ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
El desarrollo del proceso de liberalización financiera desde principios de la década del setenta, que coincidió con el cuestionamiento a las políticas de intervención estatal (keynesianismo), vino acompañado con la intensificación de las estrategias de endeudamiento externo de los países. El período de oro del capitalismo 1945-1970 fue motorizado por la movilización de recursos propios y de inversión extranjera, con escasa participación del crédito del exterior. En cambio, esa nueva etapa de expansión de las ideas neoliberales empezó a estar dominada hasta su total hegemonía por las finanzas globales. El crédito es una herramienta necesaria para la economía y la refinanciación de los vencimientos forma parte del ciclo normal de su funcionamiento. Cuando la dependencia con el acreedor es creciente, ese vínculo se convierte en un potente perturbador de la estabilidad macroeconómica. En esa instancia se pierden márgenes de maniobra y la autonomía queda muy condicionada. En Argentina, esas restricciones fueron en aumento desde la década del ochenta hasta niveles asfixiantes a fines del siglo pasado, cuyo desenlace fue la cesación de pagos. Desde entonces, con el repudio de la deuda y una audaz renegociación con una elevada quita de capital, comenzó una etapa de fuerte crecimiento económico sin contar con financiamiento externo, eludiendo esa restricción vía los superávit fiscal y comercial. La caída del Muro de Wall Street permitió la revalorización mundial de las políticas keynesianas y se inició un incipiente pero intenso cuestionamiento a las finanzas globales. En ese contexto, cuando se probó que se puede crecer con ahorro interno y empieza el Estado a tener más legitimidad para su intervención en la economía, la insistencia acerca de la necesidad de “volver al mercado voluntario de crédito” va a contramano de esa tendencia internacional, de la notable experiencia local reciente y encierra un riesgo del que se debe estar prevenido.
La posición oficial para defender la apertura del canje de deuda, la utilización de las reservas y los cambios en el Banco Central tiene como uno de los argumentos la posibilidad de conseguir endeudamiento externo a tasas más bajas. Al margen de ese extravío conceptual, no puede considerarse un costo de financiamiento satisfactorio que la actual tasa de interés del 15 por ciento anual que exige el mercado disminuya al 10 por ciento. Este sería el nivel “razonable” que Economía pagaría si avanzaran los proyectos del Gobierno. La tasa internacional se ubica en sus mínimos históricos, cerca del cero por ciento, y economías vecinas colocan bonos de deuda a la mitad de esa tasa proyectada.
Existen motivos más sólidos en términos macroeconómicos para explicar la relevancia de esas iniciativas. Y también existen razones para que los financistas sigan “castigando” a la economía argentina con tasas elevadas, que no se diluirán con el supuesto de hacer buena letra con los mercados.
“Amigarse” con el mercado para regresar al circuito financiero internacional con el objetivo de inducir un despegue de la inversión es una idea sumamente débil desde el punto de vista productivo. Se sabe que los empresarios destinan recursos a su actividad sólo si evalúan que la demanda para sus bienes crecerá, si además estiman que será prolongada la bonanza y si los ruidos políticos no son tan fuertes como para generar una incertidumbre paralizante. El crédito externo y las tasas pueden ser muy bajas, pero esas condiciones no provocarán necesariamente una mayor inversión si el nivel de actividad está estancado. Un país “serio” con un riesgo país bajo no alienta las inversiones si no impera un entorno de crecimiento sostenido con ampliación de los mercados. El crédito externo puede colaborar en ese proceso pero no ser su motor. Ese flujo de capitales termina ingresando a la plaza local sin generar grandes condicionamientos cuando el principal factor dinamizador se encuentra en el ahorro interno. La experiencia reciente muestra que la positiva evolución de la actividad económica no requirió de financiamiento externo. El castigo de los mercados, en tanto, se reconoce en la resistencia de los financistas a la opción heterodoxa para salir de la crisis y, en especial, por el dolor que le significó al sector financiero la cesación de pagos, la posterior renegociación con quita y la permanencia aún de un stock de unos 27 mil millones de dólares en default (holdouts y Club de París). Es poco probable que cambien de opinión por la irrupción de una estrategia amigable. El economista Aldo Ferrer explica que “conviene recordar que en los mercados ya estuvimos hasta el hartazgo, con los resultados conocidos. El problema no es estar o no en los mercados, sino cómo estar. La única forma de hacerlo, compatible con el interés nacional, es no depender de ellos, estar parado en los recursos propios y entonces sí, pueden surgir en los mercados muchas operaciones posibles mutuamente convenientes”.
Tantos años de dominio de la corriente ortodoxa instaló la idea, que alcanza a ciertos representantes de la heterodoxia económica y a funcionarios del Palacio de Hacienda, acerca de que salir del default o volver al FMI permitirá al país recuperar la “confianza” de los mercados. Esto no significa desestimar el canje como un objetivo de normalizar el estado de la deuda, sino ubicarlo en su dimensión en relación con lo que puede influir su resultado en el recorrido inmediato de la economía. Existe una expectativa errónea en ese gaseoso concepto de convertirse en un “país serio”, que nace de depositar un papel exageradamente relevante al capital y a la inversión externas. El economista Alejandro Fiorito, investigador de la Universidad de Luján, señala que “las cosas no son tan lineales. Argentina transitó estos años de crecimiento record sin financiamiento externo. Por lo demás, el flujo de capitales puede ser una verdadera trampa de recesión y pobreza”. Rescata la exposición del economista heterodoxo de origen indio Amit Bhaduri, de un seminario organizado por el Cefid-Ar, quien precisó que la trampa reside, precisamente, en que los países subdesarrollados sufren intensamente fugas de divisas. Por ello, buscan “demostrar” que son “confiables” ante los ojos del capital financiero. El actor que otorga el certificado de “confiabilidad” es el FMI o, ahora que ese organismo perdió prestigio, las agencias calificadoras o los analistas-empleados de los bancos. Entonces buscan su aprobación para ser “creíbles”. Pero esa aprobación incluye como condición el freno y anulación de las políticas expansivas, redistributivas y de desarrollo, conformando un círculo vicioso. Las imágenes de convulsión social que en estos días ilustran el caso griego deberían ser un potente disuasivo para volver a transitar ese sendero. Como enseña Ferrer, la prioridad es retener y reciclar el ahorro interno en el proceso productivo y después, todo lo demás, incluso “la vuelta a los mercados” internacionales, viene por añadidura. La forma de sortear entonces la trampa que emerge de la estrategia de amigarse con el mercado es minimizar la dependencia respecto del capital externo en lugar de profundizarla.
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