ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: LA POLíTICA LABORAL OFICIAL
El objetivo de las políticas laborales actuales apunta a sostener el crecimiento económico por medio del incremento simultáneo de los salarios y la productividad, y al mismo tiempo generar rentabilidad para las empresas. Por qué el establishment ofrece resistencia.
Producción: Tomás Lukin
Por Héctor Palomino *
El objetivo de las políticas laborales actuales apunta a sostener el crecimiento económico por medio del incremento simultáneo de los salarios y la productividad, y al mismo tiempo generar rentabilidad para las empresas. Estas políticas tienden a nivelar “hacia arriba” los salarios, mejorando paulatinamente la posición de los trabajadores en la distribución del ingreso y configurando una estructura social más homogénea e integrada que la resultante del modelo de la convertibilidad de los noventa.
No todos los empresarios comparten el objetivo de crecer distribuyendo. Un sector importante del establishment rechaza este modelo, asociándolo con el que muchos observadores percibían en el pasado como el “problema” argentino. Según ese enfoque, crecer distribuyendo implica que muchos trabajadores obtengan mayores remuneraciones que las que les “corresponderían” según su productividad relativa: en la medida en que se distribuyen ingresos “antes” de generarlos, la nivelación salarial resultante conspira contra el desarrollo económico. La falacia del enfoque, aplicado al modelo actual, reside en desconocer el simultáneo crecimiento de la productividad y la rentabilidad registrado en estos años.
La persistencia de este enfoque entre no pocos empresarios del establishment local, renuentes a pagar mejores salarios, implica el rechazo de la idea de crecer “distribuyendo” por más que la experiencia argentina reciente demuestre que es posible. También implica la persistencia en ese sector de las ideas que durante los noventa llevaron al cierre de numerosas empresas. Aquel modelo establecía por un lado una fuerte diferenciación de ingresos en el personal de las firmas, consistentes con el objetivo de individualizar la relación salarial desarticulándola de las escalas de convenio colectivo. Por otro lado, la búsqueda de disminuir el costo laboral llevó a las empresas a desprenderse de personal, o bien a transferir a los trabajadores el costo de sostener sus puestos por la vía de la precarización, desarticulando el salario de la protección social. De allí que las consecuencias sociales de la adaptación de los empresarios al modelo de la convertibilidad se tradujeron en el crecimiento sistemático de la desocupación, del trabajo no registrado en la seguridad social y, finalmente, en una nivelación “hacia abajo” de los salarios de la mayoría de los trabajadores.
Pero antes que la evidencia, los empresarios del establishment atienden al dogma. Es posible que éste sea alimentado por las posiciones empresarias que prevalecen en los países que actualmente padecen los efectos de la crisis económica internacional, particularmente los europeos. Allí, la búsqueda del sendero de salida de la crisis encuentra a los empresarios imponiendo condiciones leoninas a los trabajadores. En las empresas automotrices de Fiat de Turín y en la de Nissan en Barcelona, recientemente los trabajadores aceptaron el congelamiento de sus salarios por varios años, las prolongación de las jornadas de trabajo y resignaron beneficios diversos, como condición de continuidad en sus empleos y de evitar que esas empresas cumplieran sus amenazas de deslocalización hacia Polonia, Marruecos o Sudáfrica.
Varios gobiernos europeos alientan hoy este avance de las posiciones empresarias: los de Alemania y Francia acaban de proponer la desvinculación de los salarios y la inflación, promoviendo la ruptura de un pacto básico del Estado de Bienestar que tendía a preservar el poder adquisitivo de los salarios. La nivelación hacia abajo de los salarios pretende descargar los costos de la crisis sobre los trabajadores y amenaza profundizarla, afectando el consumo e incrementando las desigualdades de ingresos, en suma, erosionando la estructura social.
No es casual ese aire déjà vu que estas iniciativas y el contexto europeo actual tienen para los argentinos que padecimos la crisis de 2001. Al mismo tiempo, difícilmente podrían encontrarse en los últimos cincuenta años semejantes situaciones de “desacople” entre las tendencias prevalecientes en Europa y las que registran nuestro país y algunos países de la región, como Brasil y Uruguay. A lo sumo, ese “desacople” presentaba en el pasado un signo inverso, en el que el progreso del bienestar en el centro se articulaba con su retroceso en nuestra región.
Es posible que buena parte de las percepciones actuales del establishment tengan como telón de fondo las asimetrías sociales e históricas reseñadas: la experiencia actual de Argentina vis a vis el propio pasado reciente y la actualidad de la crisis económica en los países centrales. Por eso también resulta inexplicable su persistencia en el error. Aunque tal vez ésta sea una característica central del establishment criollo.
* Sociólogo, profesor universitario y director de Estudios de Relaciones del Trabajo en el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social.
Por Claudio Casparrino *
La vertiginosa génesis desde el modelo económico de los años noventa hacia el actual se inició en un pecado original de difícil tratamiento. La inevitable devaluación del peso concretada durante el interinato del senador Duhalde en 2002 provocó, vía el movimiento de los precios relativos, una fuerte transferencia de ingresos del conjunto de la población hacia el sector exportador y desde los trabajadores a los empresarios, induciendo una caída del salario real vis a vis el incremento de la rentabilidad. Es decir que la recuperación no se debió a un incremento genuino de la productividad sistémica local, sino a uno de carácter espurio que radica en la transferencia de ingresos de un sector a otro/s de la sociedad. De allí que una noción integral de “modelo económico” no comenzó a tener sentido sino hasta que la administración del presidente Néstor Kirchner promovió la activa participación sindical en la negociación salarial a través de los convenios colectivos de trabajo, retomados hasta hoy, a la que se sumó la ampliación de la cobertura previsional y, luego, la eliminación del sistema de capitalización y la Asignación Universal por Hijo (AUH) durante la administración de Cristina Fernández. En conjunto, estas medidas tendieron a equiparar la idea de “modelo económico” con la de un incipiente “contrato social”. Si el costo de un tipo de cambio competitivo –imprescindible para la generación de puestos de trabajo y la reactivación económica– fue pagado por el conjunto social y, en especial, los trabajadores, el Estado debía asumir la restitución de ese esfuerzo arbitrando los medios a través del mercado de trabajo vía el incremento sistemático de salarios, y directos, a través de prestaciones como la AUH que otorgaran no sólo equidad y justicia, sino un sentido social o relacional a la política económica.
Así, mientras que la devaluación dio por terminado de manera instrumental un esquema monetario y cambiario de negativas consecuencias, el discurso que acompañó la política distributiva de los dos gobiernos electos posteriores otorgó un sentido social al rol del Estado que implicó una ruptura con bases fundantes del neoliberalismo. Ello es así no sólo porque dicha política se dirigió a necesidades “sociales” candentes, sino principalmente porque el relato argumental que les otorgó sentido se basó en el mutuo reconocimiento de partes en contraposición, la evidencia explícita de conciencias que se reconocen en su mutua oposición, adquiriendo entidad en la palabra positiva del poder ungido en las urnas. Este hecho, de implicancias extraordinarias, es inédito desde la recuperación democrática. Explica, mucho mejor que los rebosantes balances industriales y agropecuarios, la violenta oposición desplegada por agrupamientos como la Mesa de Enlace, la Asociación Empresaria Argentina e importantes fracciones de la UIA. De manera notoria, sus reclamos remiten sistemáticamente a un borramiento y negación del otro aunque perversamente lo tiene como sujeto de nuevas trasferencias: mayor devaluación (concentración de ingresos), eliminación de derechos de exportación (caída del salario real), estabilidad de precios vía desaceleración (incremento del desempleo y caída de la demanda).
Sublimado en la reciente constatación de servidumbre en el moderno agro pampeano, el accionar de la cúpula de poder económico en la Argentina podría interpretarse, sin temor a anacronismos, a través de la hegeliana dialéctica del amo y el esclavo. En ésta, el amo es una “conciencia para sí”, en apariencia independiente, pero que sólo puede ser tal a través de otra conciencia, negada –el esclavo— que le provee los medios de vida y de cuyo reconocimiento depende inexorablemente para existir como tal. La relación dialéctica entre ambos se establece en la lucha por el reconocimiento mutuo, negado por el amo al esclavo. El temor, por tanto, no está del lado del esclavo sino del amo, que requiere paradójicamente de su sistemático reconocimiento y provisión. Pensado en términos de los párrafos anteriores, el develamiento de esta relación puede desatar la potencialidad subyacente en el esclavo y establecerlo como sujeto político de cambio de esa sujeción.
La trama de la dominación implica el oscurecimiento de contradicciones, como las que se verifican en el manejo de sensibles variables económicas. Por el contrario, su exposición abierta, su debate en la arena pública, no sólo habilita cambios progresivos en la regulación social y económica sino que reconstituye y genera actores populares que pueden modificar el mapa político nacional. Ninguna tasa de ganancia mitigará el temor que esta posibilidad provoca en quienes condicionaron “para sí” durante décadas el desempeño social y económico argentino.
* Economista, integrante del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE).
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