ECONOMíA › OPINION
› Por Enrique Martínez *
A medida que avanzaba el escrutinio de las elecciones en la provincia de Buenos Aires el pasado 28 de junio, todos esperábamos que llegaran los resultados del llamado segundo cordón del conurbano, donde se suponía que la lista oficialista descontaría la diferencia del interior de la provincia y pasaría a ganar. Pero los resultados favorables nunca llegaron. La corte de politólogos mediáticos, cada vez más superficial, construyó la teoría de la conspiración de intendentes, que habrían invitado al corte de boleta. Fernando Krakowiak, con pocos números y mucho sentido común, desbarata esa tesis en la edición de Página/12 del 2 de julio.
El grueso de la dirigencia política, muy metida en los análisis de poder y tensa ante lo que se prevé como un final abierto hacia las candidaturas de 2011, ha preferido sostener que “la gente” le dio la espalda a un estilo autoritario y poco participativo de conducción. Tengo otra interpretación, más dolorosa como descripción del escenario social y político del país, que la que implicaría el voto castigo a un dirigente.
Desde el voto de 1995 que reeligió a Carlos Menem comenzaron a parecer prehistóricos los ámbitos de debate sobre la Argentina deseada que llevaron a Raúl Alfonsín a la Presidencia en 1983 y al propio Menem en 1989. Más allá de alguna cuota de uso del miedo al otro; más allá de si luego se cumplió lo que se prometió, lo cierto es que la opción Alfonsín o Luder y la opción Menem o Angeloz significaban elegir entre miradas claramente diferentes de cómo desarrollar el país y cómo hacer participar a los ciudadanos en ese proceso. La reelección de Menem en 1995, por 20 puntos de diferencia, representó la opción de gran parte de la clase media por un estado de cosas que le aseguraba el consumo barato y el ahorro en dólares también baratos y que creía que duraría siempre. Fue un voto de comodidad personal masivo, sin ningún tipo de análisis comunitario. Tal dimensión tomó la doble burbuja –financiera e ideológica– que De la Rúa ganó en 1999 porque enfrente no lo tenía a Menem sino a Eduardo Duhalde, heredero moderno del cajón de Herminio Iglesias y fácilmente acusable de comportamiento mafioso. Pero nadie se animó a cambiar la tendencia económica. Tanto que para evitar el naufragio la decisión desesperada fue llamar al mismo que había construido la bomba de tiempo de la convertibilidad. Mi tesis es que la explosión de 2001 y el “que se vayan todos” generó un estado de cosas que, con pequeñas mutaciones, se mantiene hasta hoy. La dirigencia política –de casi todo signo– perdió allí la capacidad ya no de movilizar, sino de conseguir una credibilidad básica en grandes masas de población.
A fines de 2001, los sectores de mayor poder económico buscaban lo de siempre: tener como empleados a quienes condujeran el Estado, de cualquier signo o por cualquier forma de acceso. Los sectores medios consolidaron su desprecio por la política y los políticos, a quienes creyeron responsables de evaporarles los fáciles ahorros de los ’90. Los pobres, los muchos pobres, sólo reclamaban poder comer. Y lo hacían sin ilusiones de ninguna naturaleza. La historia más reciente es conocida. En las primarias de 2003 ganó Menem, confirmando la adhesión de la clase media sólo a su bolsillo. El 25 de mayo de 2003 asumió Néstor Kirchner. La economía creció a tasas chinas, se aumentó varias veces el salario mínimo de activos y pasivos, se redujo abruptamente la desocupación. Además –esto es muy importante– todos, hasta los más reaccionarios, debieron admitir la solidez de la macroeconomía, lo cual permitió a gran parte de los argentinos construir perspectivas personales mucho más confiables que pocos años antes. Allí, paradójicamente, comenzó a gestarse la derrota kirchnerista del 28 de junio. Muchos pobres comieron y tuvieron trabajo. Mucha clase media rearmó su negocio. Y por si eso fuera poco, la presión de la burbuja global sobre el precio de los alimentos convirtió en oro a cualquier pedazo de tierra apta para soja. Millones de personas mejoraron enormemente su situación económica, en un contexto social donde el político es considerado popularmente un chorro o al menos un vividor. Muy pocas de esas personas asociaron esa mejora a decisiones de gobierno. Fue –se creyó– su propia capacidad o una tendencia mundial que favorecía estas playas.
La resolución 125 y su comunicación de manera imperativa, además en primera instancia afectando por igual a grandes y pequeños productores, fue el equivalente cultural 2008 del corralito 2001. Lo que era ganancia fácil y exorbitante de toda la producción sojera, que en parte se derramaba en los pueblos por construcción, vehículos nuevos y alto consumo, apareció en el horizonte como “expropiada”. El desinterés por la política volvió, una vez más, a convertirse en agresividad sin límites hacia quienes detentaban el poder institucional. En lugar de “que se vayan todos” fue “que se vayan éstos”.
Esa lógica de clase media y media alta, reticente a ceder cualquier logro o pseudo logro, que abarca a quienes dependen de ellos en la cadena de consumo, explica los resultados del interior de la provincia de Buenos Aires o de toda zona con influencia rural. Pero también explica el resultado de un conurbano con más clase media y menos pobres que hace seis años, aunque no haya visto nunca un grano de soja. Explica no sólo el cambio de voto, sino también el voto positivo a una figura oscura, sin ninguna propuesta concreta, surgida de un marketing feroz, que utilizó como principal argumento ser protagonista en un programa cómico de televisión y decir que estará al lado del campo. Que se vayan éstos, que venga cualquiera.
A mi criterio, no hubo un voto que castigó un modo “autoritario” de conducir. Hubo un voto pancista que volvió a despreciar la política y que buscó alejar la posibilidad de una mirada comunitaria sobre la vida, por parte de los creen que para ellos está todo bien y que los dejen de embromar. Y descubrimos que en el segundo cordón del conurbano también viven muchos que piensan así, sobre todo después de un crecimiento de la economía de más del 50 por ciento en seis años.
* Presidente del INTI.
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