ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
En este período de tensión electoral, el posicionamiento crítico de los sectores industriales concentrados tiene varias lecturas. Entre ellas, se destacan las que señalan que se trata de un mensaje para fijar límites a la intervención del Estado, para forzar un fuerte ajuste cambiario que permita deprimir salarios y preservar tasas de ganancias elevadas o que forman parte de una estrategia del poder económico de condicionamiento al actual gobierno al tiempo de una señal a las fuerzas de oposición acerca de su objetivo de mantener privilegios. Este enfrentamiento tiene la peculiaridad de que es liderado por uno de los sectores que mejor han aprovechado el ciclo de crecimiento vigoroso del período 2003-2008. Uno de los aspectos interesantes de esa puja remite a una cuestión estructural, que excede el debate coyuntural dominado por la incertidumbre de las urnas, que consiste en la definición, fortalezas, orientación y carencias de la política industrial que emergió del estallido de la convertibilidad. Una observación parcial y sesgada remite a ignorar el devastador proceso de desindustrialización con la consecuente fragmentación del mercado laboral y destrucción de las áreas técnicas del Estado dedicadas a ese sector durante la década del noventa. Ese antecedente y el impacto de la crisis internacional en el flujo de comercio industrial son elementos clave para acercarse a una evaluación con cierta profundidad analítica de la actual etapa de debilidad del nivel de actividad. Desconocer esos factores sólo colabora a sumar confusión, tarea en la que militan algunos economistas heterodoxos, cayendo en el vicio de detenerse en la fotografía sin tener la capacidad de prestar atención a la película. Por su parte, la administración kirchnerista se empecina en continuar con una estrategia desordenada en la explicitación de sus iniciativas que, de-sarticuladas en la enunciación, no permiten vislumbrar el esquema central de una política industrial, excepto la de sostener la idea de un tipo de cambio elevado y la de anuncios desconectados de ayuda sectoriales. Para muchos puede parecer un exceso burocrático, pero la formalización de los objetivos y planes de una política industrial permite ordenar la discusión, además de evitar las consignas fáciles del progresismo testimonial que ayudan a simplificar la tarea de las corrientes conservadoras en la construcción del sentido común.
La industria argentina sufrió una profunda reestructuración en los noventa. La competencia externa, derivada de una amplia apertura, sin controles y con un intenso cambio de los precios relativos (atraso cambiario, aumento del costo salarial en dólares, modificaciones en el sistema impositivo y en las tarifas de servicios), derivó en la destrucción de grandes sectores del tejido productivo. La eliminación simultánea de mecanismos de promoción (banco de desarrollo, leyes de desgravación y de compre nacional), sumada a la presión de una elevada tasa de interés, generó las condiciones para la pérdida de capacidades técnicas y productivas. Se definieron así cambios en la estructura productiva en distintos frentes. Algunas ramas tendieron a desaparecer, como la electrónica de consumo; otras se contrajeron intensamente, como la textil, la metalúrgica y, en especial, la producción de máquinas, herramientas y bienes de capital; unas pocas se consolidaron sobre la base de un número reducido de grandes plantas existentes, fortalecidas en el período previo, como siderurgia y petroquímica; mientras que un grupo muy reducido exhibió un avance de cierta importancia como alimentos y automotriz. Estos cambios tendieron a establecer un perfil industrial más simple frente a la diversificación previa y menos integrado localmente, lo que implica que es muy dependiente de la oferta externa, que se traduce en mayores importaciones de equipos e insumos.
Esa es la base desde donde se desarrolló la veloz recuperación industrial que se inició a mediados de 2002 y se interrumpió en el último trimestre del año pasado. Ese renacer de la actividad estuvo apoyado en la protección del mercado local, que brindó la decisión de un elevado tipo de cambio real y la posibilidad de exportar para una parte de la industria. El rápido agotamiento de la capacidad ociosa implicó que el avance futuro sólo podría basarse en la inversión, que debería emerger en la esperada etapa de superación del actual período recesivo. Ello plantea cuestiones sobre el rumbo futuro de la industria que no parecen asumidos en el debate público sobre el tema.
Jorge Schvarzer, economista que falleció hace menos de un año y uno de los máximos estudiosos de la industria nacional (al respecto, es ineludible su último libro, escrito junto a Marcelo Rougier, Las grandes empresas no mueren de pie. El (o)caso de Siam), explicó en un documento presentado en el marco del Plan Fénix que, luego de ponderar los avances logrados en los últimos años, “ahora la política industrial deberá contribuir al objetivo de ubicar a la Argentina en el camino del desarrollo y el bienestar”. Precisó que “debe ser más amplia que su definición sectorial, y debe abarcar toda la estructura productiva y no sólo la industrial; además, debe orientarse a forjar una estrategia de aliento general a la mayor producción y la productividad, que abarque las interrelaciones entre la industria y las demás ramas de la economía”. Señaló que el desafío de alcanzar la modernidad en un mundo globalizado plantea un esfuerzo imperioso que no se puede plantear ni resolver desde un enfoque sectorial y aislado. En ese sentido, advierte que la política industrial argentina no puede ni debe desenvolverse en el vacío. Afirmó que su contenido debe formar parte del resto de los programas que se proponen para la recuperación nacional y depende de los objetivos básicos. Ella debe satisfacer las demandas sociales de más bienestar, mejor participación y mayor equidad; su rol específico consiste en consolidar el logro de esos objetivos mediante el impulso al crecimiento de la producción, el empleo, la eficiencia y la competitividad. “Los objetivos de la política industrial no serán, ni podrán ser, independientes de los programas económicos. Ellos partirán de los equilibrios alcanzados en la economía y se su-bordinarán a la estrategias básicas de la política nacional”, recomendó. Schvarzer también destacó que “la política industrial demanda una amplia gama de herramientas y decisiones, entre ellos la creación de un banco que financie las inversiones, la aplicación amplia y efectiva del compre nacional, el apoyo del sistema de ciencia y técnica, de las normas de standardización y calidad. Esas políticas deben acompañar a la macro para que la industria crezca como debe y se necesita, y no como una consecuencia más o menos espontánea de una devaluación salvadora de la coyuntura”. Además “no puede basarse en el reparto indiscriminado de subsidios masivos, sin contrapartida razonable, social y económica, desde sus receptores al bienestar general”.
La reparación industrial ha sido notable en los últimos años. La experiencia mundial indica que los países con cierto grado de desarrollo contaron con una firme base industrial. Esta fue orientada por la intervención del Estado generando las condiciones para que las empresas locales crecieran en dimensión y se tecnificaran hasta llegar a ser capaces de competir en el mercado interno, primero, y en el mundial, después. La formulación ordenada de una política industrial, con la imprescindible capacitación de cuerpos técnicos en el área estatal, servirá para brindar señales contundentes a los agentes económicos sobre el rumbo económico, organizar el debate y, además, transparentar los intereses del poder económico para subordinarlos al bienestar de las mayorías.
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