terminó absorbiendo los vestigios de Varig, en una operación que, según denuncias de la oposición, fue digitada por el gobierno de Lula, tan desesperado como el argentino por encontrar una solución al problema.
Pero esa posibilidad no existe en la Argentina, donde el histórico desbalance poblacional y económico, que concentra a casi la mitad de la población en el puerto y la Pampa húmeda, definió desde el comienzo mismo de nuestra historia un país desconectado. En este marco, la reestatización de Areolíneas implica que el Estado se tiene que hacer cargo de una compañía superendeudada, con una gerencia ineficiente y un cuadro sindical fragmentado, en un contexto comercial particularmente difícil: el negocio aerocomercial es hipercompetitivo y atraviesa un proceso de fuerte concentración –no en Argentina sino en el mundo– en buena medida porque genera márgenes de ganancias muy ajustados. Y se encuentra en jaque permanente por el incremento del precio de los seguros luego de los atentados del 11 de septiembre y por el aumento demencial del petróleo.
La reestatización de Aerolíneas que hoy discute el Congreso no es una solución ni buena ni mala, sino la única posible. Pero no debería ser motivo de aplausos. Pese a las autosatisfechas pulsiones nacionalistas que genera, no se trata de un nuevo triunfo de las fuerzas populares, sino más bien del resultado de una pésima privatización y de una peor regulación, la última etapa de la cual fue responsabilidad del mismo funcionario que se encargará de gestionarla. Esa sería –por usar una metáfora fácil en tiempos de debate aéreo– una mirada con los pies sobre la tierra.
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