ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
Brasil es una potencia mundial al integrar el selecto grupo de las diez economías más grandes del planeta. Forma parte del denominado BRIC, donde comparte cartel con Rusia, India y China, países considerados por analistas del mundo financiero como el eje económico del futuro. Reúne por lo tanto atributos de líder regional. Sus dirigentes políticos, sociales y empresarios no desconocen esa cualidad y se expresan en ese sentido. Pero ese liderazgo necesita a la vez que sea reconocido por los otros países latinoamericanos para poder ejercerlo con autoridad. Para ello puede elegir la estrategia de cooperación para lograr esa aceptación o la de la imposición por su mayor peso económico relativo. La experiencia regional se presenta diferente a la historia de otros bloques económicos, donde la hegemonía de un país fue a fuerza de subordinar al resto, como en Europa (Alemania), Asia (Japón y ahora China) y Norteamérica (Estados Unidos). Brasil no está en condiciones de convalidar hoy su liderazgo político regional por esa vía. Requiere que sus vecinos le reconozcan su primacía, y en especial la Argentina, la segunda economía en importancia de América del Sur. Para ello se le plantea la necesidad de construir marcos de confianza, alejando el fantasma de vocación imperialista que ejercen otras potencias en sus zonas de influencia. Interviene en un área económica castigada por años de neoliberalismo y que desde la primera década del nuevo siglo emergieron gobiernos con aspiraciones a trabajar en sus respectivos desarrollo nacional. El reciente y estruendoso conflicto comercial por despachos de autos frenados en la frontera revela la dificultad que enfrenta Brasil para alcanzar ese objetivo. Esta crisis, que va camino a superarse como otras que se han registrado a lo largo de los últimos veinte años, desde la firma del Tratado de Asunción el 26 de marzo de 1991, que dio nacimiento al Mercosur, deja al descubierto en realidad debilidades de la política económica brasileña que ponen en tensión esa aspiración de ser reconocido por sus pares como líder regional.
La estrategia argentina de los últimos años se ha concentrado en impulsar una etapa de reindustrialización, proceso que reconoce rupturas y continuidades con el pasado, pero que ha comenzado a transitar con saldo favorable en términos cuantitativos en varias ramas productivas. La posibilidad de Brasil de imponer su hegemonía habría sido más factible si la Argentina hubiera desechado esa opción industrial, aceptando el pasivo papel de proveedor de materias primas. Si Brasil aspira a consolidar su liderazgo, deberá aceptar la convivencia con su principal socio, que está en la tarea de recuperar una base industrial propia. Esto se desarrolla en un marco donde la industria brasileña es notoriamente de mayor densidad que la argentina. Esta última fue duramente castigada en el período 1975-2002, provocando una caída del producto industrial per cápita del 40 por ciento. La recuperación en los últimos años está generando entonces un espacio de competencia que antes no existía, a lo que se suma una política económica brasileña que no favorece el desenvolvimiento de su propia industria. Hay dos ejemplos concretos. La fabricante de maquinaria agrícola Case New Holland, que está controlada por Fiat, anunció una inversión por 100 millones de dólares en Argentina que estaba inicialmente pensada para desembarcar en Brasil. A su vez, General Motors adelantó que invertiría para reemplazar la importación desde Brasil de motores para el modelo Agile.
Esta incipiente puja en el ámbito industrial con desvíos de inversiones, que empieza a registrarse también en otras ramas, como la textil, de calzado y electrónicos, tiene su motivación en las respectivas políticas económicas de ambos países. Resulta sugestivo que muchos de los análisis sobre la presente disputa comercial se concentren en las debilidades del Mercosur y no en la política económica brasileña. Los representantes del pensamiento conservador han batallado incansablemente en los últimos años elogiando la estrategia del vecino grande, y hoy no admiten que ese sendero es lo que explica las actuales tensiones.
La política macroeconómica del gobierno de Lula, que continúa su sucesora Dilma Rousseff, exhibe como éxito una tasa de crecimiento moderada, una baja inflación y la ampliación del consumo en sectores medios y bajos. Este período estuvo acompañado por una fuerte expansión del negocio financiero, una baja tasa de inversión en la economía real y una creciente primarización de las exportaciones. Esta estrategia tiene como eje ordenador al plano monetario, con una importante apertura de la cuenta de capital. Con el objetivo de controlar la inflación, la banca central brasileña, conducida por el ex titular del Bank Boston Corporation Henrique Meirelles y ahora por su sucesor Alexandre Tombini, colocó a la tasa de interés brasileña como una de las más altas del mundo. Los inversores financieros internacionales aprovecharon esa oferta con el denominado carry trade, que consiste en fondearse en otras monedas a tasas bajas para invertir en reales a tasas altas. De ese modo, la economía brasileña registró un ingreso de capitales sostenido que derivó en la acumulación de un monto impresionante de reservas, que hoy supera los 250 mil millones de dólares, al tiempo que su moneda registró una sensible apreciación. Esta bicicleta especulativa generó ganancias fabulosas para financistas e industriales que volcaron recursos para capturar rentas crecientes en dólares con la tasa de interés.
El resultado en materia de inflación se puede considerar exitoso: el índice general de precios se expandió entre 2003 y 2010 un 6,3 por ciento al año, lo cual representa la menor tasa para un período de ocho años desde la salida de la Segunda Guerra Mundial, indica Ramiro Albrieu, en el documento Nunca se tiene todo lo que se quiere. Claroscuros en la estrategia de política macroeconómica de Lula, publicado en el Observatorio Económico de la Red Mercosur. “Esta dinámica favoreció a los estratos medios y medios-bajos, en tanto la moneda fuerte permitió el acceso a segmentos de consumo antes vedados”, explica. Para agregar que “claro que también cayó la competitividad de las exportaciones, principalmente en la franja industrial. A pesar de la política de crédito barato del Bndes, el sector exportador industrial se vio afectado por la dinámica del tipo de cambio, desacelerando marcadamente su expansión en la última década”.
Tasas de interés altas junto a un tipo de cambio atrasado provocaron una caída de la inversión y reducción de la competitividad externa, además de moderados crecimiento de la economía. Esta política tuvo como saldo una reducción del superávit comercial, que el año pasado fue de unos 20 mil millones de dólares, y un aumento considerable del déficit de cuenta corriente, que trepó a 47,5 mil millones dólares, al crecer los giros al exterior en el rubro de servicios reales y financieros: remesas de beneficios al exterior, pagos de intereses de la deuda y gastos de turismo. Para equilibrar esa cuenta vino al rescate la inversión extranjera directa, pero especialmente el ingreso de capitales financieros para especular alentados por elevadas tasas de interés. Lanzado ese frenesí especulativo, el intento de medidas correctivas estableciendo restricciones a la entrada de capitales ha sido ineficaz. Se constituyó entonces un círculo perverso de apreciación de la moneda, primarización de las exportaciones y desindustrialización, rendido en el altar del control de la inflación.
En ese contexto, la actual disputa comercial con los autos con Argentina es poco relevante, porque en realidad lo que les preocupa a las autoridades brasileñas es el creciente ingreso de unidades provenientes de Corea y China. El lamento brasileño entonces no es por la incipiente recuperación de la industria argentina, que terminará siendo complementaria y que a nivel político permitirá convalidar a Brasil como líder regional, sino por los rasgos ortodoxos de su política económica que están minando su propia base industrial.
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