Vie 06.04.2012

ECONOMíA  › OPINION

Lo imprescindible

› Por Eduardo Aliverti

La discusión acerca de cómo se implementa la medida tiene aspectos técnicos que exceden a la sapiencia, pero también a las pretensiones de este columnista. Se trata, sí, de ofrecer una visión macropolítica, eventualmente capaz de observar al hecho desde una perspectiva estructural. Hubo el tiempo, parecido a lo eterno, en que las apreciaciones ortodoxas de los economistas liberales lograron la victoria. El tiempo “noventista” –y un poco para atrás, y otro poco hacia delante– en que la batalla cultural, por la construcción de sentidos y por tanto de conciencia popular, semejaba haber quedado en manos definitivas de la derecha. Ese tiempo de verdades presuntamente reveladas, incontrastables, según las cuales unos muy pocos sabían de mucho y los muchos se consideraban apartados de todo juicio crítico, porque los otros tenían la exclusividad de dar cátedra desde los medios del relato único. Se acabó, por fin. Las versiones de derecha ya no convencen caminando, al cabo o en medio de los atropellos, torpezas y desatinos que produjeron aquí y en el mundo. El terreno de disputa ideológica es hoy más amable para las ideas progresistas, así fuere nada más que para no tener pruritos en atreverse a plantearlas. Y eso incluye a los razonamientos en torno de los recursos estratégicos, con la cadena de producción energética en primer lugar.

El domingo anterior, un artículo de Alfredo Zaiat, en Página/12, da en la tecla respecto de –por lo menos– cómo plantarse analíticamente frente a las opciones existentes. “Burguesía fallida” presenta el choque con la empresa española Repsol como símbolo de dos frentes vulnerables del kirchnerismo. Uno es, precisamente, el manejo privado en áreas sensibles del encadenamiento productivo. El otro, que se apueste a un comportamiento autónomo, pero dinámico, de la denominada “burguesía nacional”. ¿Hay o puede haber tal actuación hacendosa del empresariado? Como bien señala el colega, la lógica legítima de una compañía privada es maximizar ganancias e invertir de acuerdo con una tasa de retorno económico-financiera. Y en consecuencia, exigen un precio acorde con la utilidad esperada. O que el Estado los subsidie. De lo contrario, se “apartan” hasta dejar de invertir y se genera un callejón sin salida. Si suben las tarifas, joden a la gente. Si se aumentan los subsidios, joden al Presupuesto nacional. Y si no hay inversiones, se joden todos. Sin embargo, apunta Zaiat, esas situaciones quedan amortiguadas cuando prevalece la concepción de “bien estratégico” (petróleo y gas), y de “beneficio social” (servicios públicos). Es en lo segundo donde el kirchnerismo mostró dientes y eficacia, y por eso también resalta el ejemplo de un Estado que tomó el control de aguas y desagües cloacales. Seis años de inversión en AySA ampliaron esas prestaciones. Dicho sea de paso, la asentaron como la empresa de servicios públicos con menor cantidad de reproches en medios y redes sociales. Efectivamente, es la muestra de qué pasa cuando los fondos públicos son desembolsados sin pretender retorno financiero en determinada cantidad de años. Y con impacto positivo en la población.

El contraste es la apuesta por empresarios nacionales, desplazando a las multis, con el objetivo de “argentinizar” actividades estratégicas. El grupo Eskenazi falló en YPF y, con base allí, vale en igual dimensión apoyarse en cómo describe Mario Rapoport la debilidad intrínseca de la burguesía nacional. Esto es, el origen de componentes históricos, “cuando se desechó la posibilidad de un desarrollo económico integral mediante la protección de la industria local (...) las clases dominantes argentinas rechazaron el camino proteccionista que (...) adoptaron países como Estados Unidos y Australia, y prefirieron un país para pocos ligado a la producción primaria. Esto se traduce en conductas rentísticas, ya sean provenientes del campo o de recursos naturales no renovables”. Zaiat concluye su bosquejo, tras esa cita de Rapoport, a través de que la conducta de la burguesía nacional –fugadora serial de capitales– no se modifica con voluntarismo político. Y que sólo con un Estado activo, estableciendo límites, puede cambiársela. El dilema es cómo contrariar, en la acción de un modelo o proyecto que se pretendería soberano, nacional, popular, liberador (palabra esta última con la que también es necesario vencer prejuicios), el precepto de que el Estado es la organización autoinstituida por la clase dominante para sojuzgar al resto. Todo un reto: justamente porque la discusión no es técnica sino política, el kirchnerismo deberá demostrar que está dispuesto a profundizar la administración del Estado desde un vanguardismo siempre privilegiador de las necesidades populares. Y nunca de los intereses que se le enfrentarán, brutalmente crecientes si la gran política marcha hacia allí. ¿Cuál es la alianza de sectores sociales que se requiere para eso? ¿Con quiénes articular respaldo y movilización? ¿De dónde se saca o afirma el frente social para aguantar los trapos? ¿Cómo se lo comunica? ¿Alcanza con Cristina solamente? Preguntas como ésas son mucho más primarias que interrogarse sobre la disponibilidad operativa del Estado para hacerse cargo de pozos de exploración y explotación petrolíferas. Tan primarias como lo eran las de si se podía resistir cuatro tapas de Clarín en contra.

Mientras tanto, para quien tenga incertidumbres mayores debido a algunos o muchísimos cantos de sirena que la derecha se emperra en marcar como determinantes, vaya lo que Bloomberg, la compañía de información financiera fundada por el ex alcalde de Nueva York, expuso sobre el fin de la Europa social (nota de Clarín, sí señor, en su suplemento económico, domingo pasado). “En toda Europa, padres convencidos de que el modelo social construido por los gobiernos, después de la Segunda Guerra Mundial, haría posible que cada generación viviera mejor que la anterior, están viendo cómo la crisis de la deuda soberana barre con las promesas que hicieron a sus hijos. Los docentes y estatales griegos asisten al fin del empleo (vitalicio, señala Bloomberg, pero bien puede quitarse el agregado); los estudiantes ingleses enfrentan cuotas de enseñanza al estilo estadounidense; los franceses, como otros europeos, han debido postergar la jubilación. El trasfondo son las políticas de austeridad que están implementando los 27 países de la Unión Europea, por unos 450 mil millones de euros.” Esas políticas de austeridad apuntadas por la agencia norteamericana son el producto del festín financiero que en 2008 nació con la crisis estadounidense, para después trasladarse a los europeos con un final todavía incierto. No es inseguro, en cambio, que en la raíz de este derrumbe –una de cuyas expresiones más dramáticas es España, con la mitad de la población juvenil desocupada– se encuentra el abandono estatal como equilibrante de las desigualdades sociales. No le vendría mal a la derecha retomar algún consejo de uno de sus padres ideológicos, Adam Smith, quien estipulaba que los mercados no son instituciones naturales, sino el resultado de decisiones políticas. Es ese sistema político el que asigna el riesgo. Y, probablemente antes de que las propias burocracias gubernamentales se den cuenta, no pocos economistas e intelectuales –insospechables de simpatías izquierdistas– advierten que debe mirarse a América latina. Aumento del gasto público como herramienta reactivante, sustitución de importaciones, manejo de las reservas sintonizado con las necesidades sociales. Más, en casos como el argentino tras la salida del default por esas vías, las reformas de segunda generación.

Haber modificado la esencia funcional del Banco Central está en esa línea. Y meter mano en YPF apunta en igual camino. Las dudas pueden pasar por la eficiencia administrativa (si es por eso, la gestión privada no sale muy bien parada que digamos). Y por cómo se inteligencia el sostén de la apoyatura popular. Pero nunca por lo imprescindible de la decisión política.

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