ECONOMíA › OPINION
› Por Horacio González *
La peste no tiene origen, no concluye nunca, aísla a los individuos en su propia fabulación, deja una misteriosa cuota de heroísmo involuntario y permite la sospecha de que la amenaza surge de los propios seres humanos, no del mundo animal, de las aves o de los cerdos. Esto podía leerse en las páginas de La peste, la recordable obra de Albert Camus. La actual situación del virus gripal que recorre el mundo y nuestro país sugiere que está alojado en la realidad de nuestra convivencia diaria y también en nuestro lenguaje. No sólo porque ya habíamos implantado la palabra virus en nuestros acuerdos habituales con la materia informática –transporte de un término biológico a una cuestión técnica–, sino porque sentimos nuestra existencia comunitaria desafiada por gérmenes que constriñen a todos y obligan a separarnos de los tratos cotidianos. Es el transporte de los términos políticos a los biológicos.
Todos comenzamos a palpar en nuestros trabajos o vida familiar la presencia de un bacilo verbal que tiene su punto de partida en un sentimiento de apartamiento y despojo. Algo nos intima a retirarnos de la ciudad y sus flujos vitales. La toxina reside entre nosotros, contamina. Y algo nos obliga a protegernos del peligro. Los casos son reales, números que aparecen en la pantalla de televisión. Pero en nuestras conversaciones están cerca; más aún, enhebran lo que decimos con inmediata densidad. No somos portadores del virus, pero en la cadena humana, inagotable de cuerpos y vidas, nos situamos en el tiempo real de estibadores del virus. Estamos en su interior. Podemos ser así la encarnación actual de la forma más arcaica de la relación con la realidad: el rumor, anterior a la magia y pionero de la hechicería.
Claro que la gripe A, con su elemento mutante, es una forma de lo real, lo que efectivamente acontece y ante lo cual hay que tomar medidas. Pero sus efectos en la lengua que hablamos pueden colocarnos ante los oscuros resultados del pánico. Esto es, ya no hablamos sino que somos hablados por el virus, que suena familiarmente en nuestras cuerdas vocales contaminadas. Cuando escuchamos las historias de la peste –de esta concreta, la misma que vivimos en nuestras ciudades y trabajos, en la Argentina post-eleccionaria–, la palpamos cerca, inmediata, calurosamente propia. Nos invita a escuchar consejos de epidemiólogos e infectólogos, pero también de políticos ganadores que con entusiasmo se expiden sobre el modo de usar o no usar barbijo. Sí, el peligro existe pero también existe nuestra lengua en peligro por el solo hecho de habitarla con la toxina del mal indeterminado. La necesaria conversación sobre prevención se transforma así en una estructura que nos aloja en la profundidad de una negación del mundo común. Era el tema de La peste de Camus. Pero ahí el mal aniquilaba los vínculos sociales pero creaba un nuevo lazo fantasmal, el de los muertos vivos que emergían como santos inesperados en medio de la catástrofe. Entre nosotros, sólo crea didactas melifluos y triunfantes.
Desde luego, existe el peligro. Está claro. Pero miremos otra vez a los manosantas del peligro. No a los médicos severos, informados en el conocimiento necesario, sino a los conversadores que llevan microorganismos silábicos en su supuesta capacidad de informar. Estos aman la catástrofe, lo siniestro. Y como es lógico, amándola la desean. Y del deseo es fácil pasar a la culpa, siempre que se esté dispuesto a desear sin la necesaria previsión de languidez, la que los sabios amadores de todos los tiempos han aprobado. Para los informantes sobre la realidad de la peste –no lo real acontecido sino el acontecimiento fantástico de su propia capacidad parlanchina–, los datos parecen ciertos y la palabra pandemia luce como una conocida cartelera televisiva en gigantescas letras punzó. No dudamos de tal o cual estadística. Pero ahora parecen surgir de las ruinas de otras estadísticas –la de los partiquinos de la supuesta conspiración estatal derrotada–, que habrían deprimido el fenómeno. Ocultación y desocultación es un viejo mito del lenguaje que nos remite al pensamiento de aquellas aldeas góticas con pestes desoladoras. Es la dialéctica de la verdad brotando de la mentira, el virus veraz que han descubierto los macanudos políticos campeones. ¿Por qué triunfaron? ¿No lo sabíamos? Triunfaron porque se presentaron como salvadores de la comunidad frente al peligro, y ahora se dan el lujo de ser los maestros de la inmunización, es decir, de la invitación a que el necesario cuidado –-porque el mal existe, el problema hay que conjurarlo–, no sea otra cosa que un alejamiento de la responsabilidad sobre la vida común.
Hace varias décadas los especialistas en cierta manera del pensar social hablaron de lo bio-político. Tomando este ya muy divulgado concepto, lo definiríamos, de nuestra propia cosecha, como la temida superación de los necesarios tabiques entre la política y la manifestación directa de la vida biológica. Si estos tabiques existen en el lenguaje permiten hablar verazmente de las dos cosas, política y biología. Y si no existen, permiten la creación de un nuevo lenguaje que será muy vibrante, que metafóricamente podrá significar los bellos riesgos del habla, pero también puede arrojarnos a nuevas formas de dominación. Lo que creeríamos libre y autónomo se podrá transformar en un ser sometido, invisiblemente rendido a las reglas de un glosario infectado y secreto de virulencias políticas.
El problema sanitario existe y hay que tratarlo sin los espectros de nuestro propio horror mal expulsado. En un gran artículo publicado en este diario, Mónica Müller ahonda la relación entre el virus contemporáneo y el modo en que lanza estiletes de miedo en el pensamiento. El virus adopta y es adoptado por leyendas conspirativas, esto es, la renuncia mitológica a la posibilidad de recrear mínimas plataformas de objetividad en la vida y en el terreno de los remedios contra la enfermedad. El escrito de la doctora Müller recuerda la actitud reflexiva e investigativa de las mejores historias de la medicina creativa, y por un momento nos hace recordar al doctor Rieux, el personaje camusiano de La peste. Todo lo contrario a la promoción de un cuidado basado en la espectacularización de la enfermedad, a las estadísticas intimidatorias, a la indigencia amenazante de los consejos que ponen la necesaria higiene en términos de un receloso higienismo. La ansiedad inmunitaria, de ser un buen capítulo de la historia médica, se convierte en inferiorización política de las poblaciones.
El virus que va desde los animales al hombre y del hombre a los animales no puede ser una quimera zoomórfica que postule el aquelarre circular de la civilización. Tampoco una medievalizada historia que teja una pobre alegoría en nuestro presente político. Pandemia: palabra que no hay que pronunciar como esos taumaturgos con aire de entendidos. Hay que enfrentarla también con razonamientos políticos. Quizás hay un alcohol en gel de la política, un lysoform que sería triste que prolongue como antisepsia política lo que fue una de las más exitosas maniobras para crear un gran culpable colectivo y lograr hacerlo trizas en limpias elecciones.
En efecto: así como el nuevo virus enlaza totémicamente la vida humana con la vida animal y obliga a nuevos trabajos en el conjunto de la existencia planetaria sobre los límites entre la salud y la enfermedad, así como los conceptos transmutan desde la revolución informática hasta los peligros ocultos en la atmósfera y el cuerpo de los hombres, así también debemos crear una forma de actuar en medio del peligro que no lo convierta en una hostilidad hacia el origen efectivo de nuestra experiencia crítica (pues ella es lo contrario al rumor) o no lo sirva en la bandeja placentera de las formas conspirativas de la argumentación (pues ellas son lo contrario a la vocación de pensar, de vivir o ironizar en la posibilidad compartida de la existencia). El peligro sólo puede ser una evaluación común que fortalezca la curiosidad por explorar los senderos colaborativos del vivir.
* Doctor en Ciencias Sociales.
Titular de la Biblioteca Nacional.
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