Sáb 06.03.2010

ECONOMíA  › PANORAMA ECONóMICO

Reservas y política fiscal

› Por Alfredo Zaiat

Uno de los aspectos más insólitos de la actual batalla político-mediática es la ausencia en el debate de la existencia de una extraordinaria crisis internacional, factor esencial para comprender el actual estado de la economía local. Las diferentes y contradictorias expresiones de la oposición la ignoran en su cruzada a un destino incierto, mientras que el oficialismo trata de ocultarla como estrategia para la generación de expectativas positivas. Además, insiste con que la crisis ya ha quedado atrás con el objetivo de mostrar la minimización de daños como un valorable atributo de su gestión gubernamental. El presente proceso de la economía global, con sus réplicas en el ambiente doméstico, es más desagradable que los deseos de unos y otros. Las señales que llegan del epicentro del terremoto financiero son bastante contundentes como para desconocerlas. Más allá de la corriente de optimismo que se difunde por el mercado internacional, destacando las perspectivas de las economías periféricas, el riesgo al descalabro sigue latente. La debacle griega, con perspectiva incierta sobre su alcance en la zona del euro, es una muestra de la debilidad con que se asienta la supuesta recuperación mundial. También es un interrogante sobre cuál puede ser el desenlace social en países desarrollados con tasas de desempleo del 10 (Estados Unidos) al 20 por ciento (España). Un ejemplo de esa inestabilidad que impacta a nivel local se encuentra en la demora de la operación de canje de bonos de holdouts. El clima conflictivo en el ambiente político agregó incertidumbre a esa transacción, pero el contexto financiero internacional sumó su cuota relevante. La crisis global afectó a la economía local, cuyos costos pudieron ser amortiguados por una oportuna política de expansión monetaria y del gasto público. Pero eso no significa que ahora, en la recuperación del ciclo de crecimiento, hayan desaparecido las secuelas de esa crisis. Más bien quedan expuestas por los esfuerzos realizados el año pasado para disminuir los costos sociales y económicos, y se extienden a éste por las restricciones emergentes. Comprender ese escenario permite abordar con más rigurosidad la tensión política, y ahora también judicial, generada por la utilización de una pequeña porción de las reservas para pagar deuda en dólares. La clave principal para entender esta disputa no es por las reservas en sí o por la “independencia” del Banco Central, sino que esa puja es la manifestación de la tensión generada por la política fiscal.

El superávit de las cuentas públicas ha sido uno de los pilares del esquema económico de la administración kirchnerista. Junto al superávit comercial constituyó la base para enfrentar los límites que arrastraba por décadas la política económica en la Argentina. Hoy, el superávit fiscal ha enflaquecido por la política expansiva para protegerse de los embates de la crisis internacional. Ese camino se transitó con menores recursos por una economía en fase recesiva acompañada por una extraordinaria sequía. Menos ingresos con más gasto público, afortunada estrategia para evitar mayores costos sociales, derivaron en una pérdida del superávit fiscal. Ese excedente, que alcanzó casi los 3,0 puntos del PIB en 2008, se redujo hasta un déficit del 0,4 en 2009, según estimaciones privadas. Con ese saldo negativo, el 2010 empieza con recuperación del nivel de actividad y una muy favorable perspectiva de la cosecha agraria, pero enfrenta la restricción fiscal de arrastre por la evaporación del superávit. Las cuentas fiscales quedaron bajo presión con perspectivas de recomposición debido al aumento de la recaudación tributaria por crecimiento económico y más ingresos por retenciones por una expectativa de cosecha muy buena. En ese trayecto se requiere de un puente de financiamiento, siendo las reservas la opción más barata y conveniente en términos financieros.

La utilización de reservas para pagar vencimientos de deuda liberaría recursos para mantener el actual nivel del gasto público. La apelación a las reservas está motivada en que las fuentes alternativas utilizadas el año pasado se han agotado u ofrecen límites para su expansión. El superávit fiscal de 2009 informado por el Gobierno, de 1,5 por ciento del PIB, incluyó el ingreso del equivalente en pesos de unos 2500 millones de dólares de la transferencia de DEG que hizo el FMI a todos sus países miembros por la ampliación de capital del organismo. También el BCRA transfirió sus utilidades al Tesoro, así como fondos en concepto de Adelantos Transitorios. En este año, sólo están disponibles algunas de esas fuentes de financiamiento, pero en forma más acotada, como los Adelantos, intereses de la cartera de la Anses y el crédito del Banco Nación. Entonces se busca ampliarlas con la liberación de fondos, que implicaría usar reservas para pagar deuda. Son unos 6500 millones de dólares, 13,5 por ciento del stock de las reservas, monto poco significativo cuando se observa el total de activos externos en poder del Banco Central. Además, con un horizonte de superávit comercial que apunta a duplicar esa suma en este año. Incluso analistas de la city que no comulgan con el oficialismo consideran adecuada esa estrategia. Sostienen que la estrategia de desendeudarse con reservas para evitar refinanciarse a tasas superiores al 13 por ciento anual es racional en lo financiero, aunque cuestionan su instrumentación. Esta línea la expone Ramiro Castiñeira, de la consultora Econométrica, en un interesante paper “La situación fiscal y el pago de la deuda con o sin Fondo del Desendeudamiento”.

En perspectiva, la actual tensión fiscal es herencia cultural de los desequilibrios de las décadas del ’80 y ’90. La magnitud del actual déficit fiscal primario, excluyendo los anabólicos (DEG, ganancias del BCRA), es poco significativa. Pero la hegemonía del discurso de la ortodoxia, que se extendió al sentido común de la sociedad, incluso a ciertos sectores del centroizquierda, establece rígidos márgenes a la política fiscal. El comportamiento de la mayoría de los países ante la crisis global fue una extraordinaria expansión fiscal, precipitando déficit fabulosos. Ese camino pareciera que estuviera vedado en Argentina por el antecedente de los ’80, años en los cuales el déficit fiscal creciente fue monetizado, que en un contexto de fuga de capitales y repudio a la moneda doméstica concluyó en hiperinflación. En los ’90, el desequilibrio fiscal fue financiado con más deuda y liquidación de activos públicos con las privatizaciones. Esto derivó en un fuerte aumento de la deuda, hasta niveles insostenibles, que derivó en el default. Esa cesación de pagos cerró el acceso al mercado voluntario de crédito, clausura que perdura aún hoy.

Dos vías de financiamiento tradicional para cualquier economía han quedado así vedadas. Sin margen para emitir para financiar un déficit fiscal, aunque sean insignificantes, como hace gran parte de las economías en el mundo, por el miedo a un desborde inflacionario (década del ’80). Sin posibilidad de colocar deuda en el mercado para cubrir vencimientos o financiar desequilibrios de las cuentas (década del ’90) por el castigo que todavía se padece por la declaración del más grande default de la historia y la más audaz quita de capital en su refinanciación. Aquí aparece la relevancia el superávit fiscal, variable clave de sustentación económica y política del kirchnerismo. Ese excedente permitió asegurar el pago de la deuda con independencia del humor de los mercados financieros. Los superávit gemelos (fiscal y comercial) aseguraron un marco sólido para hacer frente a los vencimientos externos: el Gobierno disponía de los pesos del saldo fiscal para comprar los dólares (en el mercado o al Banco Central) provenientes del intercambio comercial, y con ellos pagar la deuda. Como en 2009 la opción elegida fue consumir ese superávit en la fase recesiva para evitar un retroceso más intenso del nivel de actividad y los consiguientes costos sociales, este año se presenta complejo en el frente fiscal. No así en el comercial, que continúa siendo un pilar básico de la política económica al asegurar un flujo constante de dólares a la economía.

Para eludir el ajuste de las cuentas fiscales, el gobierno de Cristina Fernández propuso la utilización de una pequeña porción de las reservas, aunque por una vía que no consideró la actual realidad política del Congreso. Además, la ausencia en la argumentación de la existencia de la crisis internacional, la oportuna respuesta para enfrentarla y su impacto en el frente fiscal debilitó la comprensión de una medida que desafía la ortodoxia de las finanzas y que permite ampliar la autonomía restringida de la política económica.

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