ECONOMíA › OPINIóN
› Por Alfredo Zaiat
La evaluación realizada sobre las cifras fiscales del mes pasado es una muestra de la contaminación existente en el análisis económico doméstico. La disminución del superávit de las cuentas públicas fue presentada con alarma por gran parte de los medios. No tardaron en aparecer inquietantes informes de gurúes de la city especializados en el error sobre la debilidad fiscal y, por lo tanto, acerca de las amenazas que acecharían a la economía. También el Gobierno quedó atrapado en el juego de la ortodoxia al tratar de minimizar la reducción del excedente fiscal, destacando el saldo trimestral y no el mensual de la Tesorería, además de resaltar la continuidad de los superávit gemelos (fiscal y comercial).
La carencia de políticas anticíclicas es uno de los caballitos de batalla de los economistas que todavía no se enteraron de que sus libros de cabecera se han incendiado con la caída del Muro de Wall Street. Esa secta también enfatiza la experiencia chilena para criticar en el caso argentino la ausencia de un estrategia de ahorro preventivo para enfrentar los incesantes vencimientos de deuda en un contexto de crisis financiera global. Sin embargo, sin explicitarlo ni explicarlo debido a la insólita desaparición de la figura del ministro de Economía, el Gobierno aplica una estrategia heterodoxa culposa. Apela a recursos acumulados en épocas de vacas gordas por diferentes dependencias públicas, concentrados en un impreciso fondo anticíclico depositado en cuentas del Banco Nación, para cubrir compromisos inmediatos. A la vez, sostiene el ritmo del gasto público en un escenario de retracción de los ingresos para defender el nivel de actividad económica. O sea, existe un fondo anticíclico que no se expone para evitar críticas comprensibles acerca de su informalidad y a la vez se impulsa una política expansiva para sostener la demanda agregada en períodos recesivos.
La flexibilidad fiscal que implica disminuir el superávit del Tesoro es la regla básica que aplican los países centrales y que recomiendan los organismos multilaterales devenidos en keynesianos por conveniencia. La restricción principal de las economías periféricas respecto de las desarrolladas es que no pueden sostener déficit crecientes ni emitir sin límite, como tienen la fortuna las potencias mundiales al poseer monedas de aceptación universal (dólar y euro). Esa limitación hoy es mayor por la ausencia de financiamiento internacional voluntario que serviría para cubrir baches de las cuentas públicas. En el caso argentino el chaleco de fuerza es todavía aún más firme debido a sus antecedentes de desesquilibrios macroeconómicos crónicos. De todos modos, pese a que la deuda sigue siendo una carga pesada, aunque menor a la registrada en la década pasada en relación con el PIB o con las exportaciones, y a que no existe margen para monetizar un déficit por la traumática experiencia de décadas pasadas, igual existe margen para disminuir el superávit en forma transitoria para enfrentar la crisis. No se trata de un defecto, como señalan economistas del establishment con un fundamentalismo fiscalista. Por el contrario, esa medida es una virtud que el Gobierno salió a disimular, especulando sobre los titulares de diarios o las expectativas empresarias, dejando pasar el momento de seguir trabajando en la necesidad de profundizar el cambio en el paradigma del análisis económico local. Disminuir el superávit sin pasar a un déficit creciente es una oportuna política anticíclica para amortiguar los costos internos de la crisis global. El debate relevante se encontraría en la evaluación del destino de esos fondos para estudiar si sirven como factor de distribución de ingresos o de multiplicador de la actividad y que no se pierden en gastos improductivos. Pero es tanta la contaminación de la ortodoxia en el debate local en los temas fiscales que termina obturando la posibilidad de avanzar en el análisis de esa instancia de política económica.
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