Lun 12.10.2009

ECONOMíA  › TEMAS DE DEBATE: INVERSIóN PúBLICA

Un motor para el desarrollo

La experiencia de los últimos años indica que la inversión estatal ha sido uno de los pilares del crecimiento. Los especialistas sostienen que debería mantenerse aun en épocas de “vacas flacas” para tratar de revertir la estructura productiva primarizada.

Producción: Tomás Lukin

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Variable clave

Por Norberto Crovetto *

Es aceptado que la inversión es una variable clave para el crecimiento económico. Su centralidad deviene de ser en un primer momento, durante su construcción, un componente importante de la demanda efectiva y, una vez finalizada, en un aumento de la capacidad de producción. Esa mayor producción debe ser vendida, si no quedaría capacidad ociosa e inútil. Por lo tanto, la posibilidad de mantener un ritmo de inversión y de crecimiento requiere un delicado equilibrio a lo largo del tiempo. Ricardo y Marx suponían que esta igualdad período a período se da automáticamente por medio de la reducción de los salarios vía desocupación, que aumenta la tasa de ganancia y recupera la inversión. Dicho ajuste, como bien señalan Kalecki y Halevi, no considera que la baja de salarios reduce la demanda de bienes y en consecuencia presiona a la baja a las ventas y a la utilización de la capacidad instalada. Y si sobra capacidad instalada ¿para qué invertir? En esto estriba el fundamento de la teoría de la demanda efectiva keynesiana.

En consecuencia, se requiere contar con un componente que nos permita la utilización total de la capacidad y que las empresas obtengan beneficio para sostener el crecimiento de la inversión. Las dos variables que nos permiten alcanzar ese punto son: la inversión pública y las exportaciones. Para el caso de los países como el nuestro, ambos se complementan y se refuerzan. Como diría Diamand, sostener el crecimiento de una estructura productiva diferente o “desequilibrada” como solía llamarla, debe resolver el cuello de botella externo; contar con las divisas para “bancar” el crecimiento y el nivel de inversión requerido. Este cuello de botella estructural no es posible soslayarlo. A pesar de la experiencia devenida de la crisis de 2001, de tanto en tanto se retorna a las propuestas de “ajustes automáticos de mercado” financiados con mayor endeudamiento vía FMI, Banco Mundial, etcétera. Este tipo de endeudamiento es pan para hoy y mucha hambre para mañana.

La segunda cuestión es como instrumento de la política económica, la elección de los proyectos de inversión pública que permitan modificar la estructura productiva. Rescatando el pensamiento estructuralista latinoamericano, pensamiento económico que se funda en nuestra propia historia, estas modificaciones requieren tiempo y dinámica. Hay ciertas críticas, que sostienen que a nivel macroeconómico estaría todo bien pero la política económica está mal pues existe, por ejemplo, una enorme fuga de capitales. Y lo atribuyen a la inseguridad jurídica, baja calidad institucional, presunta corrupción, y demás. Como si la política pudiera realizarse con tiralíneas y compás, con exactitud matemática. Como dice Jauretche, miran la política por un estrecho agujero, sin duda lamentable, pero son detalles de una economía política que terminó de estructurarse en los ‘90 y que en lo esencial es agroexportadora con alta concentración de la producción en pocas empresas extranjeras. Modificar estas bases estructurales requiere que el sector externo esté bien alto en los objetivos, basado en un tipo de cambio múltiple, en segundo lugar competitivo, y en tercer lugar dando espacio para a la expansión del empleo, de la industria y del salario.

La tercera cuestión es sostener un gasto público en el que la participación de la inversión pública sea relevante y seleccionada de modo tal que apoye la modificación de la estructura productiva. El presupuesto 2010 contempla inversiones prioritarias que son mayoritariamente para la provisión de infraestructura básica para el sector productivo (energía, transporte y logística).

Por lo tanto, el gasto público en inversión no puede ser considerado como si fuera un gasto más. Su flexibilidad suele ser equivocadamente considerada desde la óptica estrecha de una teoría económica basada sólo en planillas de cálculo. El problema del financiamiento de la inversión pública no es un problema fiscal en sí mismo. La posibilidad de mantener el nivel de inversión pública, aun en épocas de vacas flacas, es la resultante de poder mantener las exportaciones igual a las importaciones. Ese es el verdadero talón de Aquiles de nuestra economía y el límite de la administración de la demanda interna, y con ello la inversión pública. El saldo de la balanza externa y el resultado fiscal no son mellizos, sino hermanos, uno viene después del otro. La casi duplicación de la participación de la inversión pública en el PIB en el período 2003-2008 con superávit en la balanza comercial externa frente a la década del 90 con déficit externo comercial lo confirman. Y en esto, creo, la actual política económica si bien lo tiene presente, sería bueno que lo explicite más.

* Profesor de Crecimiento Económico y de Pensamiento Económico Argentino. UBA.

Incrementar la intervención

Por Marcelo Rougier *

Las políticas económicas después de la crisis de 1930 se caracterizaron por utilizar la intervención estatal con el propósito de remediar lo que se consideraban las “fallas del mercado”. Esa tendencia se acrecentó decididamente en los años siguientes mientras se conformaba un modelo de acumulación basado en la “economía mixta”. En las últimas décadas del siglo XX las políticas oscilaron y tendieron a corregir las “fallas del Estado”, a través de las denominadas reformas de mercado. Al parecer, a principios del siglo XXI el péndulo se desplaza nuevamente hacia una mayor injerencia del sector público en las actividades empresariales. Nuevamente, como en los años treinta, el Estado regresa a través de una intervención masiva por parte de los gobiernos de las mayores economías para reparar el desorden provocado por la especulación financiera y sus consecuencias en la economía real.

En nuestro país las políticas económicas siguieron un derrotero similar al del resto de las naciones, aunque quizás exagerado en sus aplicaciones. Un particular Estado empresario cobró forma en las décadas de la posguerra y alcanzó su cenit a mediados de los años setenta, traccionando a una economía cada vez más integrada. A partir de entonces la intervención del Estado fue cuestionada fuertemente por los grupos de poder y se entroncó con la crítica a los procesos de industrialización sustitutiva y a los instrumentos estatales destinados a su impulso. Específicamente, el diagnóstico destacó la ineficiencia de las empresas públicas y el elevado déficit fiscal que ellas provocaban.

Pero en las nuevas circunstancias no se trataba de errores o desmanejos de gestión: el Estado era intrínsecamente “malo”, ineficiente como empresario y ahogaba la iniciativa privada. Era necesario reponer el libre juego de la oferta y la demanda y provocar un retiro masivo del sector público en la economía, y en particular en la producción de bienes y servicios. A ello se abocó la política aplicada por José Martínez de Hoz durante la última dictadura militar, política que continuó durante la gestión radical, no tanto por las convicciones ideológicas de los funcionarios del momento como por la necesidad de resolver el fuerte déficit fiscal, consecuencia del enorme endeudamiento externo generado en los años previos. El proceso se retroalimentaba y llegó a madurar una fuerte deslegitimación de la acción estatal en todos los planos.

El desmantelamiento del sector público cobró fuerza durante la experiencia menemista que convergió con las políticas impulsadas por el Consenso de Washington. En ese primer lustro de los años noventa el retiro del Estado sería tan rápido como intenso. En 1997 ya no quedaban rastros del viejo Estado empresario; la mayoría de las empresas públicas habían sido privatizadas, concesionadas, o liquidadas. Mientras tanto, el país se endeudó hasta la insolvencia y transfirió a filiales de corporaciones transnacionales el control de los principales activos en petróleo, energía, telecomunicaciones y las mayores empresas privadas. El epílogo fue el descalabro económico, político y social de 2001.

Con el abandono de la convertibilidad y la modificación de la política económica resurgieron propuestas y demandas de una mayor intervención del Estado, en paralelo a la crítica a las privatizaciones de la década anterior; se habló de políticas neokeynesianas e incluso de traspasar el control de algunas empresas privadas de servicios nuevamente a manos estatales, en paralelo a un proceso de “argentinización”. No bien se avanzó en ese sentido, pronto se escucharon voces de alerta frente a cualquier atisbo de mayor injerencia del sector público en las actividades económicas, calificado como “regreso del estatismo” voces que recuerdan que las ideas que sustentaron las políticas privatizadoras no han muerto y, simplemente, parecen haberse tomado un respiro a la espera de mejores vientos.

Las tensiones históricas respecto del rol que el Estado debe asumir en la economía argentina siguen aún presentes, en parte como consecuencia del presunto “fracaso” del Estado empresario de la posguerra, y en parte también, como resultado del consecuente “fracaso” del antiestatismo neoliberal de las décadas subsiguientes. No obstante, es indudable que en los últimos años el Estado ha demostrado su capacidad de recuperar el control de la economía y de sus principales instrumentos; paralelamente ha incrementado su participación en sectores fundamentales como la energía, el transporte y los servicios públicos, en algunos casos con estatizaciones directas o con la creación de nuevas empresas, además de participar en paquetes accionarios de un conjunto importante de firmas privadas tras retomar el control del sistema previsional. En consecuencia, el Estado tiene potencialmente la capacidad para transformar su hasta ahora tímida intervención empresaria “por default” en una activa política de promoción del desarrollo. Sin embargo, ésta, como toda decisión política, debe sustentarse en la construcción del apoyo social que pueda garantizar su éxito.

* Investigador Conicet.

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