ECONOMíA › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Scioli y Moyano desbancaron a la oposición. Nada de Carrió ni de radicales, un poco de Macri y nada más. El olor a sangre atrajo a los grandes medios, que husmearon posible debilidad o el nacimiento del competidor que les faltaba. Por lo que sea, se enfocaron casi con exclusividad en los remezones de la coalición del Gobierno. No pasa nada por fuera, como si de allí dentro tuviera que salir la discontinuidad, el fin del kirchnerismo, la confirmación de una vieja sospecha.
Para el universo que atravesó estos años desvelado por las sorpresas y transgresiones de un gobierno atípico, Scioli es el dulce y Moyano el garrote. Se ilusionan con el reencuentro esperado, con el alivio salvador que les inspira la historia del motonauta y al mismo tiempo se regocijan con cierto revanchismo por la rebelión de Moyano. Nunca lo podrán ver como parte de ellos, ni como aliado, ni como compañero de ruta, pero el dirigente camionero les provoca la ilusión, ciertamente placentera para ellos, de que con sus corcoveos, el Gobierno está recibiendo algo de su propia medicina.
La expectativa por lo hermético, por lo indefinido, se sostiene con inacción. Cualquier movimiento sería una señal, la letra de una palabra, y muchos movimientos forman una oración, un discurso con significados que aclaran, pero que al mismo tiempo recortan. Por eso la ciencia de esa estrategia reside en no hacer ni decir. No puede generar nada que tenga una consecuencia en algún sentido. Es un verdadero misterio, un arte complejísimo, sostener durante un tiempo más o menos prolongado esa clase de expectativa por la anomia. Y Scioli ha ido cultivando con mucho esmero esos mecanismos.
La puja entre el gobierno nacional y el bonaerense tiene varias cargas. Se puede hablar de una carga ideológica, otra de gestión, otra electoral y algunas otras. Pero las estrategias confluyen en una sola esgrima: el gobierno nacional trata de que Scioli se mueva y se defina. Y Scioli aguanta a pie firme. Desde la Nación se irritan por lo que califican como falta de reflejos y parálisis del bonaerense para afrontar una crisis peligrosa. Y en respuesta, Scioli pide a la Nación que lo saque del brete. No actúa, y deriva la responsabilidad hacia fuera.
Pero en esa línea plana hubo dos sacudones que rompieron la horizontal: Scioli reconoció públicamente que quería ser candidato en el 2015 y en medio de la rebelión camionera hizo un asado de confraternización con Moyano. Fue un hecho atrás del otro y no fueron detalles. Ni en un político hiperactivo y hablador se podría pensar en un exceso verbal, un error de cálculo. En la currícula pasiva del gobernador los dos hechos se proyectaron con alevosía, fueron tomados como una definición de alejamiento.
Primero se conocieron encuestas que mostraron a Scioli muy arriba de Macri, casi junto con la Presidenta. Y de inmediato, abrió su juego y adelantó un escenario que todos estaban tratando de evitar. Contra su costumbre, se expuso al desgaste del largo camino que todavía falta recorrer hasta el 2015 y lo hizo en las puertas de una crisis que seguramente impactará de lleno en su gestión. Manda una señal contraria cuando más necesita del gobierno nacional, quizás con la idea de que la Casa Rosada no puede dejar caer a la provincia. Seguramente no le soltará la mano, pero tampoco le va a financiar la campaña.
El lugar del gobernador se ha puesto incómodo. Las encuestas lo muestran con la imagen positiva más alta después de Cristina Kirchner, pero no tiene presencia territorial ni intendentes fuertes que le respondan, ni controla la Legislatura provincial y le faltan tres años de gestión con presupuestos que no cierran y crisis externa. Si mantiene esa gimnasia que, además, va a contramano de su carácter y de las estrategias en las que se siente más cómodo, expondrá su capital a un fuerte desgaste durante un largo tiempo. Al mismo tiempo, ese lugar de gobernador que se ha puesto tan incómodo constituye la única herramienta política con la que cuenta, por eso es muy difícil que prefiera bajar al llano, donde no tiene estructura.
Moyano habló de elecciones y Scioli también. El único que no tocó el tema fue el tercero en discordia. El Gobierno no quiere abrir la competencia y de esa manera hace que los dos no compitan con otro candidato sino con el 55 por ciento de la Presidenta. Una cifra que fue también el detonante de las dos rebeliones al provocar reajustes lógicos en la relación de fuerzas dentro de la coalición del Gobierno. Con ese respaldo, si Cristina Kirchner no va a la reelección, será la que decida sobre listas y candidaturas. La Presidenta no habla del 2015, pero tampoco dejará que le arrebaten ese lugar de gran electora.
Aun así, ni Scioli ni Moyano terminan de quemar las naves. Después de las señales de despedida, el gobernador soportó una andanada desde el oficialismo y volvió a dar explicaciones ambiguas, tratando de acomodarse otra vez y aguantar los choques, mientras algunos de sus voceros se permitían tonos más tajantes. Moyano fue al revés: los términos más duros los puso él, en tanto su entorno, tanto los que han sido más prokirchneristas como Juan Carlos Schmid, cuanto el denarvaísta Guillermo Pereyra o el duhaldista Momo Venegas, les bajaron el tono a los discursos del camionero.
Necesitan esos matices para no terminar de irse porque todavía no existe el lugar que los cobije fuera del kirchnerismo. El significado de los encuentros entre los dos díscolos ha sido minimizado por uno y otro. Pero al mismo tiempo se justifican e intercambian flores públicamente en senderos que la política tiende a hacer confluir necesariamente.
En su discurso en Ferro, Moyano no dijo que ya había cambiado el voto, sino que “había que pensar” en cambiarlo. Era una frase dirigida a su ámbito de influencia más general, cuando habló en representación genérica de “los trabajadores”. Seguramente él ya cambió su voto, pero cuando habla de esa manera está diciendo que esa base social, los trabajadores y, más concretamente, los que lo respaldan, todavía no están pensando en cambiarlo. Una frase tan condicionada no sirve como advertencia, pero le ayuda a contener a varios de sus dirigentes y gran parte de su base social.
Scioli tiene el mismo intríngulis en esta órbita de despegue porque de esa imagen positiva muy alta que le muestran las encuestas, sólo una pequeña porción no es compartida con la imagen presidencial. Es más, para la gran mayoría, van atadas una con otra, sin que se pueda precisar, en el mejor de los casos, por dónde pasaría la línea de corte.
Y los mismos sobresaltos tendrían si plantearan una confluencia. A Moyano lo pondría en una paradoja: se pelea contra un gobierno que tiene muchos planteos similares en lo social y en lo económico y se amiga con un dirigente con planteos más parecidos a los que siempre criticó. En el caso de Scioli, ese pequeño sector del electorado que no comparte con Cristina Kirchner, el que tiene más asegurado, es el que menos quiere a Moyano, serían los primeros en sacarle respaldo. Es decir, lo que les queda por ahora es nada más que saludarse desde lejos.
El lugar que Moyano y Scioli han tenido en la coalición kirchnerista no es el mismo que pueden tener fuera de ella. En todo caso, tendrán que construirlo. Ese lugar no existe principalmente porque el kirchnerismo tampoco es el mismo que cuando confluyeron, en el 2003, y ha ocupado con mucha fuerza todos los espacios referenciados por el peronismo. Y, para bien o para mal, la mayoría de las veces en la historia el peronismo no se dividió, solamente se fueron algunos de sus dirigentes.
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