ECONOMíA › OPINION
› Por Sol Torres *
Para comprender la implementación del sistema de AFJP mediante la reforma de 1994 no se debe olvidar la coyuntura de crisis del sistema de reparto y las promesas del sistema de capitalización. Sin embargo, en un período relativamente breve, las debilidades y falsos mitos sobre la superioridad del sistema por AFJP salieron a la luz.
El problema grave del sistema de reparto era de solvencia. Las causas eran diversas: la evasión mediante la utilización del trabajo informal, el achicamiento del mercado de trabajo, la disminución de las contribuciones patronales en 1993 con la excusa de reducir los costos laborales en vistas a favorecer el empleo, el aumento demográfico de la población anciana así como el aumento de su sobrevida una vez jubilada, lo que alteró la relación contribuyentes-beneficiarios que permitía el sostenimiento del sistema. Los recursos no alcanzaban y el sistema previsional constituía uno de los mayores pesos fiscales del Estado. La cobertura llegaba con retrasos y deudas. El 82 por ciento móvil era una promesa que el Estado ya no estaba en condiciones de sostener. La crisis de un Estado endeudado y con la tendencia propia de los ’90 a reducir al máximo sus gastos sociales dejó en relieve al sistema previsional como un problema prioritario. Las condiciones para proponer una reforma y que la misma fuera legitimada por la sociedad estaban dadas. Existía un antecedente en Chile de la implementación de la reforma del sistema previsional hacia un sistema privado de capitalización, pero había sido impuesto en el marco de un gobierno de facto. Argentina fue el primer país donde la privatización de la seguridad social fue viable en el marco de instituciones democráticas.
Las promesas del nuevo sistema llegaban especialmente de la doctrina promovida por el Banco Mundial y la idolatrización de los resultados chilenos, que en ese entonces tenían proyecciones optimistas. El nuevo sistema reemplazaba al Estado con el mercado, y es preciso recordar que la imagen del Estado estaba muy devaluada y la desconfianza era generalizada. La “solidaridad intergeneracional” propia del sistema de reparto era reemplazada por un sistema de propiedad privada individual del ahorro previsional. Los aportes de cada contribuyente, en el sistema privado, ingresaban al sistema financiero para capitalizarse y eran devueltos al trabajador al momento de jubilarse, pasara lo que pasara con las cuentas del Estado. El nivel de pensión quedaba determinado por el capital acumulado durante su vida activa. La falta de transparencia del sistema estatal en cuanto al monto de las jubilaciones a recibir era reemplazada por una seguridad individual no mediada por la política. Nadie pagaría con sus contribuciones los beneficios de quien no realizó los años correspondientes de aportes, es decir, desaparecían las responsabilidades sociales, y las inequidades de los beneficios no se fundamentarían en criterios políticos, sino en la realidad de la contribución realizada. Parecía un sistema óptimo para quienes confiaban en el mercado y no en el Estado.
El marketing pro AFJP, la idea de eficiencia ante un mercado diverso donde el contribuyente podía elegir, la condición de contribuyente cautivo una vez que se ingresaba al sistema privado, esto hasta el año 2007; la afiliación compulsiva al sistema privado de los nuevos trabajadores que no manifestaban una elección explícita, y hasta la obligatoriedad de una contribución menor en el sistema privado que en el estatal, abultó las afiliaciones de las AFJP a pesar de que el sistema fuera de carácter mixto. Ahora bien, lo que no se promovía tanto era lo que implicaba el costo de transición del sistema. El Estado debía responder por los actuales jubilados, es decir que mantenía la misma carga fiscal previa a la reforma, pero ahora sin contar con los fondos de las contribuciones. Irónicamente, ese mercado de capitales se convirtió en una fuente para el endeudamiento con que el Estado cubría el déficit que la reforma le generaba. Por otra parte, la capitalización en el sistema financiero no consistía en la panacea prometida. Para tratarse de compromisos de tan largo plazo, un ahorro en el sistema financiero conllevaba el riesgo de no solo no incrementar el fondo, sino de incluso perderlo. La impredecibilidad de las prestaciones futuras dependía del momento exacto en que el contribuyente se jubilara, pudiendo existir resultados diversos de uno a otro año. Con los años, las AFJP comenzaron a manifestar sus riesgos y limitaciones. En definitiva, el sistema privado no solucionó ninguno de los problemas que justificaron su implementación en 1994. En diez años ya las AFJP mostraban su fracaso: fracaso como sistema de seguridad social y fracaso como solución fiscal. ¿Quién si no el Estado debería cubrir los déficit previsionales futuros de las AFJP? ¿Quién se haría cargo de quienes no pudieron contar con una historia laboral óptima, o bien no tuvieron suerte con su cuenta de capitalización? La crisis financiera que azota al mundo en estos días hizo oportuno el replanteo.
Por mucho que el Estado hubiese derivado al mercado el sistema previsional, era incapaz de desligarse de su rol como garante de la seguridad social. De este modo, las AFJP eran un problema fiscal actual, por los costos de transición, y un problema fiscal futuro. La estatización de los fondos de pensión no es más que el blanqueo del verdadero responsable de las jubilaciones y el final de un negocio a costa de la seguridad social. Al Estado le queda mucho por resolver para garantizar un sistema previsional eficiente, pero lo seguro es que dar marcha atrás con la privatización y estatizar las jubilaciones es el primer paso incuestionable que debía ser dado. Ahora es necesario resarcir los errores del pasado, garantizar que el uso de las contribuciones sea exclusivamente para el sistema previsional, trabajar en la eficiencia institucional del sistema, y otros desafíos quizás aun más estructurales. Pero lo cierto es que la seguridad social será siempre patrimonio del Estado.
* Becaria de Conicet.
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