ECONOMíA › UNA EX EMPLEADA DE AFJP CONTó CóMO SE CONVENCíA A LOS FUTUROS JUBILADOS
El auge de las jubilaciones privadas se transformó en los ’90 en un mercado de trabajo para vendedores ambiciosos o necesitados. Luisa Kühne se había quedado viuda y tuvo que salir a buscar empleo, lo encontró en una AFJP.
› Por Alejandra Dandan
A Luisa Kühne le pagaban unos 200 pesos por cada ficha ¿O eran 300? No se acuerda bien pero sí se acuerda de que era un montón de plata. Para entonces, corrían los años del gobierno de Carlos Menem y el negocio de las AFJP recién empezaba. Las compañías de jubilación privada largaban a sus vendedores a la calle con una ficha y comisiones extraordinarias. En la calle, cada quien salía a venderle a cualquiera. Luisa se los encontraba de noche entre los obreros de una fábrica o en medio del campo entre los chacareros. Se hacían asados, llevaban mujeres y hasta los emborrachaban para sacarles una firma. Con el mercado recién abierto, podían afiliar hasta 200 personas al mes. Luisa Kühne al principio los veía, vendió, intentó ser distinta pero de a poco se le hizo insoportable: “Fue una cosa terrorífica –explica–, ¡la venta de celulares hoy en día es un poroto comparado con lo que era eso!”.
Para los ’90, Luisa Kühne estaba en Mendoza con demasiada vida adentro del bolso. En 1974 se había casado en Salta con un gerente de un laboratorio médico norteamericano. Como era gerente de zona, él pasaba mucho tiempo en la ruta. Una de las condiciones del contrato, además, eran los traslados. Nunca lograban establecerse en un lugar fijo porque a Sergio normalmente lo cambiaban de zona. Los dos eran militantes políticos. Luisa además era enfermera, pero por los traslados nunca la dejaron desarrollarse profesionalmente. En 1989, Sergio murió en un accidente de ruta. A los 38 años, ella salió a buscar la forma de mantener a los tres hijos.
“El se mató en un accidente laboral y por supuesto que a mí me tocaron las peores –dice–, la empresa compró al abogado y yo tuve que salir a trabajar: de alguna manera no era una chica indigente, porque era enfermera, pero de eso no podía trabajar porque pagaban muy poco. No hay que olvidarse de que durante el gobierno de Menem cerraban las fábricas, las opciones de trabajo eran escasas y muchísimas personas encontramos en las AFJP una salida laboral, ese también fue mi caso.”
En línea con la filosofía del banco, la AFJP estaba sostenida por una serie de principios éticos que convertían a la propuesta en una experiencia, por lo menos, más humana. Como sucedió en las otras AFJP, a ella también le pidieron lo primero: su propia afiliación al sistema. Ella lo hizo. Enseguida, conoció las otras condiciones de trabajo.
Al ingresar, los promotores cobraban un piso básico muy pequeño, con un contrato de tres meses, y estaban obligados a hacer por lo menos 30 suscripciones al mes. De lo contrario, quedaban afuera. Pero como todo recién empezaba, el sistema de jubilaciones era parte de un mercado floreciente con miles y miles de personas que soñaban con un lugar asegurado en el cielo. Ellos sólo tenían que salir a buscarlos.
“Eso sí –dice Luisa–. No podías tener un trabajo fijo en otro lugar, porque te requerían full time: no había horario de trabajo, vos tenías que adecuarte a los horarios de la gente. Si trabajaban de noche, tenías que ir de noche; si trabajaban de día tenías que ir de día; si era el campo tenías que ir al campo: o sea no importaba dónde fuese, vos tenías que hacer ese trabajo porque eso te daba beneficios. Cuanto más hacías más ganabas.”
Una de sus zonas de trabajo más frecuente era Maipú, en los alrededores de la ciudad de Mendoza. Como era una zona de fincas y de viñedos, los clientes más importantes eran chacareros y campesinos que estaban en medio del campo. Ahí conoció a muchos de los promotores de las otras AFJP, y sus formas de venta más importantes. En una finca podía toparse con otros cuatro o cinco promotores que esperaban como ella, en una suerte de gran casting. Si llegaba a un establecimiento cerrado, el primer contacto obligado solía hacerse con un encargado, ellos fueron quienes más tarde empezaron a tratar de asociarse al negocio pidiendo comisiones o estableciendo afiliaciones compulsivas entre los empleados.
“Era tan agresivo el método –dice ella– que a los chacareros que tenían su jornal o a los que trabajaban en las fincas, había AFJP que les llevaban prostitutas para poder tenerlos. Eran muy jodidas en ese momento. No tenían tapujos de ningún tipo, eran mujeres o asado, porque por cada ficha que se vendía te daban muchísimo dinero, muchísimo: como si hoy te dijera 300 pesos por cada ficha.”
En la zona, competían varias de las AFJP más importantes: Consolidar, Orígenes, Fecunda del Banco de Mendoza o Previsol. Pero Luisa tenía escrúpulos, dice.
“¿Cómo hacía yo para afiliar a una persona de 45 años o más que yo sabía que nunca se iba a poder jubilar?”
–¿Por qué no se iba a poder jubilar?
–Porque como esto es un sistema de ahorro, ese hombre nunca iba a poder ahorrar lo suficiente como para vivir por ejemplo 20 años con una jubilación digna. Es imposible.
Según los cálculos, una persona de 45 años podía jubilarse a los 65, con 20 años de aportes regulares. Si era un chacarero, por ejemplo, que cobraba un sueldo de 800 pesos, le decían que iba a poder jubilarse con 1200 pesos de retiro. Pero Luisa sabía que era imposible. A esa persona le descontaban 12 por ciento del sueldo, mitad iba al Estado, mitad a la AFJP. La AFJP se quedaba con un 3 por ciento. Al final de los 20 de trabajo, iba a tener un ahorro de unos 15.000 pesos: “A los seis o siete años –dice ella– no tenía más plata, y el Estado iba a tener que compensarlo”.
Una vez, Luisa entró a la bodega Esmeralda. Un ingeniero que cobraba un sueldo muy abultado se interesó por afiliarse, pero estaba inquieto porque tenía un hijo discapacitado. Luisa conocía de sobra esa situación o lo que podía pasar en esos casos porque uno de sus hijos también tenía esa dificultad. Cuando el ingeniero le preguntó qué hacer, ella le recomendó que pase al Estado. Por ley, las AFJP estaban obligadas a cubrir la situación de los hijos hasta los 21 años de edad. Después de los 21 años, retiraban los aportes. Sean discapacitados o no. Aunque hubiese mucho más dinero, se quedaban con el resto. Cuando tiempo después volvió a la bodega, otra AFJP había afiliado al ingeniero.
“Yo no estaba preparada para la lucha descarnada, no podía; no me banqué el estrés de afiliar y de hacer a un tipo de 50 años que sabías que con eso lo estabas matando, no me daba. Era una cosa muy perversa y se convirtió en eso: en un mercado podrido que se dedicaba a estafar a mucha gente pobre y que hoy son muy pocos los que lograron jubilarse en una AFJP.”
Tomó la decisión de irse un año y medio después, para la época en la que llegó a buscarla un señor grande de la localidad de Palmira. El hombre estaba con un cáncer terminal. Como Luisa había asesorado a otra gente de su comunidad, la buscó para hacerle una pregunta. Tenía el estómago muy abultado, pero la AFJP no lo quería jubilar: según sus médicos, su discapacidad no superaba el 60 por ciento. El hombre a esa altura sólo quería retirarse para vivir el resto de la vida en paz. “Al final –dice ella– le perdí el rastro, pero seguramente habrá muerto sin jubilarse y la mujer se habrá sacado la pensión, digo yo.”
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