ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
La revitalización del discurso conservador en materia económica tiene en el tema de los subsidios un terreno fértil. El doble estándar en la evaluación de medidas económicas y comportamientos sociales se ha consolidado en la construcción del sentido común. No es una tarea sencilla eludir el bombardeo reduccionista de realidades complejas. Detrás de supuestas iniciativas para mejorar el horizonte fiscal o el escenario productivo para alentar la inversión del sector privado se oculta la discusión sobre millonarias transferencias de recursos públicos. Con criterios arbitrarios, los grandes industriales acompañados por economistas del establishment, con el inestimable apoyo de gran parte de una autoflagelada clase media, cuestionan los abundantes subsidios otorgados por el Estado al transporte y energía, ignorando los cuantiosos fondos también girados al poder económico. Héctor Méndez, el titular de la UIA y cara visible de la voluntad de ese grupo empresario de reeditar el suicidio industrial, arremetió contra los subsidios a los servicios públicos luego del encuentro con el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández. Nada dijo acerca de los beneficios fiscales por regímenes de promoción a inversiones privadas, entre los que se destacan los proyectos de Siderar (Techint), Aluar y Molinos, o sobre las millonarias compensaciones otorgadas a la cadena agroalimentaria. En este último rubro, en los últimos días se anunció una medida que merece cuantificarse: se elevó de 10 a 20 centavos la compensación a los tamberos, lo que implica el desembolso de dinero público por hasta 90 mil pesos por unidad productiva en la última mitad del año. Pocos han sido tan agraciados en estos meses de crisis como los empresarios del campo, lo que revela su triunfo político-cultural en la convalidación por parte de una mayoría de iniciativas que significan abundantes giros de recursos fiscales hacia los estratos más acomodados de la pirámide económico-social.
En cambio, el cuestionamiento dominante se concentra en los subsidios al transporte y energía, que tienen impacto positivo en el presupuesto de los grupos sociales más vulnerables, aunque también vía tarifaria en las cuentas de pymes y comercios. En otro renglón, en tanto, se ocultan o minimizan transferencias cuando los favorecidos directos son grandes corporaciones locales, multinacionales y productores agropecuarios.
Uno de los sistemas de promoción de inversiones, que corrigió los abusos de los regímenes pasados, tiene un cupo anual de 1000 millones de pesos para proyectos de inversión en actividades industriales y 200 millones adicionales para aquellos desarrollados por pymes. Los beneficios se limitan a la amortización acelerada del bien de capital adquirido o a la devolución anticipada del IVA. En su trabajo “¿Formación de capital de emprendedores o concentración económica?” (revista Realidad Económica 238), el investigador Daniel Azpiazu realiza un detallado repaso de los resultados de esta política. Explica que el monto total de la inversión industrial promocionada ascendió a casi 10.000 millones de pesos, con un “costo fiscal” de 1756 millones de pesos. Azpiazu señala que “el principal fenómeno a remarcar lo ofrece el muy elevado grado de concentración de la formación de capital promocionada y, por ende, de los consiguientes ‘costos fiscales’. Apenas 15 proyectos explican más de las tres cuartas partes de la inversión, poco más del 82 por ciento de los beneficios fiscales concedidos, y el 83,2 por ciento de las exportaciones incrementales derivadas de la concreción de los respectivos emprendimientos”. Las principales empresas beneficiadas fueron Aluar, Terminal 6 Industrial, Molinos Río de la Plata, Cargill, Louis Dreyfus, Peugeot, Chrysler, Siderar, Acindar, YPF, Urquía.
La aplicación de subsidios es una medida que genera controversias porque el sector público determina en forma arbitraria, en base a ciertos objetivos, los favorecidos de esa política. Discutirlos permite mejorar la transparencia de su asignación y, en especial, su eficacia para evitar el despilfarro y la captura de ese dinero por grupos que no lo necesitan. Pero ese debate resulta más enriquecedor cuando es amplio y general, y no recortado según quien sea el beneficiario. Precisamente, la escasa transparencia en la asignación de subsidios a través de fideicomisos y fondos fiduciarios a lo largo de los últimos años, política acompañada por regulaciones de servicios públicos contradictorias para superar el modelo privatista de los noventa, favoreció el avance de la corriente conservadora. Con congelamiento de tarifas y luego su leve flexibilización y con una fuerte inversión pública en áreas sensibles, la intervención estatal ha privilegiado desde 2003 la estrategia de subsidios como mecanismo de redistribución de ingresos. Por ejemplo, el dinero que subvenciona el servicio de trenes y colectivos actúa como un salario indirecto para la población que utiliza esos medios de transporte. Mantener las tarifas controladas implica no afectar el ingreso de los pasajeros, en la mayoría trabajadores, estudiantes y jubilados.
En un reciente informe del Estudio Bein & Asoc. se destaca que para eliminar los subsidios al transporte urbano de pasajeros, calculado en 4884 millones de pesos en el primer semestre de este año (83,8 por ciento más que el destinado en el mismo período de 2008), las tarifas deberían aumentar 116 por ciento en el caso de los colectivos y 419 por ciento en los ferrocarriles y subtes. Los economistas de esa consultora estiman que de ese modo el boleto promedio de colectivo debería costar 3,05 pesos, el de subte, 5,71, y el de tren, 6,18 pesos. Hoy, el valor promedio de esos medios de transporte se ubica en 1,41, 1,10 y 1,19 peso, respectivamente. La conclusión de Bein es que “más allá de la no viabilidad política de semejante aumento, el impacto en el IPC de sincerar plenamente estas tarifas alcanza a sólo 4 puntos porcentuales”, para agregar con destinatario misterioso que “vale la pena remarcarlo porque no parece intuitivo”.
La actual reacción de los usuarios por el ajuste en luz y gas para disminuir el monto de los subsidios, que tanto reclamaba el discurso dominante y los progresistas preocupados por las piletas de invierno calefaccionadas de la zona norte, sirve como antecedente para evaluar el comportamiento social ante el alza de tarifas. Los recursos para mantener bajo control el precio del gas, la luz y el transporte público benefician a millones de personas, seguramente algunas sin necesidad de esa cobertura. Pero así funcionan las asignaciones (subsidios) universales, política que entusiasma cada vez a más a actores políticos y sociales.
El sector público también subsidia mediante otros mecanismos actividades sin cuestionamientos tan contundentes, aunque en algunos casos han surgido tenues críticas. Uno de ellos es el de las compensaciones a la cadena agroalimentaria. En 2008 el Estado ha distribuido 1500 millones de pesos a diferentes eslabones de ese circuito productivo, y en la primera mitad de este año ya sumó otros 1700 millones de pesos con una proyección a duplicar el dinero hasta diciembre. Esos fondos aportan a equiparar en parte la diferencia de algunos alimentos entre el precio local y el internacional. Si prevalece el discurso UIA-Méndez, esos subsidios deberían empezar a desaparecer, y en un contexto donde los commodities han descendido de sus máximos pero siguen en niveles elevados, los precios de los alimentos subirían aún más.
Recuperar la solvencia fiscal y macroeconómica, que para el poder económico significaría empezar a desmontar ese cuadro de subsidios, adelanta un fuerte incremento de la demanda de talquito suavizante. Muchos están ansiosos para volver a transitar ese camino que implicaría aumentos en alimentos, transporte y en servicios de luz y gas para usuarios residenciales y pymes. Ese entusiasmo de ciertos sectores sociales por el sincericidio de tarifas “de mercado” es uno de los tantos misterios a investigar por parte de estudiosos de comportamientos sociales.
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