ECONOMíA › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
En las últimas cuatro semanas recibí decenas, quizá centenares de mails a propósito del intercambio con Gustavo Grobocopatel.
Me han escrito altos directivos de la Sociedad Rural Argentina, socios de la Federación Agraria, ingenieros agrónomos de la pampa santafesina y la bonaerense, productores de Rafaela y Reconquista, de General Villegas y Córdoba, de Pergamino y Santiago del Estero, de Formosa y de Salta, productores arroceros de La Leonesa en mi provincia, así como del interior de Corrientes, e incluso de Rio Grande do Sul, en Brasil.
Fue una lluvia impresionante de mensajes a favor o en contra de la producción extensiva de soja. Los que firman son científicos del Conicet; genetistas de por lo menos cuatro universidades nacionales; colectivos de productores; campesinos desplazados; economistas del Plan Fénix y de otras instituciones económicas, culturales y agrarias de medio país; filósofos, escritores, lectores de este diario y etc., etc. Salvo un par de idiotas ofuscados, la inmensa mayoría de los mails fueron de tono respetuoso, tolerante y aportador de información en favor o en contra de lo expresado en mis notas. Fue un ejercicio hermoso pero tan masivo que, por eso mismo, me veo impedido de responder a uno por uno.
Lo que sí me queda es la sensación clarísima de que involuntariamente he destapado una caja de Pandora. Y no me parece mal si la discusión de los males o bienes emergentes le sirve a la nación, pero yo aquí paro. Prefiero no seguir polemizando con quienes, en general, me dicen –y siguen diciendo– que estoy equivocado o mal informado, pero sin rebatir mis argumentos. Que acaso no son gran cosa, pero sí son firmes y los sintetizo por última vez:
a) la soja transgénica es peligrosa hasta tanto no se demuestre lo contrario y no debería permitirse en la Argentina (como lo hacen casi todos los países productores);
b) el glifosato, si bien parece que es menos peligroso que el viejo DDT, no por eso es inocente y menos si está bañando la friolera de 22 millones de hectáreas de territorio nacional.
En mi primera nota hablé de “daños colaterales” y la verdad es que los sigo viendo. Donde había bosques naturales no los hay más. Decenas de miles de campesinos fueron y son forzados a abandonar sus tierras para engrosar villas miseria, no hay emprendimiento privado que los contenga y lo que hace el Estado no alcanza. Cada vez veo más escuelas rurales semivacías, y cómo se reclutan chicos para banderilleros de aviones fumigadores. El año pasado se conoció el caso de San Jorge, Santa Fe, donde además he escuchado testimonios de primera mano. Ahora me llega un mail que informa que a comienzos de septiembre “un equipo de pulverización terrestre se aprestaba a pulverizar los cultivos de soja ubicados en el predio que linda, calle de por medio, con la Escuela del Lote 7, en Colonias Unidas, Chaco. Los vecinos del lugar, que en años anteriores fueron testigos de estas prácticas y que advierten serios problemas de salud en sus niños, impidieron que esta vez se lleve a cabo la aplicación apostándose frente al equipo pulverizador evitando que pueda seguir circulando”, luego de lo cual hicieron la denuncia solicitando que no se “fumigue” más en cercanías de la escuela ni de sus hogares.
Y en la web leo, al cierre, que si hoy en la Argentina se obtienen 30 kilos de miel por colmena, hace 20 años se obtenían hasta 80 kilos en la cuenca lechera de Córdoba y Santa Fe. El cambio obedece básicamente a que en lugar de pasturas para alimentar vacas lecheras, ahora se siembra soja. La producción argentina en la cosecha 2008/2009 fue de 57 mil toneladas, de las cuales se exportó el 95 por ciento. Pero se producían 100 mil toneladas hace 10 años.
Estos también son daños colaterales de una producción que aunque deja divisas al país, no se ha demostrado que no es peligrosa, y además está descontrolada.
Quisiera que se entienda este artículo como una respuesta cordial a cada uno/una de quienes me escribieron. Seguramente hay muchos/as argentinos que saben mucho más que yo de este asunto. Lo mío es la literatura, es cierto, pero también me incumbe como ciudadano el cuidado de un país que tenía una tierra que pensábamos bendita y los acuíferos más impolutos del mundo. Hoy sabemos que eso ya no es así, que la soja transgénica y el glifosato son parte del problema (y no de la solución) y que nadie puede probar lo contrario.
Están muy bien el desarrollo, los emprendimientos y los intereses empresarios que benefician al país. Ganamos todos. Pero cuando el rumbo del de-sarrollo es decidido por el interés de unos pocos, que además pueden hacer que las decisiones políticas se subordinen a ellos, los que perdemos también somos todos.
Hacen falta controles estatales firmes y vigorosos, y legislaciones fuertemente preservacionistas, tanto para la soja y el glifosato como para la represa del Ayuí o la gravísima cuestión de los glaciares, hoy en manos de empresas mineras y gobernadores como el señor Gioja de San Juan y otros que parecen no ver más allá de sus narices. O de sus bolsillos, quién sabe.
Es claro que hay que distinguir conductas y grados de sensibilidad, porque no todos son lo mismo, ni en la soja ni en ninguna otra actividad. Pero también es cierto que el medio ambiente es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de quienes suelen tener más intereses que conciencia social.
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