ECONOMíA › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La existencia de un nuevo clima de opinión política es un hecho innegable. Con frecuencia se habla de ese cambio desde la perspectiva de un mejoramiento de las expectativas sociales, muy asociado a la superación de los efectos de la crisis mundial en la economía nacional y al consecuente avance en la producción, el empleo y el consumo, así como de un grado de recuperación de la imagen del Gobierno en la opinión pública. Se trata de datos muy relevantes cuando falta poco más de un año para la elección presidencial. Sin embargo, es posible que el cambio de clima incluya elementos menos coyunturales y más vinculados a procesos políticos de más largo aliento.
Podríamos estar en presencia del principio de una crisis de una matriz de acción política. Desde la crisis de 2001 en adelante se profundizó en el país un proceso de vaciamiento de las instituciones políticas formales y de aumento desmesurado del peso de agencias externas al sistema político, muy particularmente de los medios masivos de comunicación. El fenómeno de la mediatización de la política no es una exclusividad argentina sino un fenómeno que atraviesa el mundo, en correspondencia con profundos cambios sociales y culturales cuyo aspecto central es el de la erosión de las grandes identidades masivas y el desarrollo de conductas y preferencias políticas signadas por el individualismo. No es tampoco nuevo ni argentino el desarrollo de los “partidos personales”, que giran en torno de liderazgos establecidos sin mediaciones partidarias a través, en lo fundamental, del desempeño televisivo. Esta metamorfosis afecta a partidos políticos altamente institucionalizados y fuertemente implantados en sus bases sociales en todo el mundo.
La especificidad argentina consiste en la radicalidad alcanzada por la brecha de confianza entre política y sociedad en los tiempos del colapso de la convertibilidad y la caída del gobierno de la Alianza. La credibilidad política se convirtió desde entonces en un bien extraordinariamente escaso. Fueron los medios de comunicación masivos los que incrementaron en esas condiciones su capital de confianza social. Flexibles y pragmáticas, las conducciones mediáticas pudieron pasar, casi sin solución de continuidad, de la celebración entusiasta del “modelo” vigente en la década del ’90 a la indignación por sus catastróficos resultados, acompañando así el humor igualmente cambiante de las clases medias.
La política quedó progresivamente aprisionada a la agenda, la lógica y los tiempos de los grandes medios. En los últimos años ya no se trata tanto de la utilización de los medios para seducir a la opinión pública, como del alineamiento automático de buena parte de la oposición con los intereses empresarios mediáticos, orientado a recibir el apoyo necesario para su proyección política. Hemos visto así a dirigentes radicales despotricar contra la ley de estatización de las jubilaciones, contrariando toda la tradición partidaria en la materia. A Carrió doblando la apuesta hasta el infinito, al punto de manifestarse abiertamente en la defensa de los grupos mediáticos concentrados contra un proyecto de ley en cuya elaboración participaron muchos de quienes formaron parte de su agrupación política. Los juicios contra el terrorismo de Estado, la ley de medios, el proceso relacionado con la identidad de los hijos adoptivos de Ernestina de Noble, el uso de reservas del Banco Central, en fin, cualquier tema pasó a ser pensado por una parte de la oposición con la cabeza de los gerentes de los medios y en la perspectiva de la defensa de sus intereses.
En el corazón de este cambio de clima político, casi unánimemente reconocido, está el debilitamiento de la credibilidad mediática. La conducción del grupo Clarín ha asumido el enfrentamiento con el Gobierno bajo la forma de una guerra sin cuartel en la que progresivamente se han ido abandonando las reglas más elementales de la objetividad y la calidad periodística. Ha decidido descender al barro del enfrentamiento directo y sin concesiones ni negociaciones; no puede extrañar que esa estrategia haya desembocado en la conversión de sus productos en instrumentos propagandísticos, más eficaces en su capacidad de expresión de los sectores más hostiles al Gobierno que en la persuasión de quienes no están embanderados en esas posiciones.
Junto con la credibilidad se va deteriorando la expectativa de los beneficios que pueden conseguirse del alineamiento incondicional con las líneas editoriales de los grandes medios. El reciente fallo de la Corte que revocó la medida cautelar contra la ley de medios audiovisuales marca un momento cardinal de esta tendencia. Cebado por el clima de impunidad social y jurídica para cualquier impulso antigubernamental que llegó a reinar en el país, el diputado mendocino Enrique Thomas no dudó en presentarse como damnificado en su condición de legislador y de ciudadano por una ley que afectaba los intereses de quienes ostentan posiciones dominantes en el negocio de la comunicación. La Corte no solamente invalidó la medida cautelar, sino que fulminó en términos contundentes una práctica política orientada a convertir a los tribunales de justicia en trincheras desestabilizadoras y de defensa de poderosas corporaciones económicas. Ahora queda claro que un legislador “afectado” por la aprobación de una ley en el cuerpo al que pertenece corre el riesgo de sufrir el peor de los daños que acechan a un político, el del ridículo.
Las figuras estelares de la política mediática sufren las consecuencias de esta crisis de credibilidad. Cobos, convertido por los medios en la gran esperanza de la Argentina de los consensos y del diálogo, ha cosechado una significativa derrota en la interna radical bonaerense y otro traspié en Neuquén; su camino luce menos lineal que hace un tiempo. Carrió, tal vez la más astuta y desprejuiciada de los cultores de la matriz política mediático-dependiente, aparece hoy resignada a un segundo plano en la batalla de la periferia panradical. A Macri parece no alcanzarle con la pura condescendencia comunicativa para sortear sus enredos políticos y judiciales. Y así podría seguirse con la espera desesperada de la crisis y la diáspora peronista y la ilusión “renovadora” puesta en el ex presidente Duhalde.
Junto con la credibilidad de los grandes medios disminuye también el temor a sus represalias. Ese temor que se expresaba en la frase “con dos tapas de Clarín puede caer un gobierno” y que abarca a buena parte de la dirigencia política, incluido el segmento que se autodefine como “progresista”. Si estamos ante una crisis de la sujeción de la política a los intereses de las empresas mediáticas, eso no debe confundirse con la desaparición de esa matriz. Lo comprueba dramáticamente la entusiasta participación de algunos diputados, en el show montado por Clarín en torno de las declaraciones de Sadous en la Cámara de Diputados a propósito de las denuncias de coimas en el comercio entre Venezuela y nuestro país. Es probable que asistamos a un proceso de diferenciación entre quienes decidan seguir apostando todas sus cartas a la complacencia mediática y quienes se sientan incentivados a abrir paso a una progresiva autonomía de la política respecto de los poderes corporativos. En todo caso, esa autonomía tiene para la democracia un valor estratégico superior a la suerte de un gobierno y al resultado de una elección.
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