ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
En pocos países se ha instalado la discusión acerca de la distribución del ingreso con la intensidad que se presenta hoy en Argentina. Es una de las pocas sociedades en que se desarrolla ese interesante debate en el espacio público. En general, incluso en estudios y pronunciamientos de organismos internacionales, se privilegia el tema de la pobreza como aspecto excluyente para abordar la cuestión de la desigualdad. Si bien existe esa tensión discursiva doméstica, también es cierto que a veces se la transita por senderos que provocan distorsiones en la comprensión de su proceso. La pobreza es una faceta fundamental y dramática de la actual dinámica de las fuerzas productivas, pero muchas veces se confunde insuficiencia de ingresos para comprar una canasta básica de productos esenciales con la forma en que se reparte la riqueza. Puede parecer que una situación está estrechamente vinculada con la otra, pero la experiencia empírica muestra que no es así necesariamente. La misma debilidad que expuso el Gobierno para defender la Resolución 125 concentrando sus argumentos en que los Derechos de Exportación móviles a cuatro cultivos clave constituían una medida central para distribuir ingresos la expresan ahora todos aquellos que consideran que una valiosa iniciativa de universalización de una asignación familiar ordena definitivamente una política redistributiva. La alteración de una matriz de distribución inequitativa del ingreso resulta más ardua que disponer retenciones móviles o determinar la extensión de una suma de dinero para desocupados o trabajadores en negro. Aunque cruja el sentido común, resulta notable comprobar que muchos países que han registrado tasas de crecimiento elevadas por muchos años y han disminuido en forma considerable los niveles de pobreza mantienen una sólida estructura de desigualdad en el reparto de la riqueza. Chile es el ejemplo más cercano.
El análisis de los principales factores determinantes de la distribución del ingreso permite un examen más amplio de un tema que es complejo. Ese camino brinda la posibilidad de evitar que oportunas propuestas para mejorar el ingreso de sectores vulnerables sean traducidas por gran parte de la sociedad como portadoras de un milagro del que carece: una asignación monetaria que barrería con la indigencia e impactaría en una fuerte caída de la pobreza. Se corre el riesgo de la desilusión y su posterior deslegitimación, como la padecida por aquellos que pensaban que con las privatizaciones y el neoliberalismo el país ingresaría al Primer Mundo, o que un proceso neodesarrollista con tasas chinas de crecimiento podría provocar por sí solo una sustancial mejora en la distribución del ingreso. Lo mismo puede suceder con la universalización de la asignación familiar. Esta iniciativa, en forma aislada, sin considerar la actual estructura económica, caracterizada como concentrada y con grupos ejerciendo posición dominante en mercados sensibles, puede terminar siendo poco relevante en sus pretendidos objetivos. Desde 2007 se ha verificado que una demanda revitalizada por mejoras salariales y fuerte aumento del empleo precipitó una puja distributiva reflejada en alza sostenida de precios. El saldo provisorio de esa tensión fue un aumento de la pobreza por ingresos. Nada indica que ese funcionamiento de la economía vaya a cambiar con el shock de demanda que implicaría una asignación universal.
Existe una tendencia muy difícil de eludir en el mundo de los políticos y dirigentes sociales que consiste en defender iniciativas que durante años colaboraron en la acumulación de un importante capital simbólico. Les pasa a todas las fuerzas, sean de izquierda o de derecha. A veces el propio transcurrir de los acontecimientos van modificando las bases materiales sobre las que se definieron ciertos proyectos. Por caso, en un escenario de emergencia ocupacional, los planes Jefas y Jefes vinieron a dar respuesta a tasas de desempleo elevadísimas y, en especial, a actuar como un vehículo de contención social. Hoy esa iniciativa carecería de esas cualidades para responder a los desafíos del actual escenario laboral. En ese mismo sentido, en un contexto dominado por políticas neoliberales de explosión de la pobreza y destrucción de empleos, la asignación universal se presentaba en la década pasada como una oportuna provocación a ese modelo de exclusión social. En estos momentos, con componentes contradictorios que reúnen aspectos de los noventa con otros que intentan superarlos, las condiciones para enfrentar la pobreza son otras. El núcleo central de los factores inmediatos que explica las aún elevadas tasas de pobreza es el alza de precios de los alimentos, el retraso salarial que define la categoría “trabajador pobre” y la informalidad laboral. Esto último desarrollado hasta en la propia estructura estatal con los “contratados”. Estos tres frentes hoy se presentarían más provocadores al poder que la universalización de una asignación, pero a la vez exigiría otros compromisos políticos y la afectación de intereses más relevantes.
Un aporte valioso para este debate se encuentra en un reciente documento del Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (Cefid-Ar) de Federico Grasso. En Desigualdad y crecimiento este economista afirma que “la clave está en considerar que existe una diversidad de experiencias que dependen crucialmente de las condiciones de cada país y de cada momento histórico –mejor, del desarrollo histórico–, y que por ello parece resultar más apropiado enfocarse en episodios particulares de la dinámica de la distribución y el crecimiento”. Grasso advierte que “no debe esperarse que las sociedades desiguales redistribuyan más pues éstas se caracterizan por la gran capacidad que exhiben sus miembros más ricos para torcer las políticas del Estado en su favor”. Menciona una investigación del economista indio Ravi Kanbur, que renunció al Banco Mundial en 2000, que señala que “la experiencia internacional en los últimos 20 años muestra que los países en desarrollo que han tenido elevadas tasas de crecimiento han estado acompañados por un incremento en la desigualdad; sin embargo, el crecimiento ha tenido un efecto suficientemente fuerte como para hacer que la pobreza se reduzca. Esto conduce a que debamos preguntarnos acerca de qué clase de modelo de crecimiento queremos, ya que no alcanza con lograr tasas de crecimiento que morigeren los niveles de pobreza, porque una mayor desigualdad del ingreso ineludiblemente llevará a un descontento popular y a peligrar el modelo económico, haciendo que vuelva a elevarse la pobreza”. La evolución reciente de la economía argentina encaja en esta descripción.
En esa instancia, como aporte para contextualizar el actual debate, Grasso elaboró una ilustrativa aproximación del recorrido sobre el vínculo de la distribución del ingreso y el crecimiento económico en Argentina en los últimos cincuenta años. En síntesis, con diferentes fuentes disponibles para ese período, el balance es el siguiente:
- Entre 1953 y 1974, la conjunción de años relativamente favorables en materia de crecimiento económico permite que la concentración del ingreso se mantenga en niveles razonables, independientemente de los continuos cambios de regímenes y golpes de Estado.
- Desde 1975 hasta 2002 hay un desmejoramiento en la equidad distributiva, reflejada en un coeficiente de Gini que pasa de promediar 0,35 a superar 0,50. Este proceso se lleva adelante independientemente de lo que ocurre con el crecimiento de la economía.
- Este fenómeno es factible de observar dividiendo este cuarto de siglo en tres subperíodos: de 1975 a 1992 estancamiento, de 1993 a 1998 crecimiento, y de 1999 a 2002 franca recesión.
- Finalmente, el período de fuerte crecimiento económico iniciado en 2003 logró torcer la tendencia observada por más de un cuarto de siglo, aunque el camino por recorrer para alcanzar valores similares a los observados hace cuarenta años aún es largo.
Grasso concluye que la historia argentina confirma “no sólo que no existe una relación directa entre crecimiento y mejora en la distribución del ingreso, sino que es imprescindible comprender el contexto social y el conjunto de políticas llevadas a cabo”. El sendero para disminuir la desigualdad es sinuoso y requiere de firmes medidas que exigen una voluntad política aun mayor que la de disponer un reparador derecho a todos los trabajadores (informales y desocupados) como la universalización de la asignación familiar por hijo.
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