ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: ESTATIZACIóN DE SERVICIOS PúBLICOS Y SUBSIDIOS
Los mentores del neoliberalismo recelan de los subsidios en los servicios públicos y se manifiestan en favor de una supuesta mayor eficiencia, pero los especialistas consultados cuestionan tener como parámetro de “eficiencia” microeconómica la tasa de rentabilidad.
Producción: Tomás Lukin
Por Daniel Azpiazu y Martín Schorr *
La ortodoxia suele crisparse frente a las políticas de subsidios, siempre que no sean para las grandes empresas que reclaman más “estímulos a la inversión” (Paolo Rocca en el 9º seminario Propymes). Los mentores del neoliberalismo recelan de los subsidios en los servicios públicos, más si se trata de estructuras tarifarias asociadas a la presencia de subsidios cruzados que, en gran medida, fueron eliminados o erosionados en el huracán privatizador de los ’90. Todo ello en pos de una supuesta mayor eficiencia económica.
A partir del ejemplo que ofrece la estatización, en marzo 2006, del servicio de agua y saneamiento en el Area Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), caben algunas reflexiones. Por un lado, en torno de la usual referencia a la eficiencia microeconómica asociada, en su visión neoclásica, a la maximización de la tasa de ganancia. Más allá de los variados criterios existentes en el campo teórico y empírico, la conceptualización de la “eficiencia” microeconómica debería inscribirse dentro de lo que configura el significado de la propia noción de eficiencia: la capacidad de los “medios” para acceder a los “fines” perseguidos. Más aún cuando se trata de la gestión y prestación de un servicio público que involucra el acceso a un derecho humano esencial. Tener como parámetro de “eficiencia” microeconómica a la tasa de rentabilidad no parece ser un criterio válido. Desde esa visión estrecha, el desempeño de Aguas Argentinas (AASA) hasta 2001 podría ser considerado como muy eficiente con una tasa de rentabilidad promedio superior al 20 por ciento del patrimonio neto. Mientras que resultados contables negativos de la estatal Agua y Saneamientos Argentinos (AySA) podrían estar reflejando todo lo contrario: en 2009 las pérdidas fueron el 6,6 por ciento del patrimonio neto.
Sin desconocer ciertos aspectos críticos, de jerarquizarse el acceso generalizado de nuevos usuarios a bienes públicos esenciales como agua y saneamiento, no hay dudas de que los pocos años de gestión de AySA (menos de cinco) han sido mucho más “eficientes”, en términos de los objetivos sociales a satisfacer, que los de la otrora prestataria privada. En 2011 está previsto que, con un peso decisivo de las transferencias del Estado Nacional, el 100 por ciento de la población del área servida cuente con agua potable (el déficit en el inicio de la gestión era del 16 por ciento) y el 80 por ciento acceda al servicio cloacal (déficit del 36 por ciento en 2006). Se trata de un plan ambicioso que asume que los ingresos operativos de la empresa resultan insuficientes para su financiamiento y que priorizar la satisfacción de un objetivo asociado a la salud pública justifica la asignación de recursos estatales.
A su vez, aceptado que ante la cobertura deficitaria de los servicios deba recurrirse a fuentes adicionales al autofinanciamiento de AySA, la aplicación de tarifas que conlleven una mayor equidad, solidaridad y capacidad de contribuir a un uso más racional del recurso podría ayudar a reducir aportes del Estado Nacional que pueden asignarse a otras regiones del país con carencias ostensibles en agua y saneamiento.
Basta hacer referencia al congelamiento tarifario que se remonta a inicios de enero de 2002 (desde esa fecha hasta noviembre de 2010 el IPC creció más del 150 por ciento) y a la decisión política de mantener inalterada la estructura tarifaria heredada de la gestión de AASA, con la consiguiente difusión de cargos fijos regresivos incorporados en las recurrentes renegociaciones contractuales de entonces. Si bien la política oficial de congelamiento de las tarifas con subsidios directos e indirectos a empresas prestatarias y/o usuarios trasciende la gestión microeconómica de AySA, es indudable que la ha afectado desde el punto de vista de sus ingresos operativos.
Al mantener inalterados los criterios de tarifación, mucho más regresivos que los originales de la concesión de AASA tienden a agudizarse las consiguientes inequidades que dan pie al llamado sistema de “canilla libre” para los sectores de mayores recursos y consumos. Por caso, más allá de la revisión de todos los cargos fijos incluidos durante la gestión AASA, cabría ampliar los escalonamientos de los coeficientes “Z” (zonal) y “E” (edificación) de la fórmula original de forma tal que paguen más aquellos usuarios que habitan en áreas de altos recursos y con modernas edificaciones. Es decir: una profundización del sistema de subsidios cruzados que caracterizaba la forma de fijar tarifas hasta las renegociaciones contractuales con AASA; particularmente importante atento al notable abaratamiento real del costo de los servicios.
Así, queda planteada la disyuntiva entre priorizar la salud pública de la población del AMBA tendiendo a garantizar la universalización de los servicios y el equilibrio económicofinanciero de la prestataria. La incapacidad real de encarar tal desafío con los recursos de la empresa pública invita a reflexionar en torno de esa necesaria articulación entre “medios” y “fines”, así como sobre la preocupación de la ortodoxia en torno de los subsidios públicos y la “eficiencia”.
* Flacso.
Por Eugenia Aruguete *
Desde 2003 el gobierno nacional intervino en las áreas de servicios públicos y alimentos a través de un régimen de subsidios dirigido a mantener estables y bajas las tarifas y precios. El gasto involucrado en esta política alcanzó montos significativos y crecientes: pasó de rondar los 4000 millones de pesos en 2003 a superar los 33.000 millones en 2010, llegando a representar algo más del 10 por ciento del total de erogaciones públicas. Sin dudas, como indican los números, los subsidios han sido una política más que relevante y cabe identificar algunas propiedades que muchas veces escapan a los ojos más críticos.
Dirigida centralmente a los sectores de energía, transporte y alimentos, que en conjunto concentraron más del 80 por ciento del gasto en subsidios, uno de los principales logros de esta política ha sido proteger el poder adquisitivo de los ingresos, especialmente de los sectores más vulnerables, en cuyas canastas de consumo el gasto en estos rubros es más que significativo.
En los primeros años, cuando la Argentina abandonó el régimen de convertibilidad, los subsidios a la energía y el transporte permitieron congelar tarifas y evitar el traslado de la presión inflacionaria de origen cambiario a los precios domésticos, conjurando el deterioro de los ingresos y la distribución, así como el potencial colapso de firmas, la desinversión y el desabastecimiento. En áreas como transporte, además, ayudaron a sortear el crítico estado en que se hallaba el sector tras una década de gestión privada y desinversión, en muchos casos garantizando la continuidad del servicio. Posteriormente, cuando la economía ingresó en un ciclo expansivo prolongado, contribuyeron a configurar una estructura de costos compatible con el crecimiento de la industria y el comercio y a apuntalar el aumento del consumo asociado al mayor poder de compra del salario.
En el caso de los alimentos, donde además opera el esquema de retenciones, la política de subsidios también tuvo efectos positivos. El régimen de compensaciones, que remunera a los productores locales el diferencial entre los valores internacionales y domésticos, contribuyó a desacoplar el precio interno de los alimentos de su dinámica en el mercado mundial.
Los economistas del establishment suelen responsabilizar a los subsidios de insumir exorbitantes niveles de gasto público y generar distorsiones en la economía. Las empresas subsidiadas reclaman la liberalización de tarifas, denunciando que las regulaciones estatales afectan su rentabilidad y desalientan inversiones de riesgo para sus negocios.
Como si la experiencia privatista y desreguladora de los noventa, que devino en desinversión y deterioro –en algunos casos, colapso– de los servicios públicos, hubiese quedado en el olvido, el Estado vuelve al banquillo de los acusados. Pero la experiencia reciente muestra que junto a otras políticas –entre ellas, el tipo de cambio competitivo y el sistema de retenciones–, los subsidios permitieron delinear un esquema macroeconómico que propició el crecimiento de la economía, la reindustrialización, altos niveles de empleo y mejoras reales en el ingreso de la población.
En este sentido, la política dirigida a mantener bajos los precios de la energía, el transporte y los alimentos jugó un rol estratégico. Al garantizar insumos básicos a bajo costo, dio sustentabilidad a ciertas actividades y mejoró la competitividad y rentabilidad de otras, creando condiciones favorables a la inversión, que creció a tasas históricas en los últimos años (pasó de representar el 14,3 por ciento del PIB en 2003 al 23,5 por ciento en 2010). Tratándose de rubros relevantes en la canasta de consumo de los sectores de bajos ingresos pero elevada propensión al gasto, la mejora del poder adquisitivo no sólo tuvo efectos redistributivos favorables sino que incrementó la capacidad de consumo de la población (en los últimos siete años el consumo creció más del 60 por ciento, contra el 16,9 por ciento que aumentó entre 1993 y 2000), generando más estímulos a la inversión y la producción, con impactos directos en el empleo y los salarios.
Identificar estos aspectos no supone desdeñar como objetivos ampliar la oferta de bienes y servicios, garantizar transparencia y eficiencia en el uso de los recursos y propender a una más correcta identificación de los beneficiarios del accionar estatal, evitando financiar el consumo de sectores medios y altos pero fundamentalmente asegurando el acceso universal y a bajos costos a los sectores más desprotegidos mediante la implementación de una tarifa que conceda un tratamiento preferencial a sectores vulnerables. Ello no implica desandar el camino sino profundizar el iniciado.
* Magíster en Historia Económica. Docente de la Facultad de Ciencias Económicas y de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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